Como un paño en medio del atril
Los candidatos a la presidencia del gobierno del Estado español se preparan y repasan en sus atriles. Mientras tanto, dos mujeres limpian el plató a su alrededor. Sara Roqueta comenta esta escena del penúltimo debate de las pasadas elecciones generales.
Sara Roqueta Martín-Albo
Un silencio atroz recorre las isletas de la ciudad. Nadie dice nada. Ellos duermen en sus camas. Ellas calman la sed como pueden y, en la repisa, el vaso continúa medio lleno, medio vacío, depende cómo se mire. Según qué cosas. ¿Qué dice? Si es el alba, la luna, los peces en el río y la madre que les vio nacer. Y ese villancico, que encarna ahora, en primavera, la lucha por la visibilidad de las mujeres que limpian con sus manos, con su sangre, con todo su cuerpo tendido al suelo, las manchas enlodadas, grasientas del final del día. Ellos entienden el lenguaje del discurso político; afilan las libretas, lápiz en mano, falsos escribanos y ponen la mirada en el pueblo. El pueblo, el pueblo, el pueblo. Y se les llena la boca de pueblo, pueblo, pueblo. Economía, empresa, empleo, ciudad sin nombre. Mientras, allá en la frontera, o quizá cerca, muy cerca, se levanta como el polvo en su guarida, la voz de una mujer que sube, baja, sube, baja una escalera y otra. Y nadie dijo nada sobre ella ni sobre sus cuidados. Sobre cómo limpia-teje-limpia de manera compuesta. Friega suelo y lava ropa. «Niña es el siglo XXI. ¡Dios mío, feministas por las calles queriendo hacer de este un mundo mejor!». Pero ella limpia-friega-limpia y las televisiones la retratan. Así. Como es. Paño en mano. Además lee sobre psicología y neurociencia. ¡Qué lista! Ella sube la manta del coche para tapar al niño en su cobijo. Le da cariño. El padre también. Claro, son familia. Familia heteropatriacal, cisgénero, normativa, nada excluida y generalista. Todo bien. Pero ella es la madre. Ella me dijo que no puede más. Que alguien le releve ya mismo. «Me falta fuerza para levantar con las manos el cubo de fregar. Pesan los años. Pesa la artrosis» y «estos huesos brillando en la noche, estas palabras como piedras preciosas en la garganta viva de un pájaro petrificado», que suenan a verso de Alejandra Pizarnik.
Alguien podría, debería, necesita darle al botón mágico de subir el salario mínimo de 900 euros al mes. Y es que al mes se venden al peso mazanas y platanitos de canarias. Al mes una cuenta con los dedos los días que quedan para que llegue el 1 de mayo y le ingresen su jornal. ¿1 de mayo has dicho? ¿Trabajas has dicho? Qué bonito Día Internacional del movimiento obrero. #Hastags, motines y piquetes se alzan en honor de la prole. Se recitan versos y conmemoran muertos. Pero ella limpia-teje-limpia. Por la mañana come nueces y un yogurcito marca blanca. Simple. Llano. Pero ya no puede más. Al volver a casa del trabajo, su rostro se funde, de nuevo, con la ventana contigua al comedor, donde encogida y en cuclillas, continúa limpiando, trapo en mano, las gotas de barro que tiñen el cristal. “Llueven aguaceros”, dice, y la rabia sale de su cuerpo como una llama ardiendo en medio de la tarde oscura. Pronto vendrán a salvarnos y nos darán el pan que merecemos. Ella se convence. Convence al niño, al padre y los hermanos. Ella es fuerte y trabaja escoba en mano. Ella es madre, mujer y tiene un grado medio. Porque no todo el mundo va a la universidad, estudia, trabaja, máster, Erasmus, conservatorios y banquetes de alto standing. Porque detrás del ruido; de las gotas de lluvia, del fango, de la mierda, hablando mal y pronto, allí, en la frontera, o quizá cerca, tan cerca que ni se ve ni se escucha, siempre hubo una mujer limpiando las migas del pajarillo, la corbata del señor o el orín desafinado que se escurre entre las baldosas de un centro comercial.
¡Dios, es tan curioso! ¿Nunca se fijaron que, desde lejos, cuando se compra en Zara, Mango, Dolce & Gabbana o cualquier otro espacio Inditex, siempre al fondo, entre las cinco y las seis de la tarde, un carrito verde y amarillo se erige, impetuoso entre la multitud? Y detrás, detrás siempre hay una mujer que sube, baja, sube las escaleras del mercado, la oficina, el colegio, las zonas comunes y hasta los platós de televisión. Allí. Sí, justo en el ángulo derecho que cubre la cámara, todavía queda la huella totalmente intencionada de una mujer que estuvo limpiando con sus manos, su sangre, su cuerpo entero, los rincones de un espacio televisivo; abierto al público, en el que hemos venido a ser francos, claros, diáfanos. Y yo cierro, creo, me sincero. Porque ojalá ella, ellas, todas, hubiesen dejado en medio del atril de Rivera, Casado, Iglesias y Sánchez, un trocito de su alma. Un paño verde, desgastado, hastiado por los 365 días del año. Qué oliese mal, mal, mal, entre alcantarillado y lejía Ariel. Un paño en símbolo de la libertad o, al menos, de la lucha por unas condiciones dignas, reconocidas y valoradas. Que el cuidado este en el centro y que Dios reparta, buenamente, lo que un día dejó en herencia. Y Amén. Si por lo menos esto fuera cierto, ya tendríamos algo en lo que creer. ¿Creer? ¿En qué? ¿En quiénes?