La casa se quedó sola. Una reflexión feminista sobre la maternidad
Quizás ha llegado el momento de dotar a la crianza y las tareas de cuidados de reconocimiento, de protección institucional y de garantía económica, también en el terreno profesional. Lo contrario lleva a a las mujeres a tener que elegir entre externalizar los cuidados o abandonar los privilegios que les concede el empleo.
“Cosas de mujeres, sus quehaceres, sus labores”, conceptos patriarcales para referirse a las actividades que tradicionalmente han desarrollado las mujeres. Unas actividades que estaban bien diferenciadas del empleo, no solo por su falta de remuneración, sino por la ausencia de prestigio social, y que se nos atribuían obligatoriamente por mandato divino a través de unas supuestas capacidades innatas. Así, aquella que no dispusiera de las características necesarias bajaba puntos en el ranking de la buena mujer: cocina, compra, relaciones familiares, limpieza, obediencia, sumisión, cuidados, placer, belleza, silencio… Gracias a la lucha feminista, la mayoría de las mujeres en nuestro país hemos podido cuestionar y desnaturalizar el grueso de las concepciones sobre lo femenino. Sin embargo, a pesar del avance en derechos sociales, en una sociedad familista como la española es difícil la ruptura de ciertas tradiciones sexistas, muy entroncadas en nuestra cultura. Por ello, las mujeres nos incorporamos al “universo masculino” pero manteniendo los roles culturalmente asignados de puertas para dentro. Sumergidas en las dicotomías público-privado, productivo-reproductivo, nos encontramos con una doble jornada en dos ámbitos totalmente separados y que parecen no tener relación entre ellos.
Es entonces cuando exigimos corresponsabilidad. Necesitamos que si nosotras nos incorporamos al mercado laboral, los hombres se incorporen al cuidado de la vida. Desgraciadamente, las estadísticas hablan por sí solas, y las mujeres siguen siendo mayoritariamente responsables de los cuidados y del hogar (según los estudios de usos del tiempo, estos trabajos aumentan para la mujer cuando comienza a vivir con su pareja -hombre-, no cuando es madre, como se suele pensar). Tendríamos que preguntarnos los porqués de esta desigualdad. Cuando se produce esa dicotomía entre “feminidad” y “libertad”, todos los roles tradicionalmente asociados a la feminidad son sinónimos de esclavitud. Por lo tanto, todos aquellos “quehaceres” de las mujeres, lejos de emanciparse junto a la liberación de la mujer para poder ser asumidos por el conjunto de la población, siguen estando invisibilizados y se les sigue otorgando escaso valor, causando inferioridad en aquellas personas que los realizan.
Empoderarse significa desprenderse de los estereotipos, desterrar todos los valores negativos (obediencia, silencio, sumisión…) y poder elegir libremente las actividades que deseamos realizar en nuestra vida, sin imposiciones de ningún tipo. Pero es evidente que si, una vez empoderadas, determinadas actividades son consideradas inferiores, pocas personas querrán elegirlas. Quizás ha llegado el momento de universalizar determinadas capacidades y actividades que suponen el mantenimiento de la vida y de las relaciones, para que mujeres y hombres se sientan importantes mientras las realizan. No solo dotarlas de valor social, también (mientras estemos sumidas en este sistema capitalista con un Estado de derecho) es necesario dotarlas de una protección institucional y una garantía económica, a través de leyes de empleo donde prime la conciliación, permisos parentales amplios, incorporación de la infancia a lo público, prestaciones universales, etc.
Si no se produce este cambio, todas y todos huiremos de lo simbólicamente precario y la casa se quedará sola. Se produce así la externalización de la casa: limpieza del hogar y cuidado de mayores realizado por mujeres (migrantes en su mayoría) con contratos precarios; comida precocinada o basura; institucionalización de personas dependientes (mayores, niñes y bebés); escasez de tiempo para la convivencia y las relaciones familiares; aumento de actividades extraescolares; aumento de la tecnología como sustituto parental; largas estancias de las criaturas en casas de familiares (abuelas y abuelos), etc. La casa se convierte en ese sitio donde, si acaso, solo duermes, y quizás transformas constantemente con caras decoraciones, como aquel progenitor ausente que colma de regalos a su hije.
