¿Dónde están las bolleras?
Las aplicaciones para ligar entre lesbianas han evolucionado en los últimos años, sobre todo, por la irrupción de la telefonía móvil
Las aplicaciones para ligar a través de internet son un territorio de desolación, eso que Marcela Lagarde distingue de la soledad. La soledad es política, transformadora, imprescindible: solo desde ahí suceden los aprendizajes. En la desolación intervienen las violencias y las sujeciones que nos hacen sufrir: propias y ajenas. ¿Por qué nos tratamos tan mal en Wapa y Tinder las bolleras?
Podría hacer una genealogía del ligue en internet, estuve allí desde sus orígenes, a mediados de los 90: en las primeras herramientas de chateo de la red universitaria y los primeros canales del IRC (Internet Relay Chat) hispano. El tema daría para una tesis: la diferencia entre estas primeras salas de chat, hechas solo de líneas de texto, y las aplicaciones de la actualidad son abrumadoras. No, la imagen no humaniza. La imagen desprovista de discurso es mera publicidad, mera cosificación. Allí, en cambio, acontecía el discurso desprovisto de imagen; eran tiempos en los que parecía que la tecnología nos iba a permitir trascender nuestra identidad y nuestro aspecto, cuando internet era “un cuarto propio conectado”, parafraseando a Remedios Zafra, y no un bolsillo propio conectado. Acabaremos con los teléfonos implantados en la piel.
Más allá de la imagen, lo que más ha influido en el cambio es la interfaz y, con ella, el espacio-tiempo donde sucede la comunicación, la atención que se le presta. No es lo mismo escribir sentada delante de un teclado que escribir mientras se camina, escribir con cinco dedos que con uno, escribir en una línea de texto como esta en la que estoy elaborando este artículo, que en el ancho (el estrecho) de la pantalla de un smartphone. Escribir de la manera interrumpida que provocan estos dispositivos multirreclamo, que hacerlo como lo estoy haciendo ahora: dedicando un tiempo propio y concentrado. Así eran esas primeras salas de chat, y el intercambio y la conversación eran un objetivo en sí mismo. Además, aparte de las citas de a dos, se promovía el encuentro común y se organizaban quedadas de todas las usuarias del canal. Eso sí que era compartir las redes, socializar la compañía, desprivatizar el ligoteo. Recuerdo que una vez alguien trató de promover en Wapa algo parecido, y obviamente resultó un fracaso. Si no se han tejido previamente complicidades, confianza, interés y curiosidad real, o si quien convoca tiene la fama que tiene, ¿quién va a acudir?
Pero el tiempo ha transcurrido no solo para internet y sus aplicaciones. También ha transcurrido para nosotras. Mucho me temo que no es lo mismo tener 20 que 40 años. Es un prejuicio del que se habla poco: el ‘edadismo’. Judith Duportail, en la investigación sobre Tinder que acaba de publicar en el libro El algoritmo del amor, señala que el perfil más deseado es el de una mujer de 21 años. Da igual la edad del deseante. Ella indaga exclusivamente en las relaciones heterosexuales, y podríamos suponer que entre mujeres no operarían los mismos prejuicios o estereotipos. Tendemos a suponer que ser mujer, y más aún no heteronormativa, nos concede de facto ser feministas. Me atrevo a decir que incluso definirse como feminista no implica ni de lejos que nuestra práctica lo sea. Y menos en el último bastión del capitalismo: el terreno de las relaciones afectivas.
No pretendo confeccionar un inventario de agravios: holas rebotando en el vacío, perfiles que un día te cuentan su vida y al siguiente se han borrado, agresividad gratuita, exigencia o indiferencia, aburrimiento en ambos lados… Pero hay dos categorías que no dejan de asombrarme (y enervarme): las que buscan tríos (con un hombre, claro) y las que buscan “femeninas”. ¿No habíamos quedado, con Monique Wittig, en que las lesbianas no son mujeres? ¿Qué clase de integrismo es este? ¿También entre nosotras, las anormales, tenemos que infligirnos esta violencia?
En cuanto a los tríos, mantuve una reveladora conversación con una de estas mujeres: “¿Es una fantasía tuya o de tu pareja?”, le pregunté. Era de él. Ella en realidad lo que quería era estar con una mujer, pero no se atrevía, y de esta manera pensaba que podía complacer dos deseos a la vez: el suyo y el de su novio, o mejor en este orden, el de su novio y el suyo. Me pregunto si los perfiles que buscan entre lesbianas a mujeres para un trío con una pareja heterosexual, tienen algún éxito en su búsqueda. Y no me tengáis en cuenta lo simplista de las categorías. Ya sé que la identidad sexual es una línea continua y oscilante, ya sé que las categorías son odiosas, pero de alguna manera hay que hacer avanzar las frases.
Dicho esto, otra de mis conversaciones pedagógicas fue con un chico crossdresser. Me llamó la atención porque en mi inocencia pensé en su masculinidad deconstruida al vestirse de mujer y mostrarse en una app que se supone que es solo para mujeres. Me preguntó si me gustaban los chicos y contesté que no. Entonces, para mi perplejidad, afirmó que a él le gustaban las bolleras y comenzó a decirme obscenidades que incluían, cómo no, su miembro viril. Solo después de un rato me reconoció, no sé si por convencimiento o no, que lo que hacía era machista. No penséis que voy de educadora feminista por el ancho mar de las redes, pero en algún momento, y ante tanta reacción de desaparición o silencio, me ha apetecido poner palabras al alejamiento, poner oídos a lo que la otra persona, la que encaja dentro del estereotipo, tuviera a bien contarme. No creáis que no me produce una infinita pereza, la misma que escribir este artículo.
Pero no conozco a una sola mujer usuaria de Wapa que no eche pestes. Ni una sola. No se me ocurre otro fenómeno parecido. Echamos pestes de alguna cosa, y existen las alternativas. No en todos los casos existe una alternativa que lo reúna todo: ser anticonsumista, feminista, inclusiva, etc. Pero sí por lo menos alguna de ellas. Existe Telegram, existe Erika Lust, existen los supermercados cooperativos, existe la copa menstrual. ¿Qué alternativas existen al mundo de los contactos entre mujeres? Está claro, no podemos derrotar al enemigo con las armas del enemigo. ¿Deberíamos desarrollar nuestras propias aplicaciones? Quizá. Lo que en realidad deberíamos reinventar son las estrategias. Las estrategias y solo entonces las herramientas con las que llevarlas a cabo. Repensar para qué nos buscamos, para qué nos conocemos. Deconstruir sobre todo el deseo. Rehumanizarnos, rehumanizar la mirada.
Vivo en una ciudad de 700.000 habitantes y no hay bares de ambiente de mujeres. Ya no. Tampoco hay apenas mujeres que se conecten a estas redes. Hemos conformado un grupo de wasap, donde ya ya somos 130, pero cuando se proponen encuentros presenciales no acuden más que cinco o seis. Me pregunto insistentemente qué sucede. Me lo pregunto a mí y se lo pregunto a otras amigas que comparten mis vivencias. B. sostiene que las de más de 40 o están felizmente casadas o están tan hartas que se han retirado a su cueva. Y que el filtro de búsqueda se detiene en esa cifra: a sus amigas de menos de 40 les aparecen muchos más perfiles que a ella. Y volvemos a toparnos con el modelo, con el último bastión. Imagino el ecosistema bollero como una gigantesca pecera de donde solo se puede escapar cuando se consigue una pareja. No muy diferente del ecosistema hetero. No muy diferente del mundo normalizador en el que vivimos, por mucho que no queramos encajar en él. Hay peces que no encajan, o hay peces que no tienen más remedio que buscar pareja porque no hay otra alternativa visible. Una idea que me sobrevino al leer el imprescindible Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso, de Brigitte Vasallo, es precisamente que para conseguir desmontar la monogamia como obligación no basta con planteárselo, con quererlo, con detectar las imposiciones y las violencias que hemos mamado. No basta con decidir no reproducir más el modelo. Hacen falta otros modelos y que sean visibles. Hace falta construir alternativas que estén al alcance de la mano. Para mí, el poliamor trata de esto. Hacer posible la elección de otros mundos, más habitables y en realidad más humanos. Más mediados por la mirada y las manos, y menos por la máquina.
No soy capaz de comprender que nos tratemos con tanta falta de cuidado cuando media una aplicación. No sucede en la vida real, allí, o mejor dicho aquí, la sororidad, el apoyo y la delicadeza entre las mujeres no son una excepción. No sucedía tampoco en los 90, en los albores de internet, en las salas de IRC entre bolleras. Ser bollera no es ser una mujer que busca mujeres en una aplicación. Ser bollera implica un compromiso político, una ‘delicadeza’ acerca de nuestras prácticas, un cuestionamiento de lo imperante. La respuesta a la pregunta que encabeza este artículo es que las bolleras no están en las apps de bolleras. Salgamos entonces a las calles a buscarlas, a ponerlas en relación, a combatir la desolación con nuestras soledades compartidas, necesariamente compartidas. Y creemos un movimiento de guerrilla que rescate a las que aún quedan en un rincón de la pecera.