Diario de una pandemia V. Bots, rastreo de datos y especulación

Diario de una pandemia V. Bots, rastreo de datos y especulación

Ya estamos geolocalizadas, pero todavía quedan resquicios de resistencia, como el humor y las conspiraciones. Las fases se solapan.

02/04/2020

Diario de una pandemia

Fases 8, 9 y 10, simultáneas: tedio, angustia y humor

Miércoles, 25 de marzo
Después de la intensidad catártica de los primeros días, cuando todo eran imágenes vibrantes de caceroladas, memes, aplausos, aperitivos al sol del balcón, militares hablando de guerra en la tele y tomando la calle, decretos, alarmas, etc.; después del trabajo frenético, la escritura y la adaptación compulsiva al nuevo orden, todo empieza a volverse más gris. La semana se hace más dura. Los días, más largos y el agotamiento, mayor. No sé si es solo mi percepción pero parece que tenemos menos que contarnos. Casi lo único que se actualiza en los canales de noticias de Telegram que sigo es el número de muertes. De vez en cuando, un caso esperanzador de sanación, casi como si fuera un milagro. El número de personas que se recuperan no es carne de titular. Sigo hablando con mi abuela a diario. Cada día hace un viaje por la tele, ve un país. Aparte de eso, tiene poco más que contar. Lo que ha comido. Que le han vuelto a dejar la compra en el ascensor y la ha tenido en la terraza unas horas antes de organizarla en la cocina. Que sale a dar un paseo a la terraza si no hace mucho frío. Leo esta entrevista en la que se relaciona a las multinacionales de la agroindustria con la propagación de pandemias. Y luego veo por ahí que hay quien apuntala una suerte de ecofascismo, poniendo el origen del problema en que somos demasiada gente y demasiado consumistas.

Jueves, 26 de marzo
Tengo una contractura en el cuello. Trabajo al ritmo que puedo. Unos días son diez horas, otros, cuatro. De las medidas que habíamos tomado en casa, algunas las seguimos a rajatabla, como la de dejar los zapatos en la habitación junto a la entrada. Otras las hemos ido aparcando, ya no hervimos los cubiertos. Estamos cansadas. Oscilamos entre la hiperresponsabilidad y la desidia. Nos tragamos una serie mexicana, malilla pero entretenida, en una tarde. Seguimos comiendo, haciendo la colada, limpiando la casa, trabajando, bebiendo a ratos, viendo series y películas cada vez peores. Salimos menos al balcón. Cada día hace más frío y no hay nada que ver. Oigo unos gritos en la calle y me asomo corriendo por si hay algún problema. Son dos yonkis discutiendo a grito pelado por 20 euros. Están siendo poco discretos pero no parece que haya policía cerca. Nadie les grita desde las ventanas. Alguna persona pasa a su lado con indiferencia. En seguida acaban y cada uno sigue su camino. Por mi calle pasa muy poca gente y muy de vez en cuando. Pasan con una bolsa o con un perro. Empiezan a proliferar los bots de corte ultraderechista en tuiter. Se presentan como ‘mártires’ de esta ‘guerra’, consiguen algo de popularidad. Luego se convertirán en aspersores de mierda.

Viernes, 27 de marzo
No tengo muchas notas de este día. Lo paso trabajando como puedo y por la tarde veo una serie sobre jóvenes abogados estadounidenses y ricos, que se dedican a tejer tramas y hacer tejemanejes absurdos para seguir en la cresta de la ola. Se complican la vida con asesinatos sin necesidad. Siempre hacen alegatos convincentes y todo eso. Dan asco pero me entretienen. Me dan ganas de lanzarles siete plagas para que aprendan lo que vale un peine. Ceno una pizza congelada. Bueno, la descongelo antes. Echo un vistazo rápido a tuiter. El presidente, al parecer, ha vuelto a hablar. Ha dicho que se anulan todas las actividades laborales no esenciales. En el BOE, también al parecer, no se concreta nada al respecto. Mucha gente anda preguntando en los perfiles de redes que sigo cuáles son esas actividades, qué pasa a partir del lunes. Nadie sabe nada del todo.

Sábado, 28 de marzo
S. se ha encontrado, cuando iba a la compra, con uno de los dos hermanos que regentan la tienda de ultramarinos de debajo de casa. Lleva días cerrada porque la mujer del otro ha tenido el bicho. Por prudencia. El lunes les hacen las pruebas a los dos y, si dan negativo, abrirán de nuevo. La noticia nos da la vida porque les echábamos de menos. El sábado sí se publica un BOE concreto: una orden que da permiso para permitir el rastreo por geolocalización de toda la ciudadanía. Es por nuestra seguridad. Aplausos. Transcribo aquí los párrafos de la orden ministerial que más me gustan. Las mayúsculas son mías.

