Diario de una pandemia II. El relato oposicional

Diario de una pandemia II. El relato oposicional

Fin del cuarto día de encierro y diario del quinto. La pandemia parece que se expande a nivel mundial. El autoritarismo, también. Conversaciones de familia, de amigas, de trabajo, y alguna que otra teoría.

18/03/2020

Fase 4 [¿?] e inicio de la fase 5: construcción de un relato colectivo

Todavía lunes 16 de marzo

Mientras termino de escribir la primera entrega de este diario que se publicó antes de ayer, recibo un mail de DJ Maracas. Desde Pikara vamos a hacer un canal de música en Telegram con ella para estos días y para después. Porque el mundo seguirá. Todo lo que construyamos estos días, en este mundo de encierro forzoso nuevo para muchas, seguirá después de alguna manera. Sentará precedentes. DJ Maracas me dice que hagamos Skype y justo entonces escucho los altavoces de la policía más cerca de lo habitual. Lo habitual ha sido la mañana de este mismo día, porque esto no lo había vivido nunca antes, claro. Ni lo del altavoz por las calles ni lo del confinamiento forzoso en una casa. Esto último sí lo ha vivido la gente de Gran Hermano, que están tardando en hacer tutoriales con recomendaciones. Y no se tú, pero yo antes pensaba que eso no era ni un trabajo y ahora, te digo, no está pagado. Voy corriendo al balcón de mi habitación, veo a tres hombres jóvenes, de veintipocos años, escondidos en la puerta de una asociación africana que hay justo debajo de mi casa, esperando a que todo pase. Menos de un minuto después, unos diez agentes de la Ertzaintza doblan la esquina de la calle. Los tres hombres se van corriendo. A otro señor, que camina solo, la patrulla le pilla desprevenido, pero les convence de que va hacia su casa y le dejan en paz. Bajo corriendo a la calle. Por la arteria principal del barrio de San Francisco hay más furgones. La calle 2 de Mayo, donde suelen estar los chavales migrados, está vacía. La policía patrulla sin mascarillas. Algunas personas caminan rápido bajo la lluvia y veo a un conocido. Nos sonreímos, me ve grabando, me dan ganas de abrazarle y todo, pero sigo mi camino y él, el suyo. Cuento seis furgones, una treintena de agentes a pie. El despliegue es tremendo, pero teniendo en cuenta que la criminalización del barrio y las lecheras son parte del paisaje habitual, es lógico que la escalada de pánico conlleve una escalada de efectivos. [Lenguaje de guerra].

Vuelvo a casa y me preparo para ir a la compra. La tienda de ultramarinos de debajo ha cerrado. Voy al súper exprés que me pilla más cerca. Es pequeño pero tiene dos entradas. Una está cerrada para controlar mejor el paso. Entro con S. El chaval de la entrada, sin mascarilla, nos pide que nos pongamos los guantes. Yo llevo uno del jueves, cuando fui a hacer la compra. El otro se me ha roto. Cojo uno más. Pasamos. Alrededor de la caja para pagar hay una barricada de cajas verdes para que la gente no se salte el metro de distancia con la mujer que trabaja de cajera, sin mascarilla. Mientras escribo esto, me tiemblan las manos. Al entrar, la cajera se pone nerviosa. “Mira cuánta gente hay -le dice al de la entrada- Tienen que ser de cinco en cinco”. Por el súper caminan unas siete personas. Nos ofrecemos a salir mientras se libera espacio. S. y yo no queremos poner en un aprieto a las trabajadoras. El chaval, que no tiene alma de poli, eso está claro, nos lo agradece. “Pues si no os importa, sí, mejor”. Pagamos con tarjeta. Al salir, otras personas que han llegado después esperan pacientemente en la puerta. Me sorprende la facilidad tranquila con la que parece que estamos acatando el nuevo orden. Ya, ya sé los motivos, pero no deja de sorprenderme. Y me asusta.

Volvemos a casa y S. pregunta que si tiramos los guantes.

– Yo los guardo para la próxima.

– ¿Y si tienen el virus?

– A la mierda. A la basura

– Voy a desinfectar el baño. [Neolengua: limpiar=desinfectar].

