Mis labores, nuestras labores
Alicia Murillo repasa cómo aprendió a coser, con Paquita, con Carmelita, con su abuela y con su madre. Y cómo las labores era para ella una forma de salir del cuerpo, le hacían sentir igual que sus primeras pajas.
A mi abuela, a mi madre y a mi hija,
como era en un principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.
Amén
—Pero da lah puntá shiquetita, miarma, y toa junta, que si no luego no’htá bonito.
Parece que la oigo, a mi abuela, sentada en el jardín junto a las demás. Yo en una silla de enea pequeñita que me compró, rodeada de mis viejas, que ahora son unas fotos junto a una vela, una herencia impagable de confianza en mí misma y muchos saberes.
Paquita era la vieja del croché. Paños para las mesas camilla de todo el barrio. Metros y metros de hilo enlazado, enredado, anudado con una aguja que corría a una velocidad fascinante. Era hipnótico, mis ojos no podían apartarse de la labor. Admiraba su capacidad matemática, su memoria, su concentración, su destreza, la maestría a la hora de mantener una conversación distendida o una pelea a gritos mientras la otra parte de su cerebro seguía contando (…cantando), sin perder la cuenta, el mantra: tres cadenetas, un punto bajo, uno medio, otro bajo y vuelta a empezar. Ciclos. Como los que cada año me llevaban al reencuentro con mi vestido de flamenca, siempre heredado, recosido, con el bajo ajustado, quitada la manga para que estuviera moderno. Ciclos, como los mensuales que me empezaron a los 13 llenando mi vientre de dolor. Ciclos…
Carmelita era la vieja de la costura. Perfectas las sisas de las chaquetas. Siempre quería enseñarme y yo siempre quería explicarle que no quería que me enseñaran, que lo que yo quería era aprender. Y aprendí, gracias a lo que ella hacía cuando no quería enseñarme cosas. ¡Mi Carmelita! Qué faltita me hace ahora que no está.
Mi madre también cosía, pero con corahe. “Me da corahe que se me enrede la canilla —decía—; me da corahe que tu abuela te haya comprado esta tela; me da corahe tener que coser todos los años los trajes de flamenca”. Y yo a su lado, hipnotizada otra vez, aprendiendo más que nunca porque mi madre nunca quiso enseñarme costura: lo que esperaba de mí era que hiciera deporte. Así que fue en ella donde encontré a la maestra perfecta de corte y confección: precisa y perfecta en su ejecución con corahe y carente de consejos. Yo recogía los trozos de tela que le sobraban y le hacía faldas a la Barbie que ella me compró con corahe. De vez en cuando me hablaba de su madre, mi abuela la del pueblo, y decía cosas como: “¡Eso sí que es coser!”. Y el mensaje confuso llegaba a mi cabeza, ese odiar el propio acto de coser y ese admirar el ajeno. El ser mujer. La cultura del ser mujer. Odiar quien eres, odiar tu herencia, querer otra cosa para tu hija y que te unan amorosamente los mismos hilos que odias a las generaciones anteriores. Cuando yo era pequeña pensaba que ser mujer era algo así como que tu hija te desilusione siendo una feminista de mierda, que no da una en los deportes y que quiere aprender a bordar.
Mi abuela Herminia fue bordadora en el convento de las Trinitarias de Sevilla. Era un hospicio para huérfanas y niñas descarriadas. Ella no era ni una cosa ni la otra, era sólo pobre, pero igualmente la secuestraron y la tuvieron trabajando en el taller de bordado blanco toda su adolescencia. Le cambiaron el nombre, la raparon, la dejaron analfabeta. Y cuando lo narraba no lo hacía con corahe. Ella decía: “Ya, hija, no me dehaban salí, pero comíamo to loh día, miarma”. Y mientras me lo contaba, me enseñaba a bordar rosas, hojas, punto de cruz, a hacer vainica…
—Se me ha liao to, agüela, mira.—. Y le daba la vuelta al bastidor, avergonzada, desesperada y yonqui de la aguja, sabiendo que no iba a poder soltarla hasta que no terminase mis iniciales en el pañuelo ese del patito.
Y mi abuela sin corahe y con infinita paciencia:
—Bueno, miarma, no pasa na’. Vamo a empesá otra ve.
En el colegio también me enseñaban a bordar. Y a orar, a pesar de que mi madre me matriculó en un centro público. Todas las mañanas rezábamos en pie el padrenuestro, el credo y un avemaría. Los jueves por la tarde se bordaba. Era mi día favorito de la semana. Las maestras franquistas debieron calar en mí bastante más de lo esperado porque hoy rezo y coso a diario, para decepción de mi madre.
Pero de todas las labores, la más prohibida, la más inalcanzable en mi vida fue el encaje de bolillos. Lo hacía una tía abuela mía del pueblo que, al igual que mi madre, nunca me quiso enseñar, así que supongo que yo habría sido una experta en este arte si la hubiera tenido cerca. Pero sólo la veía unos días en verano. El encaje de bolillos fue para mí la prueba fehaciente de que las viejas de los pueblos eran seres superiores al resto de los mortales. Poseían mentes con una visión genérica de la labor que se iba desarrollando poco a poco por fractales. El trabajo se materializaba a través de la coordinación e independencia cada uno de los diez dedos de las manos que se movían a una velocidad vertiginosa. Era imposible poder memorizar los movimientos, sobre todo si sólo se podía acceder a observarlos unas pocas semanas al año.
Droga dura para mi carácter místico. Las labores eran, son y serán la forma de salir del cuerpo, pero desde el cuerpo. “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos… amén”. Volar a donde siempre estuvimos y siempre estaremos las mujeres, aunque nos dé corahe. Hilar con vergüenza de hilar, bordar con la carga moral de bordar, porque todo eso nos debe dar corahe y no placer. Así que mis labores me hacían sentir igual que mis primeras pajas. Salir del cuerpo, pero desde el cuerpo, placer infinito, morir un poco, no estar, estar sólo conmigo. Culpa, por sentir placer en una acción que debería avergonzarme. Querer ser mujer en lugar de querer ser feminista. Culpa. Ser una decepción para tu padre y tu madre, que quieren que seas compositora y campeona de natación, cuando tú sólo quieres estar con tu abuela bordando y que te cuente cosas de las monjas.
Y pasaron los años y ahora soy yo quien desecha retales y mi hija quien los recoge. Intento ser imparcial, dar la misma educación al varón que a la hembra, pero se ve que no lo consigo, porque sólo la niña cose. Me pregunto qué expectativas estaré cargando sobre ella, en qué estará sintiendo que me falla. Y mientras que ambas lo descubrimos, hilamos juntas.
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