Primero. Desarrollo de soluciones tecnológicas y aplicaciones móviles para la recopilación de datos con el fin de mejorar la eficiencia operativa de los servicios sanitarios, así como la mejor atención y accesibilidad por parte de los ciudadanos

  1. Encomendar a la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, del Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital, el DESARROLLO URGENTE y operación de una aplicación informática para el apoyo en la gestión de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Dicha aplicación permitirá, al menos, realizar al usuario la AUTOEVALUACIÓN en base a los síntomas médicos que comunique, acerca de la probabilidad de que esté infectado por el COVID-19, ofrecer información al usuario sobre el COVID-19 y proporcionar al usuario CONSEJOS PRÁCTICOS Y RECOMENDACIONES de acciones a seguir según la evaluación.
    La aplicación permitirá la GEOLOCALIZACIÓN del usuario a los solos efectos de verificar que SE ENCUENTRA EN LA COMUNIDAD AUTÓNOMA en que declara estar. La aplicación PUEDE INCLUIR dentro de sus contenidos ENLACES CON PORTALES GESTIONADOS POR TERCEROS con el objeto de facilitar el acceso a información y servicios disponibles a través de Internet.
    La aplicación NO CONSTITUIRÁ, en ningún caso, UN SERVICIO DE DIAGNÓSTICO MÉDICO, de atención de urgencias o de prescripción de tratamientos farmacológicos. La utilización de la aplicación NO SUSTITUIRÁ en ningún caso LA CONSULTA CON UN PROFESIONAL MÉDICO debidamente cualificado.

Y, bueno, más adelante pone que queda derogada la ley de protección de datos. Detalles. Me imagino a esa Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial -leed el nombre de dicha secretaría con la voz del NO-DO, que podéis recordar aquí-, fingiendo que trabajan en el desarrollo de una tecnología ya desarrolladael primer GPS de la historia es de 1909- y haciendo luego la demostración delante del Ministerio de Sanidad, el presidente y demás gerifaltes:

– Hemos conseguido desarrollar una tecnología innovadora, segura y precisa en dos días, presi.
– Fenomenal, qué portentos. Y, ¿cómo decís que funciona?
– Pues a través de la aplicación le decimos al usuario unas cosas sobre cómo funciona el bicho y así puede hacer un autodiagnóstico. Como cuando leen los síntomas en una web, pero en la aplicación.
– Ah. Entonces, ¿con la aplicación podemos saber si son personas enfermas o sanas?
– No, a ver, jefe, tampoco. Validez de diagnóstico médico no tiene. Pero les damos unos consejillos para superar al bicho. Como en una página web, pero en la aplicación.
– Y se hace un seguimiento.
– ¿De las personas?
– No, de la enfermedad.
– Ah, no, de la enfermedad no, pero de las personas sí, mire, podemos saber seguro seguro y sin lugar a dudas dónde se encuentran en cada momento.
– ¡Magnífico! ¡Brillante! ¡Nunca vimos nada igual!

Tiene un aire mortadelofilemonesco, lo sé. Y probablemente no sea así y estoy exagerando, tampoco soy una experta. Pero Marta Peirano sí. Ella es experta en tecnología, privacidad y vigilancia, y defiende que se están aplicando las medidas más baratas -una tecnología ya desarrollada- y no las más efectivas. Aunque sean relativamente sencillas, como hacer mascarillas para toda la población. “Aquí se ha responsabilizado a la población por querer llevar mascarillas, culpándonos de la irresponsabilidad del Gobierno”, afirma ella. Y, como me dice J. luego, la máxima de la tecnopolítica es que si algo puede hacerse, se hace. Cuando acabe todo el tema del coronavirus, es probable que la vigilancia se siga utilizando. Veremos cómo. Y para qué. Como explica Florencia Goldsman en su sección de tecnologías desde la periferia en Pikara Magazine, los datos que se estaban recolectando hasta ahora tienen “como meta pronosticar y modificar el comportamiento humano, es un medio para producir ingresos y, al mismo tiempo, control de mercado”. Es interesante leer este artículo de febrero, cuando ella ya hablaba de distopía sin saber -como todas- la que se nos venía encima. Podríamos organizar una huelga de consumo-producción de datos para no dar más aire a estas empresas, se me ocurre. Aquí hay más información sobre aplicaciones anticoronainfección, por si a alguien le interesa. Yo lo he mirado por encima y me he encontrado esto:

“El proyecto Open Coronavirus ofrece una solución digital de monitorización, diagnóstico y contención de los contagios de SARS-CoV-2 que permite aplicar de manera controlada las medidas de cuarentena en los focos o puntos calientes, minimizando así la cuarentena general de la población, reduciendo la sobrecarga de los sistemas sanitarios y facilitando al mismo tiempo la reanudación progresiva de la actividad cotidiana en el menor tiempo posible”.

