Precariedad entre bastidores

Precariedad entre bastidores

El sector textil es una industria pujante; sin embargo, entre las transparencias de los tejidos se entrevén abusos que afectan principalmente a las mujeres: precariedad, invisibilización o aislamiento son algunas de las características del mercado de la moda.

19/06/2019
Fotografía y bordado: Genoveva López Morales

Fotografía y bordado: Genoveva López Morales

Flash, pose, flash, brillos, flash… todo lujo, glamour y elegancia. ¿Todo? No, todo no. Las condiciones laborales de las bordadoras —mujeres que trabajan en la base de la pirámide de la industria de la moda— no brillan tanto.

En la alta costura, muchas piezas que visten las modelos de pasarela y las actrices han sido cosidas por mujeres que llevan a cabo un trabajo manual, detallado y artesanal. Miles de hilos delicados se entrecruzan en recamados, calados o vainicas, con unos resultados muy atractivos para la vista y no tanto para el bolsillo. Estas artesanías están al alcance de muy pocas personas. La alta moda es lo que tiene, que sólo es accesible para unas pocas personas. No obstante, las trabajadoras que están entre bastidores no siempre ven reconocido su arte; de hecho, muchas de ellas no están ni siquiera reconocidas de ninguna manera y son amas de casa que, para completar unos ingresos ajustados, cobran precios de saldo por auténticas obras de arte.

“Trabajo en negro, cuando hay trabajo hay y cuando no lo hay, no trabajo. Nadie se preocupa de que yo tenga un trabajo continuo y, de hecho, nadie me ha propuesto jamás trabajar contratada. Cobro por trabajo entregado y los materiales los tengo que comprar yo”, comenta Remedios, el nombre ficticio de una mujer de 45 años que borda desde hace unos 25.

El sector textil y el del calzado son, dentro de la industria, los dos que todavía funcionan con parámetros precapitalistas en España. Frente a la mecanización y el trabajo en fábricas de la era capitalista, donde la socialización obrera se produce en el lugar de trabajo, el sistema precapitalista se caracteriza por el aislamiento en los hogares y el desconocimiento de la posición de la trabajadora en la cadena de producción. “Trabajo en casa. No conozco a ninguna de las personas que trabajan en otras partes de la cadena. Estoy totalmente aislada. A mí me contacta un particular y ese particular contacta con otros particulares. No sé cuál es la casa final para la que trabajo, ni la marca, ni el modisto”, mantiene Remedios. El modelo precapitalista y el nuevo capitalismo neocon han unido formas de hacer y han creado un sistema aberrante que cada vez afecta a más sectores, donde los derechos laborales brillan por su ausencia. Pensemos, por ejemplo, en las nuevas empresas que gestionan el trabajo a través de aplicaciones móviles como Glovo o Uber, donde no hay horarios, no hay salario fijo y, por no haber, no hay ni contrato.

Si bien el formato precapitalista no es mayoritario, existen resquicios desde hace años en la alta costura, en el sector de los arreglos, en los vestidos de novia y en el aparado del calzado, esto último destaca en la zona del Levante español. El funcionamiento es el siguiente: una mujer de entre 35 y 65 años, que ha aprendido a bordar gracias la tradición familiar, trabaja para firmas de moda, en casa o en talleres pequeños. El trabajo es sumergido, no está dada de alta en la Seguridad Social o, en caso de que lo esté, las condiciones son muy precarias. Se trabaja por pieza o por horas. Sectores muy tradicionales como las cofradías religiosas o el toreo también se alimentan de esta labor: mantos de vírgenes bordados en oro, sedas, pedrerías o marfiles, y capotes de paseo de los toreros son prendas que se elaboran de esta manera.