Las intensas jornadas laborales están diseñadas para que nuestra vida sea el empleo, aunque ello implique un abandono de otras actividades, posiblemente más importantes: relaciones familiares y sociales, ocio personal y familiar, formación, activismo, etc. Pero, ¿realmente queremos eso? ¿Pensamos la mayoría de las madres que dejar a nuestros bebés es un precio justo que hay que pagar para poder tener la libertad por la que tanto luchamos? ¿Es la maternidad un hándicap? ¿Dónde se posiciona el feminismo? Al igual que la sexualidad femenina fue una herramienta usada para someternos, la sexualidad per sé no esclaviza. Por eso es un objetivo fundamental reapropiarnos de nuestros cuerpos. En este mismo contexto, si cambiamos la palabra sexualidad por maternidad no debería haber ninguna diferencia y la reapropiación de la maternidad debería ser considerada también una lucha feminista. Sin embargo, a pesar de que ya hay posicionamientos sobre el aborto, embarazo y parto respetado, una vez que la criatura nace parece convertirse en un ente separado de la madre y, por lo tanto, ajeno a las demandas feministas. Ni maternidad, ni crianza, ni lactancia son tenidas en cuenta. Pero la diada madre-bebé no deja lugar a dudas de que en esa etapa vital, las mujeres que han tomado esa opción, son además (y de forma indisociable) madres y como tal, deberían constituirse como sujeto político del feminismo.
A diferencia del resto de actividades asociadas a lo femenino (muchas de las cuales delegarían con gusto) la mayoría de mujeres que han decidido libremente ser madres desean criar a su criatura ellas mismas. Y sufren, porque se ven relegadas de todos los ámbitos al realizar una actividad infravalorada, cercana a la naturaleza (también infravalorada), sin reconocimiento social, incompatible con la idea de liberación de la mujer y con el empleo y en la más absoluta soledad. Normalmente se ven obligadas a elegir: externalizar los cuidados (dejar a sus criaturas) o abandonar los privilegios que les concede el empleo (para aquellas cuyo empleo no era precario). Otras, desempleadas o con cotización insuficiente, directamente se ven abocadas a una situación de riesgo de exclusión por no tener acceso a prestaciones ni subsidios. Para cierto sector del feminismo que las mujeres deseen criar es un escándalo. Por eso siguen apostando por la externalización (a través de la “educación” de 0 a 3 años, delegando cuidados en las abuelas o en cuidadoras precarias), sin pensar en los perjuicios que esta separación temprana e institucionalización produce en los bebés, tanto en su salud física como emocional. Y también en las mujeres, que deben elegir, de forma no voluntaria, entre empleo o crianza, causando traumas y sentimiento de culpa.
En medio de este caos, seguimos volcadas en transformar el ámbito privado y obviamos la urgencia de transformar el mercado laboral. El empleo está estructurado para personas sin responsabilidades familiares y apenas ha sufrido cambios a pesar de la incorporación de las mujeres. Para acabar con la brecha salarial y con la desigualdad laboral, las medidas de igualdad y conciliación deben transformar el empleo para adaptarse a las necesidades de crianza y del cuidado de la vida en general, y no al revés. Y debemos preguntarnos: ¿cómo puede ser el empleo la única vía contra la desigualdad cuando es el mayor generador de desigualdades? ¿Es realmente liberador cuando en la mayoría de los casos no es vocacional y hay un alto porcentaje de precariedad? ¿Por qué seguimos como un mantra la idea del pleno empleo como la única vía posible, aun sabiendo que con el actual sistema es imposible?
La transformación del mercado laboral debería comenzar por entrelazar todos los ámbitos de la vida, donde lo personal, familiar y profesional sean espacios interdependientes y no gire todo en torno al empleo. Si somos conscientes de esta interdependencia, el periodo de crianza también tendría valor fuera del ámbito familiar, por ejemplo en el terreno profesional. Lejos de pensar que es un tiempo vacío (porque sale fuera de la lógica productiva- capitalista), las madres que están criando adquieren una serie de conocimientos, valores, herramientas, experiencias de vida, etc. que deberían tenerse en cuenta en el currículum y ser puntuadas positivamente por los recursos humanos de las empresas. Lo aprendido durante la crianza es puesto en práctica por las personas cuidadoras (mujeres y hombres) en sus puestos de trabajo, mejorando la calidad de los mismos, como bien he podido comprobar a lo largo de las entrevistas que he realizado a madres tras su incorporación laboral. Por lo tanto, el tiempo de crianza debería ser considerado también como un tiempo de formación y repercutir positivamente en el ascenso laboral. La crianza debería tener más valor y prestigio social que otras actividades, sin embargo la mayoría de las madres con empleo hemos sido conscientes de cómo en etapas de desarrollo profesional hemos obtenido más reconocimiento que en periodos de crianza, donde no éramos nadie y ni siquiera podíamos decir con orgullo: mi trabajo en este periodo es ser madre.
