La mirada extranjera
El periodismo internacional funciona como mediador de otras culturas, nos ayuda a entender contextos diferentes a través de códigos que nos son desconocidos.
Una de las oportunidades más saludables que ofrece el ejercicio del periodismo es cambiar a menudo de escenarios y contextos, lo que te obliga a estar intelectualmente despierta para ser capaz de identificar e interpretar los actores, factores y dinámicas que dan lugar al hecho que pretendes narrar.
Es por eso que grandes agencias internacionales de noticias como France Press limitan los destinos de sus corresponsales a periodos de cinco años, salvo excepciones justificadas. Entienden que después de ese tiempo resulta difícil mantener la mirada fresca y espabilada desde la que contar lo importante de manera interesante y que nos invita a preguntarnos por cuestiones que terminamos por normalizar a fuerza de verlas.
Eso fue lo que descubrí recientemente gracias a una experiencia que recomiendo encarecidamente: trabajar como fixer, es decir, hacer de asistente a un o una periodista extranjera en un terreno en el que tienes cierto grado de especialización. Así, me encontré durante días acompañando a un colega francés que va a rodar un documental en Melilla, ciudad que él ya conocía de su etapa como corresponsal en España para una gran cadena, pero que gracias a contar con los medios necesarios, consideraba que su aterrizaje sería más provechoso si contaba con una periodista local. Me di cuenta de que su mirada menos habituada a lo que nos rodeaba le permitía observar aspectos que para mí se habían convertido en parte del paisaje, y plantearse preguntas y porqués para los que yo había asumido las primeras conclusiones a la que había llegado, convirtiéndolas en parte del relato que me había construido sobre la ciudad fronteriza. La mirada del extranjero me hizo redescubrir matices, dudas, incoherencias y grises que yo había ido borrando a fuerza de verlos. Ya sabemos que el cerebro tiende a crear artificialmente coherencia, unidad y certezas en lo que percibimos por pura economía energética y acomodamiento del raciocinio: la lógica es ese sofá que se amolda a nuestro cuerpo y del que cuantas más horas nos acoge en posturas insalubres, más veces nos tenemos que repetir “venga, levántate y anda”.
Había terminado, grosso modo, por asumir los relatos que más se amoldaban a mi cosmovisión y les guardaba lealtad porque no hay mayor apego que el que tenemos por las ideas que consideramos propias. La lupa de antropólogo desde la que miraba a su alrededor el colega francés me hizo darme cuenta de que yo me había convertido en un actor más del contexto melillense. Debía tomar distancia si quería seguir aportando algo distinto al periodismo local, igual de necesario, pero con distinta función, objetivos y población destinataria.
La colmena periodística
Hacer periodismo nunca fue un ejercicio individual. Para que una crónica sea escrita o grabada hace falta una colectividad, aunque al final sólo la firme una persona, cuyo trabajo se asemeja más a la dirección de un proyecto que a la escritura en solitario de una novela de ficción.
Más si cabe cuando se trata de periodismo internacional, mucho más cuando se trata de un viaje de más o menos duración a determinado destino.
El periodismo internacional es un ejercicio de traducción de los hechos narrados a la idiosincrasia, cultura y contextos de nuestras audiencias o comunidades. Por eso, la gente que migra a otros países sigue leyendo sus periódicos o viendo los informativos de sus países de origen durante años, a veces incluso para saber qué ocurre en su nuevo territorio de residencia. Porque le explican lo que ocurre desde los conocimientos que han ido adquiriendo a lo largo de años. Por eso, la ciudadanía en general se sigue informando de lo que ocurre en términos internacionales en las secciones dedicadas a ello, en lugar de a través de los medios locales de los países que les interesan, a sabiendas de que sus informaciones estarán más apegadas a los hechos, con mayor profundidad y detalle. Pero carentes del puente, del canal en el que se convierte el o la corresponsal o enviada especial.
