Diario de una pandemia IV. El pánico

Diario de una pandemia IV. El pánico

Adaptación al nuevo-no-tan-nuevo orden y aproximaciones para reventarlo. Redirigir el miedo es tan necesario como contener el virus.

26/03/2020

Diario de una pandemia. Cuarta entrega

Fase 7, fluctuante: Miedo y pánico | Combinación de la fase periódica 6 y de las de intervalo: 1, 2, 3, 4 y 5. 

Domingo, 22 de marzo

Ayer por la noche asistí a un parto en directo, pero en diferido. D. y O siguieron pinchando vídeos en Jitsi varias horas, hasta la noche. La gente se unía o se iba según le apeteciera. Me hice un huevo frito en la pantalla mientras un montón de gente bebía, bailaba o cenaba frente a sus pantallas. A las 22.40, O. paró la música un momento: “E. está pariendo ya”, “¿Quién es E.?”, “Una amiga de Aramaixo que está pariendo y no hay hospitales que puedan atenderla”. Ese mismo día, un amigo de toda la vida, del pueblo, D., me había contado que su hijo ya estaba aquí. Enhorabuena. La vida sigue, aunque esté medio congelada. Veremos qué nos deja. Según mi colega, Señora Milton, con tanta empresa haciendo ERTES para quitarse de encima a quienes todavía les sobraban de la primera tanda de esquilmadas, esto va a ser “un revival hortera de 2008”. No me refiero al bar de tu prima, ni al estudio de tu tía, sino a Inditex y cía.

Como si no tuviéramos suficiente con una realidad distópica que nos está pasando por encima con el poderío de un camión cisterna, me llega un mensaje de guasap diciéndome que rula por ahí una entrevista a Noam Chomsky en la que explica que todo esto es una guerra bacteriológica orquestada.

TODO ESTO.

GUERRA.

ORQUESTADA.

BACTERIOLÓGICA.

Con lo que le gusta a una marxifemianarca como yo una buena conspiración, pongo en CUARENTENA el notición del siglo. No voy a ser yo quien diga que Noam Chomsky no tiene siempre razón, porque a ver cómo aguanto luego la que me iba a caer, pero pongo en duda que, por muy listo que sea, tenga acceso a información de ese calibre. Y encima el tío la hace pública en una web desconocida y no ha sido detenido. Coño, Chomsky, tú sí que sabes. Un par de horas después la página en cuestión no está disponible, Maldito Bulo ha desmentido la entrevista, y lo único que encuentro que ha dicho Chomsky es esto. De conspiración tiene poco. Luego me llega un mensaje de una de mis tías diciendo que no hagamos vahos para el coronavirus porque al abuelo de una señora muy preocupada a la que nadie conoce ni ha visto en su vida se le ocurrió aspirar un poco y le ha sentado fatal y VAMOS, QUE NO SE ME HABÍA OCURRIDO HACER UN VAHO PORQUE RECOMIENDAN PARACETAMOL, pero es horrible.

El miedo. Es el que hace que reenvíes compulsivamente mensajes del tío de una sobrina de la tienda del que vende los panes al bar de mi prima que viene uno de cada dos veranos y compra gomas chinas en el chino y se ha infectado con seitán. Que te desgañites gritando desde la ventana a una que va con su perro y QUE NO ES DEL BARRIO. “Nunca he hablado con ninguna de mis milquinientas vecinas, pero esta, señor agente, ¡¡¡NO ES DEL BARRIO!!!” ¿No tenemos bastante con la realidad? PUES NO. ¿Y con la ficción de netflix, amazon praim, filmin, hachebeo? PUES TAMPOCO. Estamos más en el rollo de realidad aumentada: anarrosaquintana, susanagriso y antoniogarcíaferreras. Panóptico. Represión.

Me dan miedo muchas cosas. Las cabecitas de cada una estos días y que no se facilite ni un teléfono de atención para sobrellevarlos, mucho. La situación en los hospitales me angustia bastante. El revival hortera de 2008, muchísimo. Pero llevamos así desde 2007. Y aun así, Europa es un oasis. Mirad los pedazo de coches que tienen los yankis, con esas ruedas de tanque que recorren Misisipi, el Estado y el río también, porque pueden con todo. Siempre preparados para la guerra porque en eso basan su economía y su política exterior, sin tonterías. Que aquí, con un Ibiza del 98 y un botellín de agua del grifo te haces un Bilbao-Cádiz sobrecalentando un poco el motor, pero casi del tirón. Pero el miedo nos acompaña. Y a nuestra generación especialmente, sobre todo desde que empezó esta crisis-estafa. La precariedad, la inestabilidad, los desahucios. Ahora la pandemia, la enfermedad. Llevamos más de una década con el miedo en la espalda y ahora sentimos el aliento de la muerte en el cuello. No es que quiera quitarle hierro al tema, ni relativizarlo como si nos tuviéramos que resignar porque en otros sitios están peor. Como cuando eras pequeña y te decían que te acabaras todo del plato aunque estuvieras a punto de reventar porque, si no, menuda ingrata. Un niño famélico moriría al otro lado del mundo. Y tú te tragabas un plato en el que te habían puesto comida de más con toda la culpa del hambre del mundo en tus espaldas. La culpa. El miedo. El pánico.

Aquí cada una tiene sus creencias y yo, como confío en la ciencia pero estos días no me basta, me he autoconvencido de que ya superé un virus de papiloma humano hace poco, de que el ginecólogo me dijo que tenía las defensas a tope, y me creo que soy Ortega Smith y eso me calma. Eso y que mi prima, la que estaba con mascarilla los primeros días, aislada en el piso de arriba de su casa, ya está recuperada. Que mi amiga O., que también ha estado fatal, el otro día bailaba cubata en mano por Jitsi, que la pareja de mi amiga B., con la que está recluída junto a su hijo de tres años trepando por el techo, empieza a salir del hoyo también. Y que el parto de E. fue una falsa alarma. Está bien y le han dicho que, cuando llegue el momento, en Donosti la atienden. Y he decidido que el miedo a este virus es tremendo, porque todas podemos estar infectadas y propagarlo y que sí, que sí, pero que me lo sacudo. Así, como pueda.

S. y yo conspiramos en el balcón.

–Igual, más que soldados como dice aquel, todas somos armas biológicas. Lo mismo, si nos siguen jodiendo, tenemos que organizarnos para infectar a cierta gente. Caiga quien caiga y que reviente todo.

–Pues sí, sí. Se acabó.

Ya me lo ha dicho mi abuela por teléfono: “Cuando nos veamos nos vamos a dar todas tantos besos y abrazos que nos vamos a volver a contagiar”, “Pues nos contagiamos, y que nos dejen”, “Eso es”.

Fumamos y miramos la calle.

Una mujer limpia los cristales de un mirador que queda debajo de nuestro balcón, a la izquierda. Suena Janis Joplin y nos da el sol en la cara.

– ¿Qué estaría haciendo ahora Janis? -le pregunto a S.

– Drogándose y componiendo sin parar.

– Está claro. ¿Y Frida?

– Ella en casa venga a pintar y el petardo de Diego entrando y saliendo para sus escarceos y ella, cabrón, me vas a contagiar. Igual le dejaba de una vez. ¿Y Rosa Luxemburgo?

– Escribir. Ahora que tantas estamos en huelga forzada… y acercarse a los militares. “¡Lenin!, que no vayas con esos señores, que no te conviene”. Hola qué tal, milicos, la estáis liando un poquito, tengo algunas ideas, mira. Y Alexandra Kollontai:  “Voy a hablaros de la mujer nueva, la mujer arma biológica…”.

– Eso, eso.

– Freddie Mercury fijo que era de los que montaba una fiesta en su balcón.

Me gusta este juego. En tuiter veo otro que también está bien: “¿Que intelectual español de izquierdas crees que va a ser el primero en escribir sobre la cohesión de la clase obrera y la pandemia desde su chalet?”. Hay sugerencias. Que cada una haga sus cábalas. Miramos hacia la calle y hablamos de nuestras abuelas. Una de las mías, la que tenía mi nombre, pasó los últimos años de su vida mirando por la ventana del salón en un pueblo pequeño, viendo cómo los niños y las niñas jugaban en el parque de enfrente, cómo pasaban los tractores, camiones, algún coche y poco más, sin poder andar. De la cama a la silla y de la silla a la cama. Una de las suyas, Consuelo, siempre la dejaba estar en la calle, con una condición: “Tú disfruta y come”. En uno de los balcones frente al de mi cuarto, abajo, viven un par de niñas. Una es pequeña, creo que tendrá unos cuatro años. De vez en cuando, llora. Otra niña, de unos 8, la cuida. Están ahí, bajo el tenderete de colgar la ropa, sentadas al sol.

El resto del día es un domingo largo y ordinario. Disfrutamos y comemos.