Así que no solo dejamos intacto el mercado laboral (ese gran gigante de hierro al que le bailamos el agua), sino que las medidas que se toman para acabar con la desigualdad rondan la ciencia ficción: en lugar de buscar los motivos por los que la mayoría de los hombres no realizan ciertas actividades y preguntar a las madres qué es lo que quieren para mejorar su situación, se pretende imponer a las familias un modelo de cuidados (pensado para familias biparentales heterosexuales), con unos tiempos establecidos de crianza para cada progenitor. Leyes restrictivas sin estudios de opinión previos que están abocadas al fracaso. En esta realidad social, nos encontramos con hombres que no cogen excedencias para el cuidado, ni se reducen las jornadas, muchos ni siquiera disfrutan de su permiso de paternidad remunerado, o no lo utilizan para el cuidado. No se puede obligar a una persona adulta y menos basándose en la buena voluntad de aquellos hombres que hasta ahora, estadísticamente, no la han tenido. Los padres corresponsables no necesitan ingeniería social. Y no podemos poner en juego la salud de mujeres y criaturas para hacer experimentos con padres machistas, basados en una supuesta igualdad que convierte a las madres en meros porcentajes (los permisos iguales e intransferibles son un reflejo de las custodias compartidas impuestas).
No niego la desigualdad: en esta sociedad capitalista que infravalora los cuidados, las madres efectivamente podemos decir adiós al prestigio, al reconocimiento social y a la independencia económica. Pero, que la decisión de criar sea libre y deseada (en ningún momento pretendo generalizar a todas las madres y menos aún a todas las mujeres) no significa que estas mujeres hayan perdido su conciencia sobre la situación a la que se enfrentan. Por eso piden un aumento de derechos, como unos permisos amplios y prestaciones universales, que consigan que la maternidad deje de ser una lacra y empiece a considerarse uno de los trabajos más importantes para el mantenimiento de una sociedad sana, cooperativa y libre. No se debe conceder a los hombres unos derechos que jamás reclamaron y actuar de forma paternalista con las mujeres desoyendo su demanda de ampliación del permiso de maternidad. No se les puede decir que lo mejor para ellas es delegar los cuidados del primer año de su criatura, aunque no quieran. Como diría el afrofeminismo, “no nos liberen, nosotras nos encargamos”. Juzgar a esas madres que luchan por salir de la esclavitud en lugar de apoyarlas e intentar que tengan voz política es una tarea misógina propia del patriarcado, que en su unión al capitalismo nos deja una realidad desoladora: madres sin derechos, como antiguamente, invisibilizadas, y al mismo tiempo trabajadoras precarias que, por tener que competir, no pueden demandar mejoras en sus empleos para poder conciliar. Una doble jornada que afecta a la salud de tantas mujeres (y criaturas) y que, si es cuestionada, se hace desde la óptica de precarizar aun más la maternidad para que el empleo no se vea afectado.
Lo último que podríamos imaginar es que cierto sector del feminismo pudiese apoyar esto. Por eso muchas mujeres no encuentran cabida dentro de esos movimientos que, sin embargo, han acogido a una gran diversidad de realidades sociales, incluyendo las nuevas masculinidades, pero no a las madres. Cuando surgen iniciativas dentro del feminismo que luchan por visibilizar la maternidad, muchos grupos de madres se sienten por fin representadas. Las mujeres que deciden maternar no son el fantasma del pasado. Son mujeres actuales, con buenos empleos, empleos precarios o desempleadas; con aspiraciones; de diversas clases sociales, orientación sexual y de diversas etnias, a las que les une su deseo de crianza. De hecho, aquellas que llevan este deseo al activismo, hacen de la crianza una herramienta de transformación social. Y ni siquiera piden lo que a muchas les gustaría (más derechos para ellas, ya que no han aumentado desde 1989) sino que adaptan su petición para que queden representadas todas las madres: la libre elección de cada familia a través de una importante ampliación de los permisos parentales, donde el grueso tenga un carácter transferible, para que la madre (como principal protagonista y como persona que gesta, pare, lacta y exterogesta) coja el tiempo que desee y pueda ceder el resto a su pareja (si es que la tiene) o a otra persona.
Por eso nació PETRA Maternidades Feministas y seguirá a pesar de ser una Plataforma de madres comunes que, además de enfrentarse al patriarcado, se encuentra con el veto de un feminismo institucional que, en connivencia con el capitalismo, nos quiere sacar de los espacios feministas donde debemos estar. Menos mal que esta nueva ola del feminismo, de mujeres diversas, organizadas y verdaderamente anticapitalistas, ha desterrado aquellas antiguas concepciones antimaternalistas y por fin luchamos juntas, como se ha podido ver este 8 de marzo. Porque “poner la vida en el centro” es algo más que un eslogan político.