Sin embargo, para el o la periodista que se dispone a viajar a un país para contar una historia, el proceso es a la inversa. Si lleva años cubriéndolo, con mayor o menor intensidad, el seguimiento de sus medios locales será parte de su rutina diaria de repaso de la prensa. A esas alturas, ya conocerá al dedillo el trabajo de colegas locales que ofrezcan calidad, habrá establecido contacto y, a ser posible, habrá quedado con ellos y ellas para conversar y aprender de su conocimiento. Habrá sentido el pudor de ser consciente de que lo que él o ella pueda contar, ya lo habrán hecho antes y mejor sus admirados colegas locales y, si es inteligente, lo asumirá como parte de la atribución diferenciada –y complementaria– de funciones sociales.
Antes de su aterrizaje –más o menos de paracaidista, como se le suele llamar en el argot periodístico–, ya habrá tejido desde el país de origen una red de contactos, entrevistas y encuentros destinados a sumergirse en esa realidad que deberá conocer con la aspiración de adquirir conocimientos como para escribir un libro a sabiendas de que ningún libro debe ser escrito tras haber pasado apenas unos días o semanas en un lugar ajeno.
Una vez escuchado y conversado con todas estas personas durante horas, ya habrá constatado la diversidad de puntos de vista sobre un mismo hecho y las incongruencias o brechas de cada uno de los relatos, porque somos lo que nos contamos de manera parcelada. Habremos encontrado semejanzas con otros contextos, lejanos físicamente, paralelos en los términos que el neoliberalismo, el extractivismo y el neocolonialismo han implantado en todo el mundo. Y habremos desechado varias de las hipótesis con las que habíamos llegado, otras cuantas de las que abrazamos a lo largo de las primeras entrevistas y convencido de que la última es la mejor. Hasta ese momento.
Y para todo ello, habrá hecho falta un profuso proceso de documentación previa, de observación e indagación sobre el terreno, de tiempos de silencio en los que pensar –sí, pensar, para lo que hace falta miradas al infinito en blanco, reflexiones fantasiosas en duermevela y silencios frente a un teclado que se nos dibuja indomable–; habremos vuelto sobre las notas, algunas de las cuales se nos antojarán ahora naifs y pretenciosas y, otras, frescas y afiladas. Y finalmente, hará falta hacer un repaso sobre la prensa de nuestro país de origen para reconectar con la realidad de quienes nos van a leer para aterrizar todo lo observado en unos códigos que sean los suyos –que son también los nuestros, por mucho que a veces sucumbamos a la tentación de sentir que esas nuevas palabras que hemos incorporado a nuestro vocabulario forman parte de nuestra cosmogonía o que esa vestimenta con la que nos hemos mimetizado nos inserta en su árbol genealógico –. Y todo ello, pugnando con nuestra psique por huir de la exotización, de los esencialismos, de crear reglas donde sólo hay hechos… Nada de esto sería posible sin el caleidoscopio de la suma de miradas, interpretaciones y análisis de la colmena.
Por eso el periodismo internacional –esa sección en la que se engloban las corresponsalías y los reportajes enviados mayoritariamente por freelance– es más necesario que nunca. Porque nos ayuda a entender contextos aparentemente lejanos física y culturalmente gracias a su papel de mediación, en un momento en el que cada vez tenemos menos tiempo para informarnos, y para vivir en general.
Eso no es óbice para que las voces locales deban tener cada vez un mayor protagonismo en las informaciones internacionales, como sujetos activos con altavoces propios desde los que poder difundir sus propias lecturas e interpretaciones. O que los y las periodistas locales hagan reportajes en profundidad con aspiración global, algo cada vez más habitual y que en casos paradigmáticos como el del periódico salvadoreño El Faro o el colectivo mexicano Periodistas de A Pie, se han convertido en referentes del mejor reporterismo glocal en español.
Y aún así, precisamente lo son porque a menudo abordan trabajos transfronterizos en los que nos permiten acompañar a las personas protagonistas de sus informaciones a lo largo de distintos territorios y durante periodos largos de tiempo. Procesos en los que todos terminan, terminamos, convertidos en extranjeros y extranjeras, ese extraño estado de gracia en el que para desentrañar la vida nos frustra contar tan sólo con cinco sentidos. De la capacidad del o la periodista internacional de mostrarnos esta complejidad con la liviandad del que siembra comprensión, dependerá que la interioricemos como el respirar, sin atender a todas las conversiones (véase traducciones) que, en este caso, convierten el aire en CO2. O a Melilla en un polvorín encapsulado como laboratorio europeo.
