La burocracia, una maraña que envuelve la violencia machista

La burocracia, una maraña que envuelve la violencia machista

Nos queda mucho por entender de las violencias machistas, pero sobre todo nos sigue faltando una Administración que escuche de manera activa a sus supervivientes, que han identificado sobradamente cuáles son las fallas del sistema de protección, escribe la autora.

Imagen: Emma Gascó
20/11/2019
Ilustración de Emma Gascó para la portadilla de la sección En Red del número 6 de #PikaraEnPapel

Ilustración para la portadilla de la sección En Red del número 6 de #PikaraEnPapel

Me he cruzado con esa mirada ya unas cuantas veces. Cuando proyecto en algún foro sobre violencias machistas la entrevista a Pilar del Álamo, siempre hay alguna joven, alguna mujer madura, alguna anciana, a la que le empieza a temblar el labio, a la que se le humedecen los ojos mientras busca mi mirada y asiente, antes de abandonar la sala. Cuando vuelven, recompuestas, y una vez acabada la conferencia, me buscan para contarme que a ellas también, que ellas también, que si se pusiesen a contar no sabrían por dónde empezar ni si podrían acabar.

Este lunes 18 de noviembre volvió a ocurrir. En Granada, en una jornada organizada por su diputación sobre las redes de sororidad. Pilar volvía a resucitar en esa entrevista que nos dejó como testamento pocos meses antes de su muerte para explicar a las mujeres asistentes -sorpresa, apenas había un par de hombres- que ella sufrió violencia machista durante 30 años a manos de su marido, pero que ella no era dependiente, ni sumisa, ni “aguantaba”; que cada vez que huía con sus hijas e hijos a una casa de acogida eran ellas las que lo perdían todo –su trabajo y, en consecuencia, su independencia económica, su entorno, su colegio, su red familiar–; que terminaba volviendo porque se lo pedían sus criaturas, cansadas de ser seres errantes, o porque él amenazaba con hacer daño a sus padres; que tuvo siete hijos y ninguno fue planificado; que tener hijas e hijos fruto de violaciones te rompe, que las secuelas de la violencia sexual son las que más cuesta sanar… Y que su sueño era crear una red de apoyo para las mujeres víctimas de violencia machista porque las seguía viendo tan desamparadas como se había sentido ella décadas atrás. Un sueño que, como contamos en Pikara Magazine, materializaron tras su muerte pocos meses después de la entrevista sus compañeras de Muyeres en Llucha, el colectivo asturiano feminista obrero en el que militaba Pilar. Porque en este país, pese a los importantes avances y esfuerzos que se han llevado a cabo desde las políticas públicas y la Administración, las mujeres torturadas física y/o psicológicamente por parte de sus parejas y exparejas siguen encontrándose en situaciones de absoluta e inexplicable indefensión.

Víctimas de primera y de segunda

“Me van a perdonar que lo diga de manera tan franca, pero en este país hay víctimas de violencia de género de primera y de segunda”. No lo decía cualquiera. En una jornada organizada este mes de noviembre por Comisiones Obreras, una guardia civil resumió así la situación de las mujeres del medio rural y, en concreto, de la llamada España vaciada. Y las expertas que la escuchaban –fiscales, policías, juristas, funcionarias de prisiones….– asentían.

La Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, aprobada en 2004 por unanimidad -algo impensable hoy-, ha sido de las más atacada en la historia de la democracia española: el Tribunal Constitucional ha resuelto, favorablemente, las 125 cuestiones de inconstitucionalidad presentadas hasta el momento. Y aunque, como todo, es mejorable, se convirtió en un referente en la normativa internacional sobre las violencias machistas. Pero quince años después, muchos de sus artículos siguen sin aplicarse.