La ansiedad me come así que decido que es el día de darme un paseo y recuperar de una vez mi cámara, porque además necesito algunas fotos que saqué y que tengo que editar. Me acerco a casa de las amigas donde me la dejé hace ya veinte días. Veinte días sin tocarnos, hablando a través de pantallas. Tampoco es un drama. Llamo al timbre.

– Si queréis recojo la cámara en el portal, ¿eh?
– No, bueno, tranquila, sube -arriba me esperan en la puerta, con el perro.
– ¿Paso o preferís que no? A mí me da igual, de verdad.
– No, pasa, pasa. Lávate las manos. Coge una toalla limpia de ahí para ti.

Y así, tímidamente: “¿Nos tomamos una cerveza?”, “venga”. Tienen terraza, nos conectamos por Jitsi con otras personas, tomamos un aperitivo detrás de otro hasta la cena, las cosas parecen normales por un rato. La ansiedad se aplaca. Me dan las once de la noche. Vuelvo a casa por el paseo junto a la ría. Está todo en silencio. Me cruzo con un par de coches de policía que circulan despacio. No llevo bolsa de la compra, ni perro, ni nada. Me siento una delincuente así que doy por hecho que me pararán y multarán. Pero no. Me cruzo con un hombre con un perro. Otro baja la basura con la mascarilla puesta. De los pantalones que tengo para estar por casa, unas mallas están en estado de descomposición y los otros, en la lavadora. Como hace días que no soy capaz de hacer ejercicio, decido reciclar las mallas del gimnasio para la vida corriente, el día a día del confinamiento. Satisfecha con mi capacidad de adaptación, duermo plácidamente hasta casi el mediodía del domingo.

Domingo, 29 de marzo
Si la semana había sido tranquila -todo lo tranquila que el hastío permite-, el domingo vuelve la agitación. La combinación de tedio-sobresalto-tedio-control-tedio, mientras se extiende un virus que no veo, me da una sensación de irrealidad. Como de serie con cien capítulos en los que no pasa nada y que, cuando estás a punto de dejar, da un giro argumental con la promesa de que algo está a punto de ocurrir y te tienta a engullir el siguiente. A media tarde salta un vídeo de abusos policiales, de nuevo, en mi barrio, unas calles más arriba. Un chico que tiene diversidad funcional es interceptado por un par de agentes cuando vuelve de una tienda hacia su casa. Aunque avisa del problema que tiene y lleva una bolsa, los agentes sacan la porra. Lo esposan contra la pared y la madre baja corriendo de casa, gritando que su hijo no está bien. Que, por favor, le dejen. Tiran al suelo a la mujer. Cuento cinco coches de policía. Tanto el hijo como la madre son personas racializadas. En el grupo de los makers autoorganizados que elaboran material de seguridad con impresoras 3D ya hay gente de otros países. El mensaje principal para explicar la dinámica se ha traducido al inglés. Comentan que hay quien quiere sacar provecho económico del movimiento. Del tema de los coronabonos no me apetece ni hablar. Por otro lado, las grandes superficies se dedican a almacenar bienes de primera necesidad para especular con los precios estos días un poco más de lo habitual. Hace unos días, las envasadoras de Almería decían que en los almacenes se estaba envolviendo mucho género en plástico, como si fuera a guardarse durante más tiempo. Lo de los intermediarios en la agricultura me recuerda a los intermediarios web: aplicaciones, redes sociales, buscadores [colonización del territorio/espacio].

