Memoria histórica y oral: charla con la abuela entre cebollas
"Siempre he pensado que es una especie única, esas mujeres que han sostenido la historia, que han aguantado carros y carretas y que a sus ochenta años siguen pelando cebollas cada mañana a la misma hora sin parpadear ni titubear siquiera". La autora tiene una conversación con su abuela mientras pelan cebollas.
La mañana era linda y el sol estaba bien arribita. Mi abuela, como siempre, se había levantado antes de las diez y ya había medio planteao la comida, los avíos de un buen puchero puestos sobre la encimera de la mesa avisaba de que iba a ser mañana de ajetreo. Me cogí mi taza de café, me senté y me puse a mirar a mi abuela mientras pelaba cebolla, esa imagen era casa, olor a infancia, a cariño y, sobre todo, a mi sur.
María, niña, ¿qué hace falta de comprar? , decía mi abuelo mientras se colocaba el sombrero; cada mañana, a la misma hora de siempre, salía con aquella lista que mi abuela le había preparado detalladamente. Y así me crié durante años de mi vida, con mis abuelos jubilados y sin hablar de cosas jondas (como el cante flamenco), y cuando digo jondas, me refiero a profundas en el más estricto sentido de lo político y de lo social. Sin embargo, yo hacía tiempo que le venía dando vueltas a aquello, y tras cuatro sorbos de cafés y una buena tostá con tomate, me puse a pelar cebollas.
Abuela, dime, ¿cómo fue aquello de que la tía Ana se quedó sin marido tan joven?, dije mientras lloriqueaba por el escozor de aquella cebolla con mala guasa. Pues, eso, ya te lo he dicho mil veces, su marido tuvo que huir campo a través porque lo iban a matar, cosas de la guerra, niña, cosas de la guerra. Contestaba malhumorada por despistarla de sus quehaceres, aunque si se le tiraba de la lengua un poquitín más, se soltaba pese a hacerlo a regañadientes. La pobre se quedó sin su amor bien joven, era más buena que el pan… Luego descubrimos que él pudo llegar a Francia y que vivió muchos años más. La tía Ana fue fuerte, era una mujer noble y valiente, lo pasamos muy mal al principio. Un día la llevaron al centro del pueblo para raparla y echarle aceite de ricino porque había estado casada con un comunista.
Para ella, todo aquello lejano era normal, algo con lo que había convivido toda su vida de juventud y madurez, ni siquiera había llegado a pensar por qué fue esto y lo otro, por qué tanta gente tuvo que huir y por qué ella a sus años no sabía nada, completamente despolitizada. Conseguí poco menos que sacarle unas preguntas seguidas sin interrupción sobre su crianza en su pueblo, Calañas (Huelva), durante la Guerra Civil:
— ¿Se notó la guerra en Calañas?
— Yo era muy chica. Me acuerdo que una vez íbamos Eugenia y yo, ya sabes que Eugenia es como una hermana para mí, andando cerca del cuartel. Y nos encontramos una manifestación con mucha gente con el puño cerrado, y decían algo así como U-H-P, nosotras no sabíamos lo que significaba aquello. Y nos metimos dentro del barullo hasta que la hermana de Eugenia nos vio y nos quitó de en medio rápido.
— ¿U.H.P.?
— Sí, no me acuerdo bien, gritaban algo así. Los del puño cerrado eran los comunistas, ¿no? Yo no sé, yo no sé qué fue aquello. Es una de las cosas que más me acuerdo si pienso en esos años de la guerra, yo era muy chica.
— Uníos Hermanos Proletarios, eso significaban esas siglas, abuela.
— Pues eso.
— En tu casa no hubo hambre, ¿no?
— No, mi madre tenía una carnicería en la plaza, ella era la que vendía. Y mi padre todo el día en el campo, con los cochinos y la huerta. Venía mucha gente a comer a mi casa, mi madre le dio a muchas familias que venían a pedir, pasaban hambre. Me acuerdo de que cocinaba puchero, cocido, lentejas…
— Me han contado que tu padre era alcohólico, ¿es eso cierto?
— Mi padre bebía mucho, eso sí. Pero nadie puede decir que no fue un gran trabajador, traía de todo: frutas, chivos, leche…
— Dicen que la abuela Pepa, tu madre, era muy trabajadora.
— ¡Y mi padre! ¡Esto es grande!
— No digo lo contrario, no te sofoques.
— No, no. Me acuerdo de que yo llevaba morcilla a escondidas para que me la cambiaran por pan. Claro que ahí era yo más mayorcita. Había una cartilla de racionamiento, te daban lo que te pertenecía, pero claro, al llevarles yo carne, me echaban pan de más. Nosotros no pasamos hambre, gracias a Dios. Mi madre ponía un buen cocido con tocino y de todo.