Echamos a lavar todas las toallas. La casa huele a lejía. La basura del plástico está a rebosar, se llena más rápido de lo habitual por hacer tanta compra en el supermercado en vez de en las tiendas del barrio.

Hubo un tiempo en el que estuve haciendo una tesis doctoral que no terminé. Se centraba en el cineasta, escritor y pensador alemán Aleksander Kluge. Empecé con él porque yo quería hablar de imagen y esfera pública y él, junto con Oskar Negt, había escrito un libro que se llama ‘Esfera pública y experiencia’. Ahí hablan de una esfera pública burguesa y de otra proletaria, oposicional. Total, que después de los tochos teóricos y de ver alguna película como esta -que creo que si la veis, para cuando la terminéis habrá acabado esta cuarentena y otras doce más-, descubrí sus novelas o ensayo-documental o no sé cómo llamarlo. Ahí pone en práctica su teoría sobre cómo construir esa esfera pública nuestra y lo hacía, desde mi punto de vista, de una forma más accesible que su cine. Igual es porque el lenguaje escrito es más mío que el audiovisual. En cualquier caso, en ‘Ataque aéreo a Halberstadt’, reconstruye la memoria de este hecho histórico que ocurrió en esa ciudad, la suya, cuando él tenía trece años. Su reconstrucción es a través de retazos diversos. Desde entrevistas a documentos o la narración de testigos. Kluge cuenta el hecho desde otras perspectivas, y arranca el libro relatando cómo ese bombardeo interrumpió la matinal del Capitol el domingo 8 de abril. “En cartelera, ‘Vuelta a casa’, con Paula Wesseley y Attila Hörbiger”. Y comienza con un hecho en apariencia poco central: “El cine Capitol pertenece a la familia Loren. Su gerente y a la vez cajera es la cuñada, la señora Schrader”. Y así. En fin. Hay que leerlo. Si se quiere, y si no, pues no.

El estilo no tiene que ver con el habitual periodístico o con la Historia que se nos enseña. Los detalles que da una señora, los documentos de guerra, las declaraciones de los principales agentes, las ficciones que él añade y las licencias que se permite -el último título del libro es ‘Noticia de la guerra de las galaxias’- son informaciones, retales, que tienen la misma autoridad en su relato. Cuento esto porque creo que, mientras se nos bombardea con el discurso mediático y oficial de la pandemia, mientras se tuitea minuto a minuto lo que está pasando -medidas, desgracias, momentos entrañables, números, muertes, apoyo entre barrios, denuncias, demandas, organización-, estaría bien construir nuestro relato individual para hacer después uno colectivo. El relato oposicional, el de nuestras vivencias, nuestros números, lo que sentimos, lo que tenemos y lo que echamos en falta. Lo que no abre telediarios pero cierra el estómago. Las fotos que encontramos en los días de aburrimiento, la olla en la que cocinamos y con la que salimos a la cacerolada en los balcones por la mujer asesinada en Soraluze, los párrafos del libro que nos estamos leyendo y que nos tocan, la escena de la película o serie que más nos marca según lo que estamos viviendo, los esquemas para las reuniones que preparamos, los trapos con los que limpiamos, las discusiones que tenemos, las fiestas que nos montamos, la soledad que padecemos, el miedo, la gratitud, la insolidaridad, la culpa, los diálogos, el aburrimiento, la alegría, el tedio, la vergüenza, la esperanza, el cansancio. Esto que está pasando no es un tema. No es una experiencia de las que se venden en paquetes para el fin de semana. No es un realiti. Es nuestra vida. Nuestro cuerpo. Y hasta aquí la chapa. Otro día igual hablo de los artículos de Marguerite Duras, que también me encantan.

