El cuarto de costura
El sonido de la máquina de coser de su madre inundó la infancia de Ana Belén Herrera, que al leer el especial #TejerSinPatrón del número 6 de #PikaraEnPapel, decidió evocar en este texto.
La de mi madre era una Refley Industrial. Verde, metálica, poderosa, con un motor de sonido vibrante que llenaba hasta el último rincón de la casa cuando estaba en marcha. Se abría paso a gran velocidad entre las piezas de tela, que iban tomando forma al son de parpadeo de aguja, ahora uniendo una manga a la sisa, ahora pespunteando un bajo o bordeando un ojal. Mansa, se dejaba guiar por mi madre, que dictaba con agilidad sus movimientos, con las manos pegadas a la ropa y los pies marcando el ritmo con el pedal. Como un animal mitológico futurista, no se sabía dónde acababa la mujer y empezaba la máquina de coser.
Mi hermana y yo pasábamos mucho tiempo en el cuarto de costura. Mientras mi madre trabajaba, nosotras le contábamos nuestro día o nos poníamos a hacer los deberes sentadas en la cama, frente a mi madre y la máquina. A veces le ayudábamos dándole la vuelta a cilindros de tela recién cosidos con una aguja de tejer. Cuando llegaba de trabajar, mi padre cogía otra aguja de tejer y se nos unía a poner del derecho los cilindros. A veces se armaba de un bolígrafo e iba recogiendo en un cuaderno las letras a mis abuelos que mi madre le cantaba: “Queridos papas, espero que al recibo de esta estéis bien”. Al final, mi hermana y yo añadíamos un párrafo a la carta con nuestra letra. Así pasábamos las tardes, entre bobinas de hilo y trozos multicolores de tela, hasta que se hacía de noche y mi madre cambiaba la máquina de coser por las cacerolas de la cena.
Mi madre es del mismo pueblo de Jaén que mi padre. Tiene dos hermanos que accedieron a estudios superiores gracias a grandes esfuerzos de mis abuelos. Siendo mujer, a mi madre le tocó la máquina de coser como formación, a pesar de encantarle el colegio, que tuvo que dejar antes de tiempo. Estuvo trabajando en un taller de costura hasta que se casó. Entonces mi madre se trasladó con mi padre a Barcelona. Allí siguió cosiendo durante años, en casa, para distintas marcas de textil. Yo recuerdo sobre todo Prenatal, la firma de ropa para niños. Eran los años 80. A principios de los 90 los precios del trabajo en el textil bajaron y la precariedad se hizo inaceptable, así que mi madre dejó de trabajar, aunque no abandonó la costura.
Además de coser de forma impecable, mi madre tiene mucho arte en el diseño y patronaje. A mi hermana y a mí siempre nos ha hecho un montón de ropa, además de los preciosos trajes que confeccionaba para ella misma. Cuando era pequeña, no me gustaba demasiado llevar la ropa que me hacía mi madre, porque aunque seguía los cortes a la moda, no llevaba las populares marcas que exhibían las prendas de mis compañeras de colegio (¡ay la educación capitalista!). Cuando fui más mayor se me quitó la tontería y estaba encantada de tener a mi modista personal. Le proponía diseños y juntas íbamos a elegir las telas. Luego mi madre dibujaba el patrón a carboncillo en papel de seda y se ponía a cortar y a hilvanar. Yo me probaba la pieza y protestaba porque quería la blusa más estrecha o la falda más corta. Al final llegábamos a un acuerdo y yo esperaba con impaciencia a que su creación estuviera terminada para presumir delante de mis amigas: “¿Te gusta?, gracias, me lo ha hecho mi madre”.
Intenté aprender a coser cuando tenía doce o trece años. Me apunté a un taller de corte y confección con mi mejor amiga, pero no le puse mucho interés y después de hacerme un chaleco torcido a conjunto con una falda que me estaba pequeña lo dejé. En esa época no me llamaba la atención un oficio que, aunque glamuroso cuando se lo apropiaban los hombres, en manos de una mujer carecía de reconocimiento. Hace tiempo que me arrepentí de no seguir aprendiendo. Ahora las cosas han cambiado (un poco), los oficios artesanos se están revalorizando frente a la gran industria del consumo de usar y tirar, y cada vez hay más mujeres que se miden con los «grandes modistos». Quién sabe, quizás me hubiera ganado mejor la vida relevando a mi madre al dedal que como economista renegada («niña, estudia económicas que tiene muchas salidas») o editora temporal.
Mi madre ya no cose mucho. Desde hace años tiene lo que se llama «codo de tenista». Es una lesión dolorosa que se produce por posturas repetitivas del antebrazo. A pesar de que el nombre hace alusión a un deporte de élite, es una lesión muy común entre las costureras, por la posición de los brazos en la máquina de coser, y entre las amas de casa y limpiadoras, por gestos como el de escurrir una fregona. De vez en cuando sigue haciéndose algún traje o nos arregla la ropa a mi hermana y a mí. Por mi parte, puedo hacer un bajo decente a los pantalones o fruncir de forma discreta un roto. No me gusta la moda pero me gusta vestir bien, a mi forma, así como sé valorar un buen corte en una prenda y huyo de las telas de mala calidad.
La máquina de coser de mi madre sigue allí, en el cuarto de costura, replegada en sí misma como un caracol, bajo su mesa de madera. Espera paciente ese momento que ocurre cada vez menos, cuando mi madre la saca a la superficie, se sienta ante ella y otra vez son una.
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