Lunes, 30 de marzo
“En mi pueblo han echado un pregón hoy. Quienes hagan desplazamientos ilegales, serán llevados ante la Guardia Civil”. Me lo cuenta una amiga recluida en un pueblito extremeño donde está pasando la cuarentena sola. Control policial, control vecinal y control telemático. Quedan todavía algunos flecos por atar, como el onanismo. Miro por la ventana a ver si ha abierto la tienda de ultramarinos. Todavía no. A las nueve de la noche, la cacerolada es contra el racismo y los abusos policiales. S. viene conmigo a mi balcón, con su cazuela. Yo, con la mía. Saco el silbato y parezco un Carlinhos Brown frenético entre percusión y pitos. Dos personas más del bloque de enfrente se unen. Desde la calle San Franciso llega el estruendo cargado de rabia. Recuerdo el escrito de Juan Zugazagoitia sobre el barrio. Es de 1899. Lo descubrí hace dos años, haciendo un proyecto con un par de amigas. El hijo del fundador de Altos Hornos y uno de los primeros afiliados a la Agrupación Socialista de Bilbao arrancaba el texto así: “Este es el barrio de la gente aparte. Se extiende en cuesta, de un cuartel a un convento y unas minas (…) En él viven los obreros peor pagados, y un mundo extraño de indigentes, buhoneros, embestidores…”, y una ristra de adjetivos para describir a gentes con “vidas inverosímiles”. Algo de eso hay. Pero, más que el halo romántico de la pobreza y de la marginación, prefiero recordar esta anécdota. Año 1886, 18 de mayo. Los panaderos, armados con palos, paralizan todas las panaderías de la población. En uno de los mítines del Teatro Romea, en la plaza de la Cantera, la policía entra para disolver la reunión, matando a un obrero y deteniendo a los demás. Al salir del local, tienen que esquivar las piedras, ladrillos y cualquier tipo de objeto que cae desde los balcones de las calles de Bilbao la Vieja y San Francisco.

Por la noche S. y yo queremos ver alguna peli absurda y mala que no lleve a ningún sitio. Encendemos la tele y los canales habituales se han resintonizado -la señal va y viene de una forma misteriosa-. Ponen Ferst deits y lo dejamos un rato. Pepe, de 81 años, quiere convivir con una mujer cariñosa los cuatro días que les quedan. Esther, de 78, dice que nanai, que de convivir nada. Otro participante cuenta que ‘El diario de Noa’ cambió totalmente su concepción sobre el amor. S. me dice que no la ha visto. La ponemos. Dos horacas de pastelada. S., que lleva todo el día moñas, dice que después de tanta movida edulcorada se le han quitado las ganas de monerías. No recordaba que la relación de Noa y la churri empieza con él amenazando con matarse si ella no acepta una cita. Pienso en el participante y su concepción radicalmente nueva sobre el amor. Lo de que ver cine y leer es bueno, está sobrevalorado.

Martes, 31 de marzo
Estoy enganchada a un juego de mierda, de esos que cumplen perfectamente con la mecánica de las máquinas tragaperras que explica Peirano en la entrevista que he enlazado. Me consuelo diciendo que al menos no invierto dinero. Tengo que pasar pantallas para conseguir puntos con los que amueblar mi hogar. Acumulo ya varias casas. El apartamento de soltera cuqui pero pequeño, el de casada con un salón más grande y sin mesa de estudio en la habitación, y la casa de campo. Mientras amueblo esta última, la luz de mi cocina física sigue sin funcionar. No me suelen atrapar los juegos, pero éste, estos días, me sacia un poco. Justo ahora acabo de escribir a Z., que nos ha enviado una ilustración para la entrevista que hice hace un tiempo a mi amiga Belén. Belén, además de amiga, es vecina de mi barrio, y siempre nos veíamos en las calles. Aunque ahora viva en otra zona, las baldosas de San Francisco tienen marcadas sus pisadas. Estamos preparando un especial de vecinas para reforzar estos días la importancia de las redes cercanas y me he encargado de subirlo a la web. Algunas de las mujeres de nuestro barrio han ejercido la prostitución, así que es curioso leer textos, desde el encierro, de ellas hablando de las calles y rincones de este lugar en las que han pasado tanto tiempo. Le pregunto a Z. qué tal va la cuarentena, me comenta que en su barrio se organiza hasta un bingo y me acuerdo de la semana que pasé en el pueblito palentino de mi amigo M., con él y con T. No había mucho qué hacer, pero era verano y en el bar del pueblo organizaban bingo todas las noches. Nos jugábamos los euros, sincopadas, mientras escuchábamos los números que decía una aplicación desde un móvil conectado a un altavoz. No ganábamos nunca, pero tomábamos un gintonic tras otro y el bar estaba lleno hasta los topes. Nos reímos muchísimo. Sobre todo porque siempre ganaba una cuadrilla de chavalas y la gente mayor se empezaba a picar, mientras nosotras fantaseábamos con pegarles el palo cuando fueran para casa. Ahora que lo pienso, igual no soy de engancharme a juegos porque tengo trabajo y dinero para gastarlo después en vida social. Si no, sería la más adicta. Z. me dice que lo del bingo lo hacen los del bloque de enfrente al suyo con un altavoz y un micro, que se ponen en los balcones y van cantando los números. Lo malo es que a ella no le llegan, así que no participa. Bueno, eso, y que después ponen la Macarena y cantan hola don Pepito… Y que insultan a la gente de la calle y aplauden a la policía. Esta mañana, en el súper, había también un cartel pidiendo que se respetaran los turnos. A la cajera le ha gustado mi bolsa de la compra, me ha preