Lauburus y alfajores
Ni de aquí, ni de allá. Esconderse tras el kit 'de vasca' para que nadie sepa que eres argentina: "Una familia de clase baja que se cree alta, sin conciencia de clase, que reniega de sus raíces y orígenes, que se avergüenza de un acento o de una determinada costumbre, no puede ser el lugar idóneo para amar a la tierra que te vio nacer"
Me despierto con un mensaje desde Buenos Aires: “Leerte es una fiesta”, me dice. Tengo un blog donde cuento mi vida de vez en cuando y me leen aquellas personas a las que llego no sé muy bien de qué manera. No suelo hacer caso a los mensajes porque no soy amiga de los halagos pero estos, sin embargo, me conectan con algo que no sé explicar. Nací en Mar del Plata, provincia de Buenos Aires, hace treinta años. Llegué a Euskal Herria cuando tenía trece y experimenté un proceso curioso del que hace un tiempo empiezo a ser consciente: ¿Cómo se vive el no sentirse de ningún sitio?
Llegué en febrero con el curso a medias y yo, muy empollona por aquel entonces, no quise perder un año aprendiendo euskara y repetir curso, así que mis padres me llevaron a un instituto en castellano. Me dijeron que no me juntara con inmigrantes ni personas gitanas y yo, por supuesto, no les hice caso. Además, esto no tenía sentido en un instituto donde más de la mitad del alumnado éramos inmigrantes. Una de mis mejores amigas es brasileña y la conocí en aquel lugar con gentes tan diversas. La obsesión de mi padre, y menos de mi madre, era que me integrara y así lo hice. Cuando mi acento era motivo de risa entre mis compis de clase lo escondía como podía y así, años más tarde lo perdí, me corté el pelo y cambié mi aspecto. Pañuelo palestino, aros, chandal, chaqueta vaquera, Lauburu tatuado, pircings, nombre en euskara en todas mis redes sociales y todo el kit de vasca. Mi padre ya estaba más contento aunque siempre encontraba motivos para la queja.
Hoy en día sé lo que es el whitepasing, y el vascpasing en mi caso, y soy consciente del uso que he hecho de esto y de lo que mi blanquitud supone respecto a otras personas de origen extranjero: privilegio. También siento no pertenecer a ninguno de esos dos mundos y no falta el argentino de turno, casi siempre hombre, que al conocerme, me recuerda lo poco argentina y patriota que soy: “No parecés argentina, no tenés nada de acento” ¿Y cómo se vive esto? Mal. No quiero jugar a la oprimida ni pretendo ir de víctima pero sí decir que es difícil sostener la idea, o el hecho, de que nadie sepa de dónde vienes porque te da vergüenza. Hoy ya es tarde y no puedo fingir ser algo que he querido dejar de ser. He deseado con todas mis fuerzas que nadie note de dónde vengo y ya no tiene sentido reivindicarlo porque no me es creíble. Soy un fraude.
Lo que me genera conflicto es cuando me hablan en euskara y no sé responder. El vascpasing, o el parecer de Elantxobe como me han dicho alguna vez, tiene un límite y, en mi caso, es el idioma. Cuando esto pasa, en un intento por excusarme, digo que no he nacido aquí y que por eso no sé hablarlo porque si no lo digo siento que estoy engañando. Sé perfectamente que no tengo excusa, llevo aquí más de media vida, he tenido tiempo de sobra para estudiarlo y hoy con treinta años soy consciente de la deuda que tengo con Euskal Herria. Vuelvo a repetirme que soy un fraude. Pero insisto, esto no va de hacerme la víctima, si no de contar lo que se siente cuando has renegado de tu esencia.
Hay días en los que me resuenan alguna palabras: “Te has aprovechado de tu blanquitud durante mucho tiempo, has jugado a la integrada durante media vida, ahora no vale querer recuperar algo que ya no te pertenece, algo que no es tuyo. Has querido ser europea y has renegando de tus raíces ¿Qué pretendes ahora? ¿Jugar a la oprimida? No. Hazte cargo de tu xenofobia interiorizada” Esta es la F. interior, la misma que acostumbra a boicotearse en casi todo lo que hace. Pero he llegado a la conclusión que, dentro de mis posibilidades, he hecho lo que he podido.
El feminismo ha estado presente en mí desde que mi padre me llamaba puta y mi madre decía que le daban asco las lesbianas. Tuve la suerte de irme de casa con veinte años y ganar en salud mental aunque cuando tu DNI empieza por X y tus padres, los que se supone que te cuidan, solo saben chantajearte económicamente, todo se complica un poquito. Decidí empezar el proceso sola para conseguir la nacionalidad española después de leer que era un requisito para opositar. No sé en qué momento me imaginé opositando, pero me sirvió de aliciente para empezar la misión. Tres años más tarde, estando en Argentina, me comunican que, por fin, soy ciudadana española.
Aquel viaje de ocio en el 2015, el último hasta la fecha, me sirvió para conectarme con aquello con lo que había deseado perder de vista. Reencontrarme con A., amiga de la infancia, fue un regalo; lo mismo que redescubrirla tan maravillosa como la recordaba. También corté relación con personas que, de pequeña, me habían hecho mucho daño y me quedé con lo más bonito de mi país y me lo traje de vuelta a Euskadi. Recogí mi nacionalidad, juré la bandera y esas cosas protocolarias horribles y fui corriendo a por mi DNI, ese que se supone que te abre puertas.
A los treinta años mi identidad no es fiel a un sitio ni a otro y eso de ciudadana del mundo me da pereza. Me siento más lesbiana que argentina y no sé si tiene que ver con que me rodeo de lesbianas y no de argentinas. Somos lo que vivimos y no solo lo que hacen con nosotras. Está bien buscar culpables para justificar lo que eres, pero hacerse cargo también es importante y en ello estamos. De pequeña me he dedicado a hacer todo lo contrario a lo que me decían que tenía que hacer. Excepto estudiar, eso me encantaba y me encanta. Una familia de clase baja que se cree alta, sin conciencia de clase, que reniega de sus raíces y orígenes, que se avergüenza de un acento o de una determinada costumbre, no puede ser el lugar idóneo para amar a la tierra que te vio nacer. Hoy reivindico mis orígenes con la boca pequeña porque sé que no tengo mucha legitimidad, pero lo hago orgullosa sabiendo que me he alejado de aquello que me ha hecho odiar.
Por mucho que me haya empeñado en olvidar de dónde vengo son curiosas las pequeñas barreras culturales que sigo percibiendo. El cuerpo tiene memoria y hay olores, lugares y sabores que, por mucho que hayan querido que olvides, la mente guarda en su recámara. Trece años dejan huella a cualquiera. Me genera mucha calma haberme reconciliado con mi origen, entender de dónde vengo y saber hacia dónde voy. Es bonito cuando tu familia elegida, la única que me hace bien, te reconoce en lo que eres y te hace amar tus raíces y reencontrarte con ellas. A esta familia le debo mucho: su acogida, su amor, su cariño y, sobre todo, su reconocimiento. He aprendido que quienes te quieren bien te ayudan a reconciliarte con aquello que creías malo y a valorarte. Como A. cuando me dijo que no me quitara mi segundo nombre porque es de origen mapuche. O la otra A., cuando dice que no se imagina ir a Argentina sin mí. A vosotras, gracias por hacer que me acepte un poquito más y a que finja un poquito menos.