La ira, el odio, la rabia

La ira, el odio, la rabia

"Uno de estos economistas antipáticos llegó a declarar que prefería una economía desregulada sin democracia que una democracia con una economía controlada, aunque fuera levemente, por el Estado. ¿Eso no es odio? ¿Eso no es odio de clase? Ellos sí nos odian", escribe la autora.

Texto: Alicia Ramos
06/11/2019

En Estados Unidos sí que saben sacarle provecho a todo. Han hecho tantas películas sobre la guerra de Vietnam que al final da hasta la impresión de que la ganaron ellos. Aquí no andan tan espabilados. Si la Armada Invencible hubiera partido del puerto de Nueva York, ya habría un clásico en blanco y negro, un remake en color, una versión de Disney, tres videojuegos y un musical en la Gran Vía. Y Tarantino tendría una versión en la que Felipe II cruzara el Canal de la Mancha a nado. Pero aquí estrenas una película sobre un escritor un poco veleidoso en lo referente a sus afinidades políticas y los franquistas te revientan el acto. Ah, no, perdón, los nostálgicos. No se dice franquistas, se dice nostálgicos, que hay que explicarlo todo.

El crack del 29 y la Gran Depresión aquí serían temas tabú, pero en Estados Unidos un tipo escribió sobre los desastrosos efectos entre la clase trabajadora de Oklahoma —con ejecución hipotecaria incluida, injusta hasta decir basta— y se montó una historia coral en la que una familia se desplaza durante miles de kilómetros en una tartana quejumbrosa, no se sabe si persiguiendo un sueño o huyendo del hambre, o ambas cosas, para llegar a una fértil California en la que el exceso de oferta de mano de obra permite a los propietarios de las grandes explotaciones hortofrutícolas pagar cada vez menos a los jornaleros. Huelgas, esquiroles, intento de robo de fruta por parte de gente que se muere literalmente de hambre, pequeñas tragedias una detrás de otra van dibujando un panorama en el que es muy difícil no tomar partido por la clase trabajadora. Y la obra se llama, tachán, Las uvas de la ira. Pues hasta una película hicieron. Un clásico. En blanco y negro. El remake en color, la versión de Disney, los videojuegos y el musical todavía están pendientes, pero la película está ahí, existe y es un clásico. Traigo esta obra a colación porque la palabra “ira” no aparece gratuitamente en el título. La novela explica y justifica la ira que siente la clase trabajadora frente a un sistema bancario, hipotecario, judicial y finalmente laboral que hace imposible la mera supervivencia, que destruye el mundo que conocían para meterles en un laberinto que no tiene salida.

Yo era una tardoadolescente rarita y en los primeros años de la universidad me uní a un grupo en el que estudiábamos marxismo. Estudiábamos marxismo en sus textos. Recuerdo las obras completas de Lenin en una miríada de libros chiquititos en cuya contraportada aparecía Lenin leyendo un periódico en un silloncito que parecía ser muy cómodo. Un día mi hermana la pequeña me preguntó que quién era ese calvo. “Lenin”. “Ah”. Nos reuníamos luego en el grupo y debatíamos las ideas, cómo eran aplicables al momento que estábamos viviendo —aclaro, el momento en el que URSS se venía abajo con gran estrépito histórico— y me llamaba mucho la atención el concepto de “odio de clase”. En mi visión de la bibliografía marxista, el “odio de clase” era un concepto que iba difuminándose hasta desaparecer en los textos posteriores a la II Guerra Mundial. Nadie quería hablar de odio, nadie quería proponer una alternativa política, económica, ideológica, basada en el odio en un mundo horrorizado y ahíto de odio, porque el odio es malo por definición, es un puñal clavado en el pecho, dicen. El consenso posbélico era que había que cambiar el mundo desde el amor, en el descabellado supuesto de que hubiera que cambiarlo. El amor se convierte en la gran fuerza transformadora. Mientras tanto Estados Unidos y sus maltrechos aliados seguían imponiendo su amor en Corea, Guatemala, más tarde en Vietnam, a golpe de bombardero. Pero con mucho amor. Desde el cariño.

