La ‘monjitud’ como refugio contra la heteronorma
Más de cincuenta monjas escribieron en el libro 'Monjas lesbianas: se rompe el silencio sobre su lesbianismo', sobre cómo, durante años, subvirtieron las normas follando entre ellas dentro de los más gruesos muros de la institución católica.
A Rosemary Curb, en los años 80 del siglo pasado, su madre le aconsejó que no hiciera el libro Monjas lesbianas: se rompe el silencio (Seix Barral, 1985). A mí, en 2020, alguien me aconsejó también que no hablara de según qué cosas cuando vio un vídeo en el que contaba la historia de estas hermanas. Cosas. Cosas de bolleras. Cosas de monjas que se comen el coño. Cosas de curas violadores. Cosas de gente que no gasta formalidad dentro de la Iglesia y les provoca vergüencita. Todas en el mismo saco, claro. A Rosemary, Hermana María Geralda entre 1958 y 1965, su madre le dijo: “¿Para qué preocuparse? Todo el mundo piensa que los conventos están llenos de lesbianas. ¿Por qué lastimar a esas buenas personas de la iglesia católica?”. A mí, algo parecido: “Ya sabemos que esas cosas pasan, pero no hace falta decirlo, y menos de esa manera”. Rosemary tuvo un poco más de suerte que yo, quizá, porque a mi rapapolvo le siguió otra sugerencia que empezaba por: “Tú puedes acostarte con quien quieras, pero…”. Pero. En 2020 seguimos con los peros.
Recuerdo cómo llegó a mis manos Monjas Lesbianas. Según San Google, ya solo hay disponibles ejemplares de segunda mano por una media de 130 euros. Alguna versión digital por 20 euros se puede encontrar. Yo me tropecé con una edición de Seix Barral del mismo año de lanzamiento por 5 cinco en una librería low cost de Bilbao. Como me llevé cuatro libros más, me costó 2 euros. La cuestión es que Rosemary no le hizo ni caso a su madre y coeditó con Nancy Manahan lo que se convertiría en un best seller y fruto de una polémica en el seno de la Iglesia católica. Un libro en el que más de 50 ya exmonjas de entre veintitantos y 65 años contaron sus vivencias como lesbianas en los conventos estadounidenses que habitaron durante meses, años e incluso décadas. “Amistades particulares” que desafiaron tanto las normas de los espacios eclesiásticos como los preceptos religiosos imperantes. Monjas lesbianas.
Publicar algo así en 1985 fue un hito, tanto que se tradujo en varios idiomas (alemán, castellano, francés, italiano, portugués…) y la Iglesia trató de censurarlo. En algunos lugares lo consiguió. Era la primera vez que se ponían negro sobre blanco, como sus hábitos, las vivencias sexuales de estas mujeres dentro de los conventos. Naiad Press, la editorial especializada en literatura lésbica que publicó la pieza, alcanzó visibilidad nacional en Estados Unidos con este lanzamiento. Pero, a ver, ¿qué son las monjas lesbianas? “Si nuestra cultura define la normalidad en términos de experiencia masculina y valora solo a mujeres que se relacionan con hombres, tanto las monjas como las lesbianas tienden a ser ridiculizadas y dejadas de lado por irrelevantes para los progresos de la historia -escribía Curb al comienzo del libro- la existencia misma de comunidades autónomas de mujeres amenaza la arrogancia patriarcal”. Curb se preguntaba: “¿Cuántas mujeres de mi generación nos hicimos monjas porque ya éramos lesbianas? Quería encontrar a mis hermanas lesbianas que habían entrado en el convento no solo como respuesta a la llamada de Dios, sino como refugio contra la heterosexualidad, el matrimonio católico y la agobiante maternidad”.
Nunca se me habría ocurrido a mí, que he sido criada en una familia en la que una mitad reparte ostias y la otra mitad comulga, y he aprendido de cerca lo que es correcto y lo que está mal visto todavía hoy, escoger a la Iglesia como refugio contra la heterosexualidad. Ya a los 15 supe que no me iba a seducir nunca, y la Iglesia tampoco. Una casa que, cuando no la silencia u omite, acoge tu sexualidad como se acoge a una persona enferma; una casa que habita una mentalidad de piel fría como el cemento de los muros que la sostiene; una casa que no admite, sino que censura, que no acepta, reprueba, que no abre sus puertas la diversidad sino que la neutraliza y obliga a la renuncia, que no recibe, expulsa, que no reconoce, condena, no me pareció nunca, a simple vista, un posible hogar. En los hogares se encienden hogueras de entendimiento, de cariño, de amparo, de cuidado, de cobijo. Un hogar es guarida, no desabrigo. Es refugio, no cárcel. Pero en los años 50 y 60 del siglo pasado, muchas mujeres encontraron tras los barrotes de la institución religiosa un lugar donde, a través del silencio penitente, lograr escuchar a sus cuerpos. “Quienes hemos dejado la vida religiosa hace cinco, diez, veinte años, después de experimentar la intimidad sexual detrás de los muros del convento, recordamos a nuestras amantes y a nuestros vibrantes o magullados corazones tan vívidamente como si todo hubiera ocurrido ayer”, escribía Curb.
