La superbola de la Super Bowl ‘latina’ y ‘feminista’
A Irantzu Varela le encantan Shakira y JLo, desde los 90, cuando eran otras. Tras ver el intermedio de la Super Bowl escribe: "No me vengáis con que se desnudan porque quieren, menean el culo porque quieren, y hacen con su cuerpo lo que quieren".
Antes de nada, tengo que aclarar dos cosas.
La primera es que soy fan de las dos. De JLo y de Shakira. Pero no fan en plan que me vengo arriba cuando las ponen a las tantas en un garito, mientras estamos de akelarre y borrachas (que también). Soy fan de que me sé las canciones, me veo los videoclips y me aprendo las coreografías. Y las ejecuto. No solo cuando las ponen a las tantas en un garito, mientras estamos de akelarre y borrachas. Si no que las bailo como si me estuviera haciendo un directo de Instagram (con el filtro “Licuar”, claro) mientras me ducho y elijo lo que ponerme lo días que hay farra, que -como sabéis- es uno de los principales rituales que celebramos en la vida las que no tenemos fiestas de guardar.
La otra es que soy tan latina como lo puede ser una de Basauri, hija de una sardinera de Zierbana y un obrero hijo de gallego y riojana. Que podríais creer que es como no ser nada latina, pero depende de quién lo defina. Pregúntale a un gringo de Kansas, y verás cómo piensa que, con mi culo y mi castellano, soy la prima feminazi de Paulina de la Mora.
Que quede muy claro que, a mí, el show del intermedio de la Super Bowl me gustó. Porque esas dos señoras divinas cantan y bailan que lo flipas, porque había mucho curro detrás, porque el trabajo de realización fue impecable y porque a mí me pones señoras con brilli brilli, lentejuela, polipiel y música bailonga y me tienes comprada. Pero algo me chirriaba desde el principio.
Cuando empezó a gustarme Shakira, ella era una cantautora colombiana, que componía y cantaba en castellano sobre los políticos ladrones, los curas asesinos y los cantantes cocainómanos (o viceversa). Morena y de ojos oscuros, solía vestir de negro, mucho cuero y mucha manga larga. Llevó rastas un tiempo.
Cuando empezó a gustarme Jennifer López, ella era una cantante y actriz neoyorquina de origen puertorriqueño y hacía de nativa norteamericana peligrosa, en una película de Oliver Stone. Morena y de ojos oscuros, llevaba un vestido rojo glorioso. Compartimos fecha de cumpleaños.
Eran finales de los 90 y ya ninguna de las tres somos la misma. Son dos décadas de bailoteos, canturreos, karaokes y juergas juntas, aunque ellas no se hayan enterado, claro.
Total, que en el intermedio de la Super Bowl del otro día, salen las dos, primero de una en una, y luego juntas. Bailan como ellas saben, cantan sus temazos más famosos y despliegan cuerpazo y melena. Y empieza el problema.
La transformación a la que han tenido que someterse estas dos mujeres para responder a las demandas de la industria musical nos parecería atroz, si no fuera porque son dos mujeres sometiéndose a una transformación para responder a las demandas de la industria heteropatriarcal, racista y capitalista.
Estas dos “bombas latinas” (menudo cliché de mierda) han tenido que ir dejando de ser ellas mismas (o lo que eran a finales de los 90, cuando todas éramos más auténticas) a medida que han ido convirtiéndose en productos exitosos (o viceversa). Y así, han completado los 5 Pasos Para Convertirte En Una Estrella Latina, también conocidos (aunque me los acabe de inventar) como Rubias de Bote Moviendo el Culo De Sangre Caliente Medio en Bolas con Sororidad de Palo.
Rubias de bote
Que todo bien, ¿eh? Que cada una se pone el pelo del color que le deje su peluquera. Pero es muy llamativo que las dos hayan ido abandonando su pelo oscuro según han ido creciendo en éxito. O para hacerlo. Y estaréis pensando que en qué cosas me fijo, que qué insignificancia, pero te digo yo que me he visto el vídeo varias veces y que —ni de palo te dejo que me intentes convencer de que es una casualidad— absolutamente todas las bailarinas que las acompañan tienen el pelo negro.
Y, llamadme pirada —pero entonces no volváis a analizar nada simbólico—, a mí me parece una construcción del doble cliché femenino latino que está dispuesto a tolerar el stablishment gringo: las latinas del montón (las morenas), que se parecen, son intercambiables, ocupan posiciones subalternas, hacen trabajos no cualificados y no molestan. Y luego, las latinas triunfadoras (las rubias), con sus curvas suaves y sus “hola, Miami”, y sus “gracias”, y su inglés perfecto, y sus maridos millo-depor-narios, a las que quieren parecerse las que no molestan.