Una de mis familias -tengo una familia desestructurada extensa, así que voy a hablar de tíos, tías, primos y primas sin especificar para no aburrir con detalles de parentesco que no llevan a ningún lado- me incluye en un grupo masivo de tías, tíos, primas, primos, madre y abuela. Mi tío ha hecho deporte esta mañana en el salón. En la foto tiene cara de susto. Pantallazo a su cara para que se vea bien grande porque me meo de la risa. Reenvío la imagen. “A. tiene miedo”, digo. “Todos somos A.”, dice mi tía. Otra comenta que sus amigos preguntan en un chat cómo están los supermercados, si están despejados y se puede ir o si son zonas de riesgo. [Lenguaje de guerra, aunque sea en broma] Abuela está escribiendo… Una de mis primas manda una foto junto a su ordenador. “Con mi mejor amigo el portátil allá donde voy”. Que digo yo que irá de la cocina al salón y poco más, pero somos animales de costumbres y todavía hablamos como si no estuviéramos encerrados. Yo también mando una foto con mi ordenador. Una tía me vacila: “Teresa, se ve la cerveza”. Mierda, la cerveza da igual, pero el espejo del pasillo está guarrísimo y aparece detrás. Con lo que son mis tías ya lo habrán visto todas, aunque ninguna diga nada. Abuela está escribiendo…. Abuela: “Me alegro de leeros a todos, aunque no conteste”.

A las 22.40 me escribe mi tía desde La Rioja, la que es médica. Ha leído la primera entrega de este diario. “Jo, sobri, qué bien lo expresas. Yo sigo perdiendo efectivos de mis líneas, solo espero que los que estamos en pie caigamos despacio para que se recupere el resto. [Lenguaje de guerra] Acabo de llegar de trabajar, desde las 8 de la mañana. Me voy a descansar” y tres emoticonos de beso. Sobre la mesa del salón hay restos de cosas que coinciden con el título de una canción simple, pero efectiva, de Soziedad Alkoholika. Me acuerdo de J. porque a él le gusta esa canción y es quien me la ha puesto mil quinientas veces. Me duermo a las dos de la mañana después de intentarme concentrar en la película ‘El viaje de Chihiro’. “Es otro mundo, pero es un mundo espejo que es peor que el otro”, dice S. mientras vemos la peli despatarradas en el sofá.

Martes, 17 de marzo

He colocado la mesa de trabajo en frente del balcón y he corrido las cortinas. Los cristales tienen más mierda que los espejos. Desayuno, paso la aspiradora. S. friega, desayuna, pasa la aspiradora por otras zonas. Limpio los espejos del pasillo. En esta ya no me pillan. Que sea en otra. Limpio los cristales de mi balcón. La casa está como los chorros del oro y no vamos a recibir visitas. Necesito mi cámara de fotos para trabajar y me la dejé el 8 de marzo en casa de unas amigas. “¿Os viene bien si me paso mañana en un minuto?”, “Claro, vamos a estar aquí, jajajaja”, “Claro, joder”. Me coloco en el ordenador. Reunión por skype con la organizadora de unas jornadas en las que Pikara iba a trabajar y que se han aplazado. Decidimos posponer todas las decisiones unos días porque, con tanta incertidumbre, no sabemos por dónde tirar. Hablamos un poco de la situación. En El Salvador están hablando de tomar medidas extremas antes de que el virus comience a expandirse. Las medidas a la coreana, que se están mostrando efectivas si se toman con antelación y no criminalizan a la población ni conllevan presencia policial o del Ejército, no parecen ser las más populares. Alguien saca el tema en un grupo de trabajo del diario El Salto sobre la gente que tiene algún tipo de drogadicción y está encerrada en casa. ¿Los camellos son servicios mínimos? ¿Cómo se gestiona eso? Puede parece broma, pero lo digo completamente en serio. Pasar el mono en un encierro forzoso y con el pánico de la pandemia en el ambiente, tiene que ser tremendo. Para la persona que tiene el mono y para quien convive con ella. Tengo un pico de angustia a media mañana. S. me dice que es normal, hablamos un poco, se me pasa algo. Veo que otra amiga está teniendo otro pico de angustia, la llamo, hablamos un poco y creo que se le pasa algo. Llamo al dentista. Hoy tenía cita porque creo que tengo una caries.

– Estamos solo de mañana y solo para situaciones de emergencia. Si no te duele mucho, lo dejamos para más adelante.

– Me duele un poco a veces…

– Es que no queremos estar aquí más que lo imprescindible, nosotras también nos estamos exponiendo y por eso solo atendemos a urgencias -me dice la mujer, con un tono muy amable.

Pienso que cómo se me ocurre siquiera insistir un poco y le digo que claro, que sí, que ánimo. Soy imbécil porque yo tenía cita para otro día, un día prepandemia, y la cancelé por seguir trabajando a deshora, porque me dio la gana de anteponer otras cosas. Y ahora la caries va abriendo su agujero y me tengo que joder.