Romper el silencio, salir del armario, es un proceso muchas veces doloroso. Salir de la sacristía, lo supongo un abismo. Estas hermanas tenían en común su sexualidad, pero no contaban con lugares comunes en el lenguaje a través de los cuales pensar sobre sus sentimientos y emociones, sobre lo que les hacía vibrar el pecho y temblar las piernas. Tampoco espacios de encuentro. No había Chueca.com ni Wapa, ninguna forma de intercambiar experiencias y hablar entre ellas sobre lo que sentían o hacían unas con otras. Algunas llegaron a follar en habitaciones contiguas a las de las madres superioras, incluso con ellas, pero muchas ni siquiera fueron capaces de exteriorizar su deseo, de expresarlo libremente y sin miedo con sus amantes. Aunque, en parte, se sabía, las comunidades guardaban silencio. “Nuestras superioras estimulaban la obediencia ciega, la autonegación, la vigilancia de los sentidos, la mortificación de la carne… Se nos prohibía tocarnos. Se nos decía que éramos enfermas, malas, peligrosas, imperdonables”, relatan.
Como con todo en la Iglesia: silencio. Silencio y penitencia. Rectitud. Formalidad. Según Manahan, una tal Judith Brown, que no sabría yo decir si es la autora de Afectos vergonzosos. Sor Benedetta: entre santa y lesbiana, descubrió lo que creía que era el primer caso documentado de una relación lésbica entre monjas. Se trata de “una joven abadesa que pretendía tener extraordinarias experiencias místicas”. La investigación reveló que lo que estaba haciendo era follar con otra monja. Pues eso: extraordinarias experiencias. Hubo juicio y transcripción explícita de su “forma de hacer el amor”. En España, una mujer se escapó de un convento disfrazada de hombre y mantuvo relaciones con varias mujeres. Cuando descubrieron “su sexo, la devolvieron al convento y, a su liberación, dos años después, fue saludada como una celebridad y, en una audiencia con el Papa, obtuvo permiso para usar atuendo masculino durante el resto de su vida”, cuenta la también ex-monja Nancy Manahan.
Sensualidad en la clausura
“A veces empezó con un fraternal masaje entre novicias, una visita de caridad a una hermana inmovilizada en su lecho o una discusión teológica ya avanzada la noche”, escriben. Y “sí, hermanas, algunas de nosotras lo hicimos incluso en el convento”. Contaba Margaret una anécdota con una maestra. En una prueba de su vestido dominguero de postulante, vio que el suyo le estaba “grande de busto” y preguntó a su maestra si podía modificarlo: “Abrí mi capa para mostrarle que era demasiado grande. Me miró y miró luego mis pechos, después extendió las manos y me los tocó varias veces con sus índices desde el costado hasta los pezones”. Le dijo que no se preocupara, que el vestido estaba bien, pero ella estaba pasmada, no podía creer que le estuviera tocando los pechos: “Me produjo escalofríos. No podía hablar”, contaba. Después de eso, empezaron a verse a solas en el trastero o en el cuarto de baño. Se abrazaban y se tocaban de cintura para arriba. No hablaban. Un día, tras la llamada al silencio por la noche, la maestra se le echó encima y le comió la boca. Después dijo “no debemos hacerlo nunca más”.
Monique DuBois tenía clarísimo que quería dedicar su vida a Dios. Lo amaba. Estaba profundamente enamorada de él. Su “desilusión ante las relaciones que veía a su alrededor y la falta de amor que advertía en ellas” la hizo anhelar la clausura y, en cuanto descubrió la existencia de tales órdenes, no dudó. Quería soledad, servicio espiritual, silencio. Siempre supo que las mujeres le atraían, pero no se le ocurrió “para nada escoger la sexualidad como parte” de su vida, cuenta en una entrevista que le hizo Rosemary Curb en noviembre de 1982. Pero hubo un momento en el que fue siendo más consciente de su cuerpo y de su apariencia física y empezó a experimentar acercamientos físicos hacia sus hermanas. “Las nuevas sensaciones eran muy agradables y las investigué mentalmente con muchísimas fantasías sexuales y físicamente por medio de la masturbación”, resumía. Vivió esas sensaciones en varias ocasiones, llegó a tener muchas relaciones con sus compañeras, “más sensuales que sexuales”, pero siempre volvió al celibato. Hasta que la homofobia entre sus hermanas le hizo “estallar la mente” y, desilusionada con la Iglesia católica, dejó en convento. Hasta el momento en que se publicó su vivencia en el libro de Curb y Manahan, había disfrutado de su sexualidad con su amante durante seis años tras abandonar la vida religiosa.
A las que se quedaban en los conventos, les esperaba un camino bastante más pedregoso: “Encarcelamiento en hospitales mentales, terapia de drogas y electroshock, que a veces llevó a algunas monjas al suicidio. […] Nuestras superiores nos consideraban locas, enfermas, desviadas, inapropiadas para la vida religiosa, o simuladoras de enfermedades físicas”. El final, o el comienzo, de las historias de estas monjas lesbianas fue dejar de ser lo primero para poder ser lo segundo. Muchas dejaron la vida religiosa, otras la reformularon. La mayoría, al abandonar el convento participó activamente en política: fueron parte del movimiento feminista y directoras de agrupaciones gais, escribieron y editaron periódicos lesbianos, participaron en los movimientos por la paz, por los derechos civiles, contra el racismo, por el medio ambiente, por los derechos de los presos, por la desobediencia civil. Fueron marxistas, anarquistas, comunistas.
Libro intensito. Libro para gozárselo un domingo en el sofá a media tarde o para llevarlo en el bolso durante semanas e ir conociendo cada día a una de estas madres superioras del lesbianismo. 380 páginas de mujeres que subvirtieron el orden eclesiástico cuando el silencio retumbaba en todos los oídos. Existían y existen mujeres que eligen la vida religiosa pero no quieren renunciar a compartir sexualmente con sus compañeras. Existen las monjas que tienen deseo sexual, anhelan saciarlo y no se privan de ello. Existen las que han mandado a la mierda a la Iglesia y las que deciden quedarse para lesbianizarla. Que siempre está bien.
Tranquila, hermana, puedes ser lesbiana.
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