El primero, lo cual es muy significativo, está dedicado al sistema educativo y su función prioritaria de construir sociedades igualitarias: una ciudadanía que sepa resolver pacíficamente los conflictos y en los que sus integrantes identifiquen las violencias machistas y las combatan. Resulta obvio que no se ha desarrollado, más allá de la buena voluntad que pueda desplegar en este sentido parte del profesorado. Qué decir del segundo capítulo, en el que esta ley establece que los medios de comunicación deben defender la igualdad entre hombres y mujeres, los derechos humanos, la libertad y dignidad de las víctimas de violencia y de sus criaturas, y que recuerda que “se considerará ilícita la publicidad que utilice la imagen de la mujer con carácter vejatorio o discriminatorio”. Es decir, los pilares de la ley, destinados a la educación, la formación y la sensibilización y, por tanto, a la prevención, han quedado en el olvido. O, como lo define la fiscal de violencia de género de Valencia, Susana Gisbert, “la lucha contra la violencia de género se ha hipertrofiado en la parte jurídica, y atrofiado en el resto”. Y, como ella sostiene, cuando un caso llega a los tribunales lo que hacen “es gestionar el fracaso de todo lo anterior. Cuando [la ley] dice que la publicidad no será sexista parece que es un brindis al sol y cuando se dice que hay crear juzgados de violencia de género, se crean, pero ni siquiera así se hacen las cosas tal cual”. Gisbert se refiere a que en la mayoría de las ciudades y pueblos del Estado español no se han abierto juzgados específicos, sino que han sumado sus competencias a los ya existentes. Y en estos quince años, no se han aumentado los medios económicos y personales para afrontar estos casos, no se ha formado de manera obligatoria a todo su personal y sobre todo, salvo en las ciudades de Madrid, Valencia, Sevilla y Barcelona, no están operativos todos los días de la semana. “Que no te maltraten en sábado”, como tituló amargamente un artículo Gisbert.

La mayoría de las denuncias se producen durante los fines de semana porque es el momento en el que más tiempo conviven las parejas, pero, ante la falta de jueces y juezas de guardia en estos tribunales, a menudo ellas no pueden prestar declaración judicial hasta horas e, incluso, días después. Periodo en el que, además, el acusado permanece en el calabozo, uno de los argumentos que los grupos neomachistas utilizan como para alimentar la falacia de la violación de la presunción de inocencia: todo esto se evitaría con que siempre hubiese una jueza o juez de guardia en estas salas. En las ciudades, las comisarías suelen contar con una estancia donde las mujeres pueden declarar con intimidad, aunque no siempre las ponen a su disposición o respetan el ambiente de tranquilidad recomendable. En las zonas rurales, es habitual que las mujeres tengan que trasladarse a los cuartelillos de la Guardia Civil, donde sin atención especializada, tendrán a menudo que interponer la denuncia en medio del trasiego de los que, a menudo, además de agentes son sus vecinos o familiares.

Como contamos en PorTodas, el proyecto de investigación sobre los feminicidios de La Marea, hay casos en los que los propios agentes encargados de la protección de las denunciantes, como nos reconocieron en el caso de Hannan, no las creen. No las creen porque el sistema heteropatriarcal se sustenta en un imaginario según el cual algo habrán hecho las mujeres que sufren unas violencias que serían, además, resultado de los instintos -por tanto, incontrolables- de los agresores. Y aunque, como en el caso de Hannan, un juez había interpuesto una orden de alejamiento contra su maltratador, el policía responsable de su caso creía a su maltratador, “un actor de primera”, como me reconoció cinco años después de que este asesinase a la joven. No les creen porque los maltratadores suelen ser, además, personas amables en la calle e, incluso, presos ejemplares porque su violencia está enfocada en esa mujer a la que consideran de su propiedad.

Una vez que llega el momento de la vista judicial, sigue siendo habitual que las mujeres tengan que esperar en el pasillo junto a su presunto maltratador ante la falta, en la mayoría de los juzgados, de salas de espera independientes para ambos. Por eso, una de las acciones de algunos grupos de apoyo mutuo de supervivientes de violencia machista, como contamos en Pikara Magazine, es acompañar a las denunciantes no solo para que se sientan arropadas en un momento de máxima vulnerabilidad y tensión, sino también para algo tan básico como interponer sus cuerpos entre ambos y evitar así que pueda amedrentarla visual o verbalmente. En algunos juzgados, ante la presión de grupos feministas, han comprado biombos con este objetivo.