Trabajo domiciliario

Los modistos de alta costura piden secreto: nadie puede saber para quién trabajas hasta que el vestido se haya presentado en público. Si lo cuentas, no te vuelven a llamar, pierdes la oportunidad. “Hay secreto profesional, no puedo decir para quién trabajo, aunque nadie me paga exclusividad”, cuenta Remedios. Las bordadoras que trabajan en su domicilio están invisibilizadas. Una vez más se reproducen los roles patriarcales donde el polinomio hombre-poder-visibilidad-reconocimiento en el espacio público-explotación de la fuerza de trabajo ajena se combina con el de mujer-sometimiento a las reglas de otros-invisibilidad-vida privada-precariedad. A Remedios le sale la hora de trabajo a 12 euros, pertenece a la economía sumergida, no tendrá pensión, no tiene paro, no puede decir para quién trabaja —entre otras cosas, porque no se lo dicen—, no sabe cuánto cuesta su trabajo en el mercado. Ahora borda una pieza para un capote de paseo, que, de seda, bordado en oro o plata, es el que los toreros muestran durante el paseíllo, antes de lo que llaman la faena. En el mercado puede costar entre 2.000 y 8.000 euros.

Sin embargo, lo normal no es que las mujeres borden en casa, lo que se llama trabajo domiciliario, “sino que trabajan en tallercitos que van por horas sin estar contratadas. Por ejemplo, si vas a bordar con materiales preciosos, oro o plata, es material que no se da para casa, sino que se van al taller. Los horarios están marcados por los talleres, dos horas al día por ejemplo, les pagan esas horas y se las pagan como quieren. Lo que se suele hacer es que estas mujeres por horas van a trabajar cuando las otras compañeras del taller se han ido. Si el personal contratado se va a las seis, las externas entran de seis a ocho”, comenta Carmen Expósito, secretaria general del sector textil en Comisiones Obreras.

El trabajo domiciliario se produce con más frecuencia en el aparado del calzado, que es coser las piezas de las que se compone un zapato o zapatilla antes de poner la suela. “Se hace muchísimo en los domicilios, en condiciones muy malas y con unos salarios que no son los que marca el convenio, sino que se llega a un acuerdo de ‘a tanto el par’. No se trabajan ocho horas: se trabajan doce, catorce, algún sábado, si es necesario algún domingo. Esto afecta al salario y a la jornada. Seguridad y salud nada, y nada, por supuesto, de conciliar la vida laboral y familiar. Los talleres pequeños no tienen permisos”, explica Expósito, quien además advierte que “en los próximos años va a haber un problema muy grande con las pensiones contributivas de estas personas. Llevan trabajando desde niños y no tienen el mínimo de años cotizado”.

El trabajo domiciliario se produce desde hace siglos. Las mujeres que dedican su jornada al trabajo reproductivo, como es el cuidado del hogar o de los hijos e hijas, convierten esa experiencia en su forma aportar un extra a las finanzas familiares. Petra López, de 80 años y natural de Mohedas de la Jara, un pueblo de Toledo, cuenta que “la gente de fuera nos traía las telas, iban por las casas y, quien quería encargarse del mantel, se lo quedaba. Nosotras lo cosíamos y por ese trabajo nos pagaban. Cosíamos a mano la vainica y nos pagaban por trabajo hecho, un mantel entero. Nos dividíamos el mantel entre las mujeres del pueblo. Las gentes de fuera se encargaban de venderlo, iban por las playas incluso, eran vendedores ambulantes”. Hoy, un mantel bordado con vainica, sacar hilos como lo llaman en Mohedas, de unos dos metros cuesta entre 1.500 y 3.000 euros. “Te pagaban por mantel unas 500 pesetas y lo usabas para caprichos. Nosotras no sabíamos cuál era el precio del mantel, yo sabía lo que me pagaban a mí”.