S. hace la comida y yo termino de trabajar. Nos fumamos un cigarro en el balcón enano de la cocina que da a un patio estrecho, cutre y lleno de martas. No, no es que el patio esté lleno de señoras fascistas reaccionarias y ultracatólicas de ‘El cuento de la criada’. Las martas también son unos plásticos de color azul que se usan mucho para cubrir los tendederos voladores aquí en el País Vasco. No solemos salir a fumar de dos en dos a ese balconcito tan pequeño. Hoy sí. A la mierda el metro de distancia. Vivimos juntas y juntas nos infectaremos. Total, solo salimos a comprar cuando no queda otra. Me llega un sms de cierto banco diciendo que si quiero hacer un regalo estos días (?)

– ¿Ese móvil que suena es el tuyo o el mío?

– El mío, pero estamos pasando tanto tiempo juntas que ya no distinguimos dónde acaba la una y empieza la otra.

– Acabaremos sin saber qué culo limpiamos, si el mío o el tuyo.

Nos reímos un rato. M., la otra compañera de piso, está pasando el encierro en casa de un colega, amante o futuro marido. Nos dice que está bien. Brinda con vino y nosotras con birra. El vecino de enfrente pulula por su cocina. Le saludamos, nos devuelve el saludo. Nos sonreímos. Hablo con mi abuela, la que vive sola. V., la mujer que va a trabajar a su casa a diario, ha ido estos dos últimos días a hacerle un par de visitas y llevarle algunas cosas, pero de momento no va a ir más. Mi abuela está bastante bien y, como dice uno de mis tíos, lo raro es que la pandemia le haya pillado en casa, porque siempre que puede está por ahí con sus amigas. Aun así, me da una punzada de tristeza. Ella insiste en que está fenomenal, que ni pico de angustia ni nada. “Ya me han dicho varias personas que me ayudan en lo que quiera. La madre de tu amiga Andrea me ha insistido en que me da su móvil -muchas gracias, Bego- y ya le he dicho que no hace falta que se preocupe, que si lo necesito ya te lo pediré”. “Dice tu abuela que va a ordenar los armarios -cuenta mi madre- pero para eso tendrá que desordenarlos, porque menuda es”. Nos entra una carcajada. “Que por cierto, tu abuela en el 36 no había nacido”, “¿Me la coló el otro día cuando me dijo que Haro le recordaba a la guerra? ¿Me la coló porque no hice una puta resta?”. Más carcajadas. Veo el vídeo de Charo y se me saltan las lágrimas. J. me manda una foto: un camión del Ejército en la Plaza España de Zaragoza. No es un bulo. Una amiga me cuenta que su hermana tiene agorafobia y que está preocupada por si podrá atenderla. Pese a que pueda parecer una paradoja para quienes no tenemos contacto con gente agorabófica, a su hermana le agobia el encierro, no poder salir a dar un paseo cada tres días, que es lo que necesita. Su hermana le cuenta que han ido varias vecinas a decirle que, en lo que quiera, le pueden ayudar. Que están ahí para hacerle la compra, para hablar o lo que sea. El mundo que ahora estamos tejiendo no se va a acabar tan fácil cuando esto termine. Lo horrible sentará precedente, pero lo inmensamente bonito, también. A las diez de la noche no puedo con mi vida, me subo por las paredes. Mi vecina tiene una perra, Juno, que tampoco puede con su vida y se sube por las paredes. Salimos Juno y yo a pasear, corremos un poco, vamos a la plaza del barrio, vemos a otros perros jugando. Solo hay tres o cuatro personas por la calle, pero las casas bullen. Ella, caga, yo miro hacia las ventanas. La ciudad no está muerta, está recogida. Pasa un coche de policía en silencio, despacio. Llego a casa y voy a la cocina a hacer la cena. Como animales de costumbres que somos, S. y yo encendemos la luz con el cebador roto cada vez que entramos. Y cada vez que entramos parpadea y zumba sin llegar a encenderse nunca. Ya no me parece que vaticina el fin del mundo, sino que es la luz de una discoteca. A última hora del día, parece que China ha encontrado la vacuna.

 

 

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