Tan censurable era el odio que, andando el tiempo, se creó una categoría de delito de odio. En principio se concibió y se desarrolló para proteger a los colectivos vulnerables, los más susceptibles de ser perseguidos por el hecho de ser quienes eran. Pero se ha pervertido tanto con el devenir de los años que ahora, en nuestro ordenamiento jurídico vigente y con todas las garantías que implica el Estado de Derecho, un nazi te puede denunciar por delito de odio. Sí, compañera. Desde la publicación en mayo de la circular 7/2019 sobre cómo debe ser interpretado el artículo 510 del Código Penal.

Pero yo era una criatura de fines del siglo XX y participaba del espíritu de mi tiempo, el principio de los 90, la New Age, la Era de Acuario ahí, a las puertas. Lo del odio de clase me chirriaba un poco. Pero no podía dejar de interesarme por ello.

La crisis del 73 fue el primer tropezón serio de la economía global desde el fin de la guerra, y, a pesar de otros pequeños traspiés, el capitalismo vivía aún en los 90 un espejismo de expansión y crecimiento perpetuos, al menos en el hemisferio norte, acentuados por el colapso del bloque soviético —¡tanto por comprar!— y los albores de una prometedora globalización. Eso me ponía muy difícil lo de compartir la idea del odio. Y cuando alguien iba a hablar de marxismo a un grupo de personas que mostraban un interés reciente por esa corriente de pensamiento a nadie se le ocurría mentar el odio. Odio caca. Amor bueno. Odio caca.

Pero ya había, desde un par de décadas después del fin de la guerra, otra revolución en marcha. Lenta pero inexorable. Un grupo de señores antipáticos que tenían en común el hecho de ser economistas, y antipáticos, y señores, montaron un conciliábulo internacional para impugnar el consenso en política económica del “mundo libre”. ¿Qué es eso de que el Estado provea a la gente de servicios? ¿Qué es eso de que haya garantías sociales? ¿Estamos gilipollas o qué? Gobernar en favor de la gente es trampa, lo suyo es hacerles la vida imposible.

Esa idea es el núcleo del pensamiento neoliberal, pero nunca lo explican así, claro. Te cuentan que el mercado se regula solo, que la gestión privada es más eficiente que la pública y que un Estado sobreprotector con la población disuade de emprender. Pero en realidad su intención era fastidiar a la gente. Bueno, no a toda la gente. Solo a la clase trabajadora. La prueba irrefutable es que los primeros lugares en los que pusieron en marcha sus ideas fueron los mercados del cono sur de América, arrasados por golpes de Estado sangrientos, crueles y despiadados. Encantados quedaron. Uno de estos economistas antipáticos llegó a declarar que prefería una economía desregulada sin democracia que una democracia con una economía controlada, aunque fuera levemente, por el Estado. ¿Eso no es odio? ¿Eso no es odio de clase? Ellos sí nos odian.

Y así pasaron mis años, mis décadas, de activismos varios: antimilitarismo, movimiento vecinal, ecologismo, derechos LGTBIQ+, siempre desde el amor como herramienta de transformación social y esquivando el odio de clase.

Y resulta que de repente me encuentro con esta eclosión del feminismo y puedo compartir las calles llenas de acera a acera con jaurías de mujeres jóvenes y menos jóvenes, de todos los orígenes, con el símbolo alquímico del cobre (tal vez el calcolítico fue la última oportunidad para la igualdad, al menos en Eurasia) pintado en violeta sobre las mejillas gritando consignas hasta quedar afónicas. Y todo desde la bendita “rabia feminista”. Este movimiento ha conseguido actualizar el concepto y ponerlo en su lugar. Era la rabia. Igual tradujimos mal a los clásicos del marxismo. Lo bien que nos hubiera venido la rabia de clase para enfrentarnos al avance del neoliberalismo y de la globalización capitalista en su momento. Porque esa rabia cohesiona y empuja, vertebra y electriza la lucha.

Hasta que se inventen un delito de rabia, claro.

 

 

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