Murcia, qué hermosa eres
A veces se hace difícil valorar lo que tan violentado está continuamente. A pesar del estigma, Murcia no es una bahía de fachas y paletos. Hablemos de murcianofobia.
Decía Mar Gallego, una feminista andaluza a la que adoro, hace un par de años que “a la gente no le suele gustar los acentos de los pueblos pobres”. Tiene razón. Ni el acento, ni las costumbres ni ná. El folclore sale caro, ya lo trasplantes a otra tierra en la mochila o lo dejes florecer en el tiesto de siempre. Y cala hasta el punto de que a veces esos mismos pueblos acaban detestándose a sí mismos. El estigma, aunque perpetrado desde fuera, permea como la jodida gota malaya, se te mete hasta los huesos y te deja dentro humedades para siempre.
Recuerdo con nostalgia todo lo que he amado la Región de Murcia, y también recuerdo con una vergüenza nítida todo lo que la he despreciado. Empiezo por el final para que esto acabe un poco bien. Una es desahuciada con su familia en plena crisis, expresa su lesbianismo públicamente, crece, estudia una carrera y empieza a aprender a menospreciar casi sin querer lo que tiene alrededor. Cada proceso electoral, Murcia vota facha. En cada bar de cada pueblo, Murcia habla facha. Murcia va mucho a misa. En Murcia hay mucho toreo, mucho costalero, mucha bandera de España y muchos vivas a la Guardia Civil. En Murcia tó se garrapiña (sí, como las almendras): como pongas papel higiénico en el aseo del bar, ya sabes que no dura ni un día porque alguien se lleva el rollo; “mi vecino vive de puta madre cobrando el paro, la ayuda y vendiendo cupones en negro”. Murcia es racista. Murcia no alquila pisos a moros, ni a gitanos, ni a nada que huela a pobre, aunque la clase media blanquita del centro de Cartagena prefiera pasar penurias en casa con tal de salir y que la vean en la Calle Mayor tomando café con todos los oros al cuello. En Murcia no hay nadie que no tenga un familiar o un colega policía, guardia civil o militar. Murcia es conservadora, vieja, basta, inculta. En Murcia hay mucho fracaso escolar. Las instituciones murcianas impulsan un pin parental para que no se pueda educar en igualdad y en libertad sexual y de género y a la gente le gusta. Murcia es conformista: pueden estar meándole encima y creerse que llueve. En Murcia son retrasados, ¿no ves que siempre votan a la derecha? En Murcia solo hay paletos y fachas. ¿Y ese acento? Qué vergüenza cuando salen en la tele. Vocaliza, coño, VOCALIZA, que no se te entiende. Y óle, que no olé. Aunque es lo mismo, ¿no? Todo eso de por ahí abajo es Andalucía. Viva la Virgen, Arriba España y no me seas maricón.
Eso es Murcia de Despeñaperros para arriba, y nos lo hemos creído las de abajo también. En la carrera de Periodismo te dicen que tienes dos opciones en radio y televisión: neutralizar tu acento o ir a un logopeda para volver a aprender a hablar. Te lo dicen delante de 80 personas que aguantan la risa sin éxito. Y a ti se te queda la cara de un tono parecido al de los tomates que tenía tu madre en el jardín cuando eras pequeña. Intentas por todos los medios controlar las haches aspiradas y eliminar de tu diccionario acho, pijo, leja y alcaciles, y suprimes el sufijo -ico hasta que nadie pueda decirte que eres muy graciosa por cómo hablas. Y acabas pegandote una pijá a reír de tus orígenes. El pueblo pobre se te queda pequeño y terminas siendo parte de una diáspora formada por quienes tuvieron que huir necesariamente y también por quienes creyeron que no crecía la hierba entre los viejos muros del reino cristiano de Murcia. Me fui por algunas razones que mantengo, pero me fui dejando un rastro de mierda llamada vergüenza que cada vez que retorno la vista inunda mi nariz con un olor infecto a abandono y a culpabilidad. Y solo pasado un tiempo, desde Euskal Herria, mi tierra de acogida y quien tiene la mitad de mi corazón atravesado, con la distancia escogida, cuando la garganta empieza a escocerme de tragar tanta murcianofobia -propia y externa-, empiezo a desnudar mis anhelos escondidos, mis añoranzas, mi camuflaje. Empiezo a deshacer mi renuncia a parte de lo que soy.
Murcia no es una bahía de fachas y paletos. Murcia no es Santiago Abascal llenando la plaza de toros ni el imperio eclesiástico que contamina cada medida legislativa. Murcia no son los pelotazos urbanísticos ni los chiringuitos que conquistan y dan muerte a las playas. No es la UCAM ni Pérez Reverte. Murcia no es una Diócesis, es un pueblo diverso. Vuelvo a hacer memoria. He recorrido la árida y calurosa tierra que me dio la vida de una punta a otra. He subido decenas de veces las cinco colinas de Cartagena, mi casa, y las he tocado, besado, arañado con mi cuerpo jugón de niña. Me he morreado con gente en cada picoesquina de la ciudad de Murcia, he bebido Estrella Levante hasta que me ha acabado gustando la cerveza, como debe ser. He recolectado hojas de limonero cada verano con mi madrina para hacer paparajotes bien grandes en casa. He absorbido con cada poro de mi piel el salitre del Mar Menor, hoy en su lecho mortal. Aprendí a andar con los pies llenos de aquella arena. He devorado los melocotones de Cieza y he comido caldero con arroz de Calasparra hasta reventar. Ahora soy vegana, pero mentiría burdamente si dijera que no me he dado atracones de pasteles de carne o de michirones. Pero esto no es la guía Michelin ni un post de TripAdvisor. También he descubierto la militancia en las plazas y calles murcianas y en la cafetería de la Facultad de Trabajo Social de la UMU. Y he comprendido mi condición de clase obrera en el maletero de la furgoneta de mi madre, en las manos negras de pelar cables de mi padre, en el frigo pelao de mis vecinas y en las ‘lentejas al agua’ de mi abuela.
Soy de un pedazo de tierra que se pone a 49 grados en verano y de un barrio que convive con las cucarachas residentes de esas calles donde no pasan cada veinte minutos los servicios de limpieza del Ayuntamiento, las magdalenas gordas del Manolo y el afilaoooooooó. Vengo de limonero, carajillo y chirigota. Vengo de donde las cosas se piden a gritos de una punta a otra de la calle y de donde en abril ya se viste manga corta y con chancletas. Soy de un pueblo que resistió al fascismo hasta que lo masacraron al final de la guerra, que aglutinó a miles de personas el 15M y que ha peleado el soterramiento del maldito AVE diariamente durante más de dos años. Los libros son estupendos, maravillosos. Pero no es la librería de mi piso actual la que me ha enseñado a ser lo que soy y lo que quiero ser. He aprendido feminismo de todas las mujeres de mi casa, sí, de esas que todavía ni se sienten seguras de declararse feministas. Con ellas he aprendido a remendarme los calcetines, a apurar bien un mojete y a ponerme un tampón. Cuidados, resistencia y autodefensa feminista éramos nosotras cuatro contando monedas entre los cojines del sofá para comprar el pan a las puertas de un desahucio y la olla de caldo con pelotas cuando murió la madre de nuestra vecina y amiga de toda la vida. Feminismo es la Butler escribiendo ensayos, pero también lo es mi abuela no colgando el delantal un solo día del año y yendo ella sola al baile de la orilla de la playa.
Con todo, no abandono algunas sensaciones que me recorren el cuerpo. Mi querida compañera y amiga Andrea Momoitio reflexionaba hace ya un tiempo sobre si la sensación de arraigo es un privilegio, se preguntaba qué personas pueden disfrutar de él y quiénes no tienen lugar al que volver. Cuando la leí me atravesó entera. “Puedo caminar por allí con los ojos cerrados y no perderme, pero, en el fondo, no sé dónde estoy. La iglesia es ahora de otro color. Mi colegio, más alto. La tienda de gominolas de Moni está cerrada y han borrado todas las pintadas irreverentes que hicimos en el parque. Reconozco el tejido de los árboles, pero apenas conozco ya a ninguna de las personas con las que me encuentro por la calle. Podría describir con exactitud el camino de mi casa al ambulatorio y, a la vez, me siento ajena a las calles empinadas e insípidas de ese pueblo. He aprendido a vivir con la sensación de no tener raíces, de no sentir bajo mis pies tierra, de no poder plantarme en ningún sitio. Es una sensación de nada; de no tener pasado, ni lugar al que volver”, escribía. Me hizo tanto sentido que yo diría que noté crujir mis vértebras como si me hubieran dado una patada en las costillas. Me sentí desvalijada.
Yo también he sido y soy la bollera de izquierdas que se largó del seno de un entorno ciertamente hostil para desplegar las alas y ser, y que encuentra en otra orilla el lugar seguro y cálido, a pesar del frío, donde siente que su cuerpo se pertenece a sí mismo. “Esa sensación de pertenencia fiel a un lugar sólo pueden tenerla quienes encuentran en esa maceta todo lo que necesitan. No es mi caso, ni mi casa”, decía Andrea. Tampoco el mío, querida. Y sí, basta ya de culpas, “si me fui es porque no encontraba la forma de encajar en el mapa cuadrado de las calles empinadas de mi pueblo mi manera de entender el mundo”. Aunque, ahora, me apetece sanar. Sanar y reencontrarme con el desacuerdo de una forma más cariñosa. Darle la mano a mi otra yo, la que sigue huyendo despavorida de esas calles en las que hace tiempo que no logra encontrarse.
Acabo de dar la entrada de un piso en alquiler en Bilbao y estoy ilusionada. Y también me escuece el pecho. Porque estoy completa e irrevocablemente enamorada de Euskal Herria, he aprendido muchísimo de esta tierra y de su gente y he hecho del frío del norte mi hogar. Pero sigo siendo más de Reyes Magos que de Olentzero, más de Carthagineses y Romanos que de Aste Nagusia, más de copla y de jota murciana que de euskal dantza, más de pataticas con limón que de pintxopote. Como dice la escritora uruguaya exiliada Cristina Peri Rossi, “partir es partirse en dos”. Así estoy yo, echando siempre irremediablemente de menos, con el alma empadronada en Bizkaia y el rabillo del ojo mirando siempre hacia el portal de mis hermanas en el sur. Con dos mares atravesados en el pecho. Me quedo con todo. De momento, continúo siendo diáspora, pero ya nunca más miraré por encima del hombro a quienes me sostuvieron en los suyos. En Murcia hay mucho facha, puede ser. Y tendrán el 60 por ciento del poder institucional entre gaviotas y naranjos. Pero Murcia también es su movimiento feminista, sus sindicatos anarquistas que llevan décadas peleando por lo público, su coordinadora antirrepresión, sus asociaciones por la memoria histórica y todos sus proyectos de okupación que tengo la desgracia de desconocer. Hablemos de antifascismo murciano, de feminismo murciano, de memoria murciana. Hablemos de folclore, de las abuelas murcianas, de las vecinas murcianas, de las bolleras murcianas. Murcia no cabe en un chiste. En Murcia hay mucha comunión, sí, pero también hay mucha irreverencia. Existe una Murcia combativa. En la huerta sigue habiendo resistencia. En la huerta sigue habiendo un lugar para mí, para todes.
Murcia, qué hermosa eres.