NOTA DE LAS EDITORAS
Una incomodidad necesaria
Por June Fernández
Las coordinadoras de Pikara Magazine llevamos un tiempo dándole vueltas a cómo enfocar los contenidos que publicamos sobre países distintos al Estado español. Como periodistas, nos resulta difícil renegar del periodismo internacional como especialidad que nos ha nutrido y que hemos practicado.
Además, el hecho de que en Pikara Magazine hayan sido en su mayoría periodistas freelance del Estado español quienes han escrito sobre otros países tiene que ver con nuestra propia historia y contexto: nacemos en un momento de crisis-estafa que afecta por partida doble al sector de la prensa y que hace que para muchas colegas la única vía para seguir ejerciendo sea emigrar a otros países o compaginar un empleo en otro sector con viajes periodísticos en su tiempo libre.
Como feministas interseccionales, en cambio, no podemos obviar las críticas que voces decoloniales hacen del papel de las y los “blanquitos” que viajamos a países del Sur global a contar lo que ahí está pasando. Hemos compartido esas inquietudes con los compañeros de Altaïr Magazine, una revista especializada en crónicas de viajes cuya dirección también se plantea si acaso no es problemático pensar que podemos “traducir” otras realidades sin que nuestra traducción esté sesgada por nuestros propios prejucios y por las narrativas coloniales con las que hemos crecido.
En 2018, una nueva publicación digital colombiana, Revista Marea, se puso en contacto con nosotras y su planteamiento nos interpeló. Dicen en su declaración de principios: “Revista Marea tiene como fin fundamental no promover lo que se ha denomidado ‘despojo epistémico’, por lo cual sus aportes harán parte de esta plataforma siempre y cuando no estén dedicados a escribir sobre las y los denominados ‘subalternos’ desde un lugar de privilegio”. Leyéndolas nos preguntamos si el hecho de que una periodista española blanca viaje a una excolonia sin necesidad de visado y sin topar con racismo institucional o social alguno a contar las injusticias que ahí viven sus gentes es periodismo con enfoque de derechos humanos o es despojo epistémico. Tal vez sea un poco de las dos cosas.
No tenemos ese debate resuelto, pero esta incomodidad productiva nos ha llevado al menos a ser más escrupulosas con los reportajes internacionales que publicamos. Cada vez nos incomoda más cuando un o una periodista freelance nos manda un email diciéndonos que ha estado una semana en Turquía y que nos propone un reportaje sobre “la realidad de la mujer en ese país tan patriarcal”. Para aceptar una propuesta de periodismo internacional, hemos decidido priorizar aquellas que cuestionen los imaginarios racistas y coloniales, y las narrativas manidas y convencionales, aquellas que pongan en foco en las resistencias feministas en esos contextos y que nos aporten aprendizajes a las feministas del nuestro. Aunque no cerramos la puerta a periodistas freelance y expatriadas, nos parece igualmente importante estrechar lazos con medios y periodistas locales, como hemos hecho en el proyecto Defensoras, o explorando colaboraciones con medios feministas latinoamericanos como Revista Amazonas o la propia Revista Marea.
En un contexto de globalización, este debate es especialmente complejo. Pikara Magazine se edita desde Bilbao, casi todas sus colaboradoras habituales son del Estado español y también lo son sus suscriptoras. Sin embargo, el 40 por ciento de nuestro tráfico web procede de otros países y, sobre todo, de Abya Yala. ¿Para quién escribimos entonces? ¿Y quién va a leernos finalmente? ¿Qué buscan en nosotras quienes nos leen desde el otro lado del charco y qué encuentran? ¿Es posible publicar contenidos que tengan sentido en contextos tan dispares? Seguimos rumiando.