El mercado marca los ritmos

Esta forma de trabajar se ajustaba a los ritmos de la vida cotidiana. Rara vez una mujer del ámbito rural se dedicaba en exclusiva a la costura, ya que sus tareas eran muchas otras. “Yo he dedicado muchísimas horas a bordar en mi vida, pero me organizaba la jornada y cosía dos o tres horas al día. La gente de fuera no te ponía plazos, lo mismo les daba un mes que dos”. Remedios, al trabajar en casa, elige qué coge y qué no. “Habitualmente yo no hago un volumen muy grande de trabajo, pero hay épocas en las que coincide. Generalmente hago mi vida habitual, me encargo de la niña, hago las labores de casa. Cuando tengo entregas, trabajo de seis a ocho horas, suelo madrugar más y las saco a lo largo del día, pero ha habido ocasiones en las que he cometido errores y he tenido que recurrir a mi madre y a mi tía porque no llegaba. Cuando cometes un error y lo tienes que entregar al día siguiente, te quedas toda la noche, 15 horas seguidas; como trabajas con las manos, llega un momento que no puedes ir más rápido”.

Ahora los plazos existen, y son muy apretados, para poder seguir el ritmo de la moda, que al fin y al cabo es el ritmo de los mercados: colección de primavera, verano, otoño e invierno, una gala, una precolección. “Si se trabaja para una fábrica, muchas mujeres se llevan trabajo a casa. Así es como funciona el textil en el mundo: hacen prendas y, cuando no las terminas, te las llevas a casa y las terminas allí”, afirma Víctor Garrido, coordinador mundial del Acuerdo Marco Global IndustriALL y secretario general de la Federación de Industrias Textil-Piel de Comisiones Obreras.

La moda española es un sector importante en la economía estatal. Según datos del Centro de Información Textil y de la Confección, la cifra de negocio alcanzó los 16.514 millones de euros en 2017, un 10,2% más que en 2016.

Si bien existe un mercado tradicional de trabajo en casa, desde hace relativamente pocos años, aprender diseño pertenece a la educación reglada universitaria. El sector es pujante y la moda española se conoce cada vez más fuera de las fronteras. Marta Adame es premio fin de carrera de su promoción, una distinción de excelencia que esconde un camino duro, sobre todo ante la indignación que suponía la explotación de su fuerza de trabajo de manera gratuita para diseñadores de cierto renombre: “En la universidad teníamos que hacer prácticas obligatorias no remuneradas. Era una asignatura necesaria si querías hacer el trabajo de fin de grado y graduarte. Yo las hice con una compañera en el atelier de un modisto pequeño, pensando que íbamos a aprender más. Al final nos dimos cuenta de que no nos quería dar ningún trabajo. Sólo quería utilizarnos para quitarle el trabajo que no quería hacer nadie: llevarle café, comprar leche, coser las etiquetas a los vestidos, ordenarle una habitación de tejidos por colores o taladrar una estantería a la pared”.

La estructura es casi gremial, a pesar de haberse convertido en un sector profesional universitario. Es necesario iniciarse en el sector en calidad de aprendiz, de manera gratuita, dentro de la estructura de producción para poder dar el siguiente paso: trabajar de manera remunerada y esto no siempre ocurre. “En España la mayoría de los diseñadores viven gracias a tener tres o cuatro becarios. Compañeros de universidad me contaban que los diseñadores tenían cuatro becarios o más sin pagarles nada y sacaban todas las colecciones a costa de ellos. Si no llega a ser por los becarios, no desfilarían en Cibeles, la marca se acabaría, no terminarían las colecciones —afirma Adame—. También conozco casos de amigas que llevaban de prácticas con diseñadores bastante tiempo y, cuando ellas pensaban que les iban a contratar, la oferta que les hacían era de 200 euros al mes”.

El lujo, los brillos y lo considerado bello esconden detrás una realidad diferente: trabajo barato, en casa o en talleres, precario o sumergido e invisible, principalmente llevado a cabo por mujeres. La moda reproduce los roles de siempre: mujeres con unos determinados cánones de belleza en primeras filas como reclamo de mercado, mujeres trabajadoras en la retaguardia trabajando de manera precaria, modistos (hombres) con reconocimiento público gracias a la explotación de los cuerpos y del trabajo de las unas y de las otras.

 

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