Lunes, 23 de marzo

Como es probable que tenga que salir a la calle estos días para trabajar y que S. tenga que ir a casa de su hermana que está con el pie jodido, decidimos tomar algunas medidas nuevas. Estropajo y bayeta distintos, un pack para cada una. Hervir algunos cubiertos para tener cada una nuestro juego (no tenemos lavavajillas para limpiarlos a temperatura alta). Desinfectamos el baño otra vez con lejía. Lavamos los trapos usados a 60º. Hoy me toca ir a mí a por algunas compras básicas. Café y tabaco. Se nos ha acabado el cartón. Como no tenemos mascarillas, me visto a lo ninja con un fulard negro tapándome media cara. Por la calle hay varios ninjas más. También gente a pelo, gente con mascarilla pro, gente que la lleva colgando del cuello. En el súper hay unas marcas rojas en el suelo que señalan el metro de distancia que hay que tomar. Ya han quitado la barricada de cajas que rodeaba a la cajera. Todo el mundo respeta las marcas. Paso por la farmacia a por un gel desinfectante, 8 euros y pico. En el suelo también hay marcas rojas. No tienen mascarillas ni saben cuándo van a recibir. Las farmacéuticas llevan unas que les han dado y las limpian con alcohol porque no tienen más. Me apuntan en una lista de espera por si llega un nuevo pedido. S. dice luego en casa que va a hacer unas de tela siguiendo un patrón que ha encontrado en internet. Como en el supermercado faltaban algunas cosas, me paso por un par de tiendas árabes del barrio a por tomates y patatas, dando una vuelta un poco más larga de lo habitual. No hay marcas en el suelo. Hay guantes, pero guantes han tenido siempre, desde antes del coronavirus (a.C., que dice June Fernández). En el estanco tampoco hay marcas. Ni gente. Llego a casa y montamos el chiringuito en la habitación que está frente a la entrada. Además de dejar los zapatos ahí nada más entrar, ahora tenemos también el gel y una papelera con tapa para tirar los guantes de plástico cuando volvemos de hacer la compra.

Hablo con J. sobre el tema del miedo y él está con lo mismo. Me pasa este diario que ha encontrado de Jessica Fillol sobre la pandemia. Fillol escribe sobre la espiral de represión ciudadana, de cómo los medios dan más espacio a la vigilancia en los barrios que a la ayuda mutua. Enlaza el experimento de la cárcel de Stanford. Habla también de la culpa. Las referencias que señala son muy interesantes.

“Jean Pierre Dupuy tiene un librito muy cortito publicado en los 90 que es clave para todo esto titulado en español ‘El pánico’, donde analiza la psicología de masas a partir de los principios de la cibernética, es matemático y filósofo”, me dice J. Me pasa algunas notas, porque el libro no está en internet y no voy a pedirlo por Amazon, claro. Son notas inconexas para mí, así que busco alguna reseña o resumen o algo y encuentro esta. Resulta que una de las primeras referencias de Occidente al pánico es griega y es el dios Pan, “monstruo y seductor”, “insaciable amante de las ninfas”, “podía aparecer súbitamente saliendo de la sombra de un arbusto e inspirar un terror repentino”. Un violador, vaya. Pero seduce, porque lo monstruoso, de alguna manera, seduce, si se le puede llamar así. Nos atrapa. Pienso en la sobreinformación a la que estamos sometidas estos días. Puede ser un vicio, un enganche constante al horror que nos mantiene atadas e impotentes. Sigo leyendo: “El pánico aparece así como fenómeno particular presente en el imaginario colectivo que, cuando se propaga en la sociedad, ésta se disgrega, se descompone, pero al mismo tiempo el pánico es totalización, formación de un todo al arrastrar con él a toda una agrupación. De ésta manera el pánico presenta una oscilación de lo individual a lo colectivo, conduciéndonos a giros paradójicos, en donde lo microscópico se comunica de modo instantáneo con lo macroscópico, por ello es una dificultad de explicación de ciertas teorías holistas como psicologías de las masas, no pueden explicar este doble movimiento de descomposición e individuación y la totalización o formación de un todo, así como tampoco pueden explicar el aspecto “contagioso” del pánico”. Es decir, desde tu mierda de balcón gritas y el virus es menos virus. Sí, realmente es difícil de explicar. En fin, leeré el libro cuando tenga acceso a él.