Moviendo el culo
Como si todas las mujeres de sangre (o alma) latina (qué significará eso, por cierto) tuvieran un resorte al final de la espalda que, al sonar la música, salta. Como la hawaiana que venden en las gasolineras para poner en la guantera. “Que sí, Shakira, que te dejamos cantar un par de tus canciones, tocar la guitarra, y la batería, que se vea que eres música, pero menea ese culo. Aunque no lo tengas asegurado, como la Jenni”. Vete a saber si esa historia será verdad. Pero imagínate lo que debes pensar de ti, si sientes que lo más valioso que tienes es tu culo, hasta el punto de llegártelo a tasar.
De sangre caliente
Aunque haga falta microondas. La hipersexualización de las mujeres atraviesa el planeta y hace que todas encarnemos (o no) el deseo masculino heterosexual, y que nuestra autoestima se construya en torno a la medida en que respondemos (o no) a sus demandas. Si tienes una profesión que implique una cierta visibilidad, esta demanda se dispara. Si eres cantante, se esperará de ti que seas una señora que está buena y baila. O estás “buena” (o sea, delgada) o serás señalada como la señora que triunfó “a pesar de” su cuerpo. (Podríamos llamarlo el “síndrome Adele”, pero ya no vale, que ha adelgazado).
Porque El Cuerpo es lo único importante que todas tenemos. Porque Jenni y Shaki cantan y bailan y componen y ensayan y ganan una pasta. Pero tienen que tener un cuerpo “perfecto”. Es decir, que responda al deseo heterosexual masculino medio. Y que se mueva y se encorve y se contorsione y performe como si sólo existiera para eso. Pensad en cualquier hombre, bailando, bajando por una barra o retorciéndose por el suelo como ellas lo hicieron. Es raro, ¿no? Qué va. Es heteropatriarcado.
Medio en bolas
Tampoco supera el test patriarcal básico “¿sería raro si lo hiciera un tío?” el vestuario. Que me gusta una tachuela, sobre todo si es de Versace, y un fleco y un traje de cabaretera. Pero si es un traje. No un disfraz de señora desnuda que baila con un tío en chándal. O con un tío vestido de astronauta. O de lo que fueran vestidos los hombres que bailaban con ellas.
No seré yo la que se queje de que las señoras divinas bailen (casi) desnudas. No seré yo la que se queje de que ninguna señora baile como lo desee y se desnude donde quiera. Pero no puedo evitar encontrar algo perverso en que los diseñadores tengan que hacer malabares para ver cómo hacen que una mujer que trabaja cantando se cambie de ropa tantas veces sin ir vestida. No puedo evitar sentir rechazo en naturalizar que necesiten consumir piel de mujer quienes rechazan nuestros cuerpos si no están al servicio de sus deseos. No puedo evitar que me asquee un mundo que se ha acostumbrado a que estemos desnudas, solo si es para enseñarnos.
Sororidad de palo
Que sí, que se acaban abrazando. Pero no cuela. Como cada vez que dos mujeres hacen algo juntas, la idea es separarlas. “Duelo” es la palabra que más se usa cuando dos tías hacemos lo mismo y las dos lo hacemos igual de bien. Porque de nosotras, especialmente de las que tenemos “sangre latina” (que es como ser histérica, pero en étnico), se espera que cada mujer que consideremos a nuestra altura nos parezca una amenaza. Y que demostremos cuánta razón tiene el patriarcado cuando nos describe en competición perpetua.
Pero ellas se abrazan. Y la gente que se acaba de aprender esa palabra y se reía hace unos meses de nosotras por usarla, ve sororidad en que perfomen amistad. En que celebren juntas que lo acaban de petar. Lo que, si fueran dos hombres, les parecería normal. ¿Se adoran? Ni idea. ¿Es extraordinario que dos mujeres que comparten el más importante de los escenarios, y se lo han merendado, se hagan gestos de complicidad? Ojalá no lo fuera.
Y, para terminar, el “broche” feminista
Que el símbolo feminista ahora pega en cualquier lado. Y a mí me encanta. Pero me chirría “un poco” bordeando un escenario en el mayor espectáculo de un país presidido por un acosador misógino y racista y orgulloso de serlo. Al que muchos de los que aplaudían habrán votado, por cierto. Sobre todo porque nadie gritó “Fuck Trump”, aunque supongo que no era el plan.
Y no me vengáis con que se desnudan porque quieren, menean el culo porque quieren, y hacen con su cuerpo lo que quieren. Porque no conocéis a ninguna mujer que haya hecho lo que quiera con su cuerpo y haya recibido aplausos públicos por ello.
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