Siguió pelando cebolla, ella tan pequeñita encima de la silla con todas sus verduras. Pilar fundamental de los cuidados de su casa, heredera de todos los artes caseros: coser, cocinar, limpiar, pintar sus propias colchas y cuadros, etc… Me provocaba tanta admiración que siempre he pensado que es una especie única, esas mujeres que han sostenido la historia, que han aguantado carros y carretas y que a sus ochenta años siguen pelando cebollas cada mañana a la misma hora sin parpadear ni titubear siquiera.
Justificaba lo injustificable y explicaba lo inexplicable, claro que había sido criada justo para eso, bajo el yugo patriarcal de una sociedad franquista que no pudo ni buscar a sus muertos. En aquel día, aquel magnífico día, corría rápido el reloj, o al menos esa fue mi sensación. Me sentí atrapada por el minutero y quise aprovechar al máximo, porque ella estaba allí, de carne y hueso, y esa memoria viva y oral enfrente de mis ojos representaba a muchas mujeres españolas.
Mi abuelo ya se había marchado para la plaza y la olla comenzaba a desprender un olor agradable. El apio marcaba la diferencia.
María, mi abuela, había nacido en el 31 y había sido criada en el Andévalo, un sitio no muy azotado por la guerra pero que también notó el hambre y la miseria de aquella España perdida. A mi abuelo, ferroviario y originario de Linares, lo destinaron a aquella parte de Andalucía siendo un chavalín de época, y fue allí donde quedó prendado de los encantos de una calañesa emprendedora, una mujer de los 50 que había decidido luchar por su autonomía, la poca que le dejaron y la poca que se dejaba.
— 62 llevamos juntos tu abuelo y yo, ni más ni menos.
— Mucho tiempo.
— Sí, la vida pasa, eso es así. No podemos hacer nada, ¿entiendes?
— Has hecho muchas cosas, abuela.
— Hombre, claro. Me acuerdo de cuando me fui a Huelva a estudiar peluquería. Entonces la gente no estudiaba como ahora, antes era bien diferente.
— ¿Te fuiste a Huelva a aprender un año?
— No me acuerdo, hija, las cosas se van olvidando. Creo que sí, un año más o menos.
— Y después fue cuando montaste la peluquería, ¿no?
— Sí, eso es.
— ¿Cuántos años tenías?
— No me acuerdo, hija, de verdad.
— ¿Con 19 años?
— Creo que sí, más o menos. Lo que me acuerdo es que me llevé a toda la clientela del pueblo, porque, claro, la que había en Calañas era una peluquera muy antigua. Y yo empecé a peinar de forma diferente, peinados modernos para la época y por eso la peluquería siempre la tenía llena.
— Y no pudiste seguir, ¿no?
— Claro, cuando me casé le pasé el negocio a la tita Anita, las cosas. Pero me iba muy bien.
— ¿Después de casada no quisiste intentarlo de nuevo?
— ¡Es que entonces era distinto! Ya las cosas se complicaron y ya no fue posible.
— Os conocisteis el abuelo y tú en una estación, ¿fue así?
— En la estación de Huelva. Él me vio subirme al tren y se enamoró de mí. Así fue.
— ¿Te dijo algo en ese momento?
— Qué va, él me vio y luego preguntó por ahí por mí, hasta que supo quién era yo y dónde vivía.
— ¿Cómo consiguió hablar contigo?
— Me acompañaba a mi casa cuando me veía por ahí, aprovechaba las oportunidades.
— ¿No te diste más besos con otros hombres, abuela?
— Nada menos que eso, pues claro que no. Sin ser un novio formal, eso no estaba bien hacerlo. Otros tiempos, niña, otros tiempos. Incluso me acuerdo de una vez que dando un paseo, el abuelo me tendió la mano para ayudarme a subir un escalón y le metí un manotazo. Y era lo normal.
— Supongo.
— Mira, recuerdo que llegó la feria. Yo tenía el pelo muy largo, pero me lo corté aquel verano muy cortito. En aquel mes se murió un tío mío y mi madre no quería que fuéramos a la feria, antes los lutos eran así, pero mi padre se enfadó con mi madre, decía que éramos muy jóvenes y que teníamos que ir a divertirnos. Y fuimos, claro, pero el abuelo no me encontraba porque no me reconocía con el nuevo pelado, hasta que por fin nos vimos.
— ¿Os besasteis en la feria?
— ¡Qué no, hombre, qué no! ¡Pero qué besar ni besar ni leches!
— No te enfades, abuela.
— ¡Sí, me enfado! Porque antes no eran las cosas así y ya está. Mira, si yo hubiera vivido en esta época, seguramente haría las mismas cosas que tú, pero la mujer de antes no es la mujer de hoy.
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