En 4º de la ESO tuve un profesor de Historia estupendo del que no recuerdo el nombre, pero sí las anécdotas que nos contaba. Hablo de memoria así que no sé exactamente dónde fue. Al acabar la II Guerra Mundial, un grupo de presos de un campo de concentración que estaban siendo trasladados a otro sitio fueron abandonados por los oficiales nazis que les vigilaban, que huyeron cuando se enteraron de que habían perdido la guerra. Aunque eran libres, aquellos presos siguieron caminando durante horas en fila. Temían que todo fuera una farsa y hubiera represalias. Lo mismo me han dicho varias amigas, que no saben si cuando al fin se pueda salir nos vamos a lanzar a las calles o nos quedaremos en casa. Paralizadas. No es casualidad tampoco que en un momento como el de ahora estén llegando los salvadores con bombo y platillo. Florentino Pérez, Inditex, Telepizza, Rodilla. “Yo no puedo hacer nada más que estar en casa, pero ellos sí pueden, ellos tienen los recursos, ellos nos salvarán”. Si empecé este diario diciendo que el confinamiento nos permitía ser heroínas represoras, nos han desbancado rápidamente. Los grandes nombres. Las grandes marcas. Los mismos que alientan el capitalismo vienen a sacarnos de sus consecuencias nefastas. Esto es una distopía patrocinada por sandwiches, pizzas y ropa de moda cosida por niñas. Es fácil ser la salvación cuando no tienes que poner el cuerpo. No como los jornaleros que se dejan la vida en los invernaderos, siendo la base para multinacionales como Monsanto. Que ahora hablamos del chabolismo y de lo tremendo que es para ellos, pero esto ya estaba ahí. Todo estaba ahí y a los salvadores les ha venido de maravilla siempre. Y ahora lo que no quieren es que seamos tan pobres y desgraciadas que no nos atrevamos ni a comprar una birra en la tienda de debajo de casa. Hagamos memoria, porque los que ahora claman, en principio contra todo pronóstico, por una renta mínima temporal, tienen una trayectoria que nos ha traído hasta aquí. Los que defendían el Pacto de Estabilidad que nos tenía atadas a la deuda y al austericidio, porque “no se podía gastar más”, hoy lo suspenden y permiten invertir lo que se necesite. Que bien, que es necesario, pero sí, sospecho. Sospecho de todo. De eso es heredera nuestra época. De las filosofías de la sospecha. De Marx, de Nietzsche, de Freud. De ellos bebe la posmodernidad sobre la que tanto tuiteractivista pseudorojo echa pestes cuando habla de lo posmo reduciéndolo a cuatro frases sacadas de la güikipedia. El Ejército ha llegado a Bilbao, varios furgones cruzan San Francisco de camino a Abando para desinfectar la estación de metro. Desinfectar es una labor militar porque ellos están dispuestos a dar la vida por la patria, entiendo, y corren el riesgo de infectarse aunque van tapados de la cabeza a los pies. Paso la tarde escribiendo. Sigo olvidándome de que la luz de la cocina no funciona y le doy al entrar, pero cada vez con menos frecuencia. Las mallas de estar por casa con las que empecé el confinamiento tienen un agujero cada vez más grande y temo que, si esto sigue así, se desintegren conmigo. Fin del undécimo día de encierro.

Martes, 23 de marzo

Me levanto como siempre, desayuno, friego, dejo las cosas medio listas, me pongo el vídeo de ejercicios de marras, lo hago a medias porque puedo saltármelo tranquilamente, solo faltaba, me ducho y, después, catacrac. Un agotamiento súbito. Mando a la mierda este diario y el trabajo y me dedico a descansar. Pienso de nuevo que estoy enferma. “Malditas defensas, me estáis fallando, me habéis librado de un virus para meterme en otro, malditas seáis vosotras y maldito sea Ortega Smith y sus anticuerpos patrios. A ver si no voy a ser española”. Es cansancio. Desconecto todo lo que puedo y durante varios momentos del día ni siquiera me acuerdo de la pandemia. Por la noche ceno con S. y una botella de vino. Hablamos de los viajes que hemos hecho solas y nos reímos un buen rato antes de irnos a dormir.

