Trenzaré mi alegría
"Creo que cada trenza que hice o me hicieron es, en realidad, la misma trenza. La historia común a la que pertenecemos y que se intenta construir y deshacer a cada momento", escribe Mar Gallego.
Son dos los tipos de trenza que sé hacer. El primero es el más conocido: una trenza que surge de dividir el cabello en tres partes. El mechón completo de la izquierda pasa por encima del central, luego va el de la derecha, y así sucesivamente.
La segunda trenza que se me da bien hacer es mi preferida: es la llamada trenza de espiga. En esta ocasión, el cabello se divide en dos partes y se van incorporando pequeños mechones de los laterales al centro, alternando los de un lado con los del otro. Cuanto más pequeños los mechones, más bonita se verá la espiga.
En mi familia, compuesta casi por entero por mujeres, peinarnos las unas a las otras es algo muy común. Un día de almuerzo en el patio se convierte en un centro de relajación donde nos acariciamos y nos sentimos, nos intercambiamos los brazos para hacernos cosquillitas, o nos trenzamos el cabello. Así es desde que éramos pequeñas.
—Hazme algo en el pelo, Nuria — suelen ser las primeras palabras para abrir la rutina de sensaciones entre hermanas, tías y sobrinas. Si el pelo es corto, la diversión es menor…
A mi hermana Sandra le gusta que le miren y le hurguen la espalda: “Si no tengo nada, haz como si tuviera algo”, dice siempre. Se sube la camiseta en el patio, se deja caer sobre el respaldar de la silla y siente el sol mientras alguna le “expurga”. La palabra “expurgar” forma parte de mi vocabulario desde que soy pequeña.
A diferencia de la relación física que se puede generar con otros cuerpos, los cuerpos de mis hermanas jamás los vivo como posible amenaza. Han sido, para mí, mis primeros espacios no mixtos y libres de violencia. Esta intimidad entre mujeres está entre las cuestiones que rescataría de la feminidad hegemónica: no todo fue malo. Mi infancia estuvo llena de cercanías tan intensas que actualmente me harían sonrojar. Hoy sólo me permito vivirlas con un círculo muy reducido de personas.
Acercarme al cabello de mi abuela fue también la única excusa que tuve para poder sentirla cerca. A ella le quitaba las horquillas de su rodete blanco para deshacerlo y volverlo a construir varias veces en una comunión que duraba varios minutos. Su cabello semilargo y sin teñir tenía algo de espiritual. Su melena canosa con su rodete era un abrigo que la acompañó hasta el final de sus días. Tenía su historia pegada al cuerpo y podía soltarla o recogerla cuando quisiera. Podía decir que aquel pelo creció y envejeció con ella.
Creo incluso que cada trenza que hice o me hicieron es, en realidad, la misma trenza. La historia común a la que pertenecemos y que se intenta construir y deshacer a cada momento. No puedo imaginar mi vida sin esa necesidad básica de tocar el cabello de la gente que quiero. Peinarlos y trenzarlos es una de mis formas más cercanas de relacionarme.
Siento que esta relación con nuestros cabellos es precisamente lo que hace que cortarlo sea, también para algunas, un acto de subversión, una forma de romper con todas las historia que han estado sujetas a ellos. Hace unos años leí un poema de una poeta indígena de Tehuantepec llamada Paola Klug. En él decía que “nuestro cabello es una red capaz de atraparlo todo y que hay que trenzar la tristeza para que no se meta en los ojos, en los labios, en las manos…”.
Lo que yo querría también es trenzar la alegría, la que me han dado los momentos en que la identidad mujer fue algo gozoso e íntimo; las veces en que reconocerme como tal no me hizo ningún daño gracias a esas redes, esos tejidos humanos, esos dedos, esas caricias, esas trenzas…
Más contenidos sobre #TejerSinPatrón.