Uno de los aspectos en los que pusieron más ahínco algunos y algunas de las juristas que declararon en la comisión preparatoria para el Pacto de Estado contra la violencia de género fue que, una vez interpuesta, no se pudiese retirar la denuncia para que las mujeres no sean presionadas en este sentido por sus presuntos maltratadores y sus entornos, como ocurre a menudo en la actualidad. La recomendación fue desoída. El 70 por ciento de las condenas absolutorias de los supuestos maltratadores es resultado de la retirada de la denuncia.

La denuncia es solo el principio de un proceso judicial que las mujeres saben perfectamente que desatará aún una mayor virulencia en su maltratador. Y, aún así, cada vez son más las que denuncian y las que, por tanto, están confiando en que el Estado va a protegerlas en mayor o menor medida. En 2018, fueron 166.961 las denuncias presentadas, un 0,4 por ciento más que en el año anterior, según datos del Consejo General del Poder Judicial. Y siete de cada diez sentencias fueron condenatorias, un máximo histórico.

Pero para llegar hasta ahí, lo más difícil está por venir: a menudo son las mujeres las que tienen que abandonar el hogar familiar para ponerse a salvo ella y, en el caso de que tengan, a sus hijos e hijas. Incluso en los casos en los que se le reconozca una orden de alejamiento en el juicio exprés inicial es habitual que tengan que entregar semanalmente a los niños y niñas a su maltratador, con el consiguiente riesgo y estrés emocional. En los casos más graves, mientras se celebra el juicio penal –que puede tardar entre dos años en Euskadi y cuatro en Andalucía– las pocas a las que se les concede escolta serán de nuevo las que verán sacrificadas su libertad e intimidad. Son ellas las que tendrán que errar de oficina en oficina cargando con un fajo de papeles en los que se condensa su calvario para mendigar a la maquinaria burocrática ayudas para el alquiler, para el comedor de sus criaturas, para el banco de alimentos o el comedor social. Son ellas las que a veces pierden sus empleos porque sus contratadores se cansan de tener un acosador en la puerta del establecimiento o de sus ausencias para hacer frente a todo el proceso judicial y de despojo económico en el que se ven inmersas. Son ellas las que se enfrentan a órdenes de desahucio porque ellos dejan de pagar las pensiones o las hipotecas compartidas. Son ellas las que tienen que cargar con las secuelas de un estrés postraumático porque la Administración no ha destinado suficientes profesionales de la psicología. Son ellas las que, sin se trasladan a un centro de acogida, a menudo verá cómo las entidades que gestionan su supervivencia son religiosas o empresas que se lucran a cambio de su sufrimiento, como Clece, de Florentino Pérez, que lo mismo construye hidroeléctricas en Guatemala o dirige equipos de fútbol que gestiona recursos residenciales para mujeres maltratadas. “¿Acaso delegamos Hacienda o el Ejército en entidades privadas? En esto se ve que la violencia de género sigue sin ser considerada una cuestión de Estado”, sostiene Luz Martínez-Ten, secretaria de Mujer y Políticas Sociales de UGT.

Nos queda mucho por entender de las violencias machistas, pero sobre todo nos sigue faltando una Administración que escuche de manera activa a sus supervivientes, que han identificado sobradamente cuáles son las fallas del sistema de protección. No quieren más minutos de silencio por sus mártires, quieren un estruendoso paquete de medidas con sus correspondientes partidas presupuestarias que garanticen que serán liberadas de las violencias machistas no encerrándolas a ellas en una nueva tela de araña, ahora burocrática, sino cercándoles a ellos: legal, judicial y socialmente.

 

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