Miércoles, 24 de marzo

El militar Miguel Villarroya habló el viernes de “tiempos de guerra” y aquello llenó la red de gente diciendo que no éramos soldados. Pero, antes de que viniera él a usar la retórica bélica, ya la estábamos utilizando. Quizá tengamos que reconocer que es el modelo que hemos interiorizado y al que recurrimos de primeras en una situación excepcional. Hace unos meses hice una entrevista a Lolita Chávez, que se exiliaba en Bilbao porque en Guatemala corría el riesgo de ser asesinada por su lucha contra el extractivismo, defendiendo a su comunidad, la K’iche’. Ella me hablaba de la importancia de tener un modelo. El suyo, me decía, era la cosmovisión maya, un modelo milenario. “Es a largo alcance, estoy hablando de 5000 años (…) No es que mi generación tenga que ver esa lucha, pero la está tejiendo”. Quizá por eso, Lolita no es que no tenga miedo, es que no deja que le paralice. Ha asumido que su batalla no tiene por qué ganarse hoy y que, por el camino, se perderá mucho, pero tiene claro hacia donde caminan, aunque sea despacio. Esto choca frontalmente con mi mundo de la inmediatez, de los Excel y los proyectos por objetivos a corto y medio plazo. Pero es que ese mundo, que también es el de la retórica bélica, choca frontalmente con nuestro ideal de vida. La derecha reaccionaria tiene un modelo claro, pero a ese nosotras sabemos que no queremos volver. La izquierda desfasada también tiene el suyo, pero ni el trabajo ni el capital son ya iguales y a mí tampoco me convence esa lucha de clases que en realidad es la lucha del señor obrero. Los liberales o neoliberales también tienen el suyo y aunque ahora pidan más inversión social y más Estado, su objetivo es seguir manteniendo la maquinaria -al fin y al cabo, siempre les ha interesado el Estado aunque lo nieguen, el Estado de las amnistías fiscales y de los contratos privados pagados con dinero público, etc-. Dice el filósofo Zizek que es el momento de entender de forma nueva el comunismo y la comunidad. Para mí, esa forma nueva no es tan nueva y se llama feminismo de clase. Se basa en la redistribución de la riqueza, pero también en poner los cuidados en el centro porque piensa desde la raíz, que es donde se cruzan los ejes de opresión. Por eso las trabajadoras del hogar, la mayoría migradas, llevan años reivindicando que su labor nunca ha estado reconocida como trabajo y ahora denuncian que en esta crisis se quedan una vez más, fuera de las ayudas. La coronacrisis hace más evidente el avance hacia dos tipos de proletariado en un mundo de trabajos cada vez más robotizados: el proletariado de la tecnología, del teletrabajo, de la robotización, y la sociedad precaria en trabajos de servicios básicos, de cuidados, que siguen poniendo el cuerpo hasta en épocas de crisis como esta. Lo que tenemos que afinar es la estrategia para reventarlo todo de una vez con un modelo claro: si damos a los cuidados los recursos y el tiempo que merecen, el modelo de producción capitalista no sería posible. O al menos reduciría la máxima expresión con la que se pavonea ahora.

Despego un minuto la cabeza del ordenador y miro hacia los balcones de enfrente. Cuántas veces he recordado la película ‘La ventana indiscreta’ estos días (por cierto, hay muchas pelis de Hitchcock gratis en yutuf, y de Trouffaut, que no tiene que ver con lo que estoy contando, pero me acabo de acordar y como me gusta mucho, pues lo pongo). Pero en el bloque de enfrente de mi casa no pasa nada. Hace frío y nadie sale a los balcones. Estarán viendo series, cocinando, discutiendo, llorando, leyendo o vete a saber. Y yo aquí, dándole demasiadas vueltas a todo y pensando que lo mejor sería poner punto y final a este diario. Escucho esta canción de Extremoduro a toda pastilla y en bucle. Resuena por toda mi habitación, sale por la puerta de mi balconcito y canto a voz de grito: “¡¡Voy a hacer un butróoooooon que saque la cabeza fuera. Y sigo presaaaa, pero ahora el viento corre alrededor. Por mis pecados sigo presa!!”. A las 20.05 sigo en el ordenador mientras los aplausos llegan desde otras casas. Suena la canción ‘Resistiré’ en la calle perpendicular. Ya no me siento marginada, casi me alegro de no tener que aguantarla. Antes me encantaba esa canción. Especialmente por la escena final de ‘Átame’. En el coche están Antonio Banderas, Victoria Abril -después de que el latin lover se haya pasado toda la peli abusando de ella- y Loles León. Loles le dice algo así a Antonio: “Bueno, pero tú a la niña la quieres, ¿no?”, “Sí”, “Pues ya está”. Y pone la canción en el radiocasette y cantan. Antes me hacía gracia Loles en ese momento. Ahora, estoy con Victoria. El dios Pan es monstruoso y seductor. Victoria no canta. Yo, subo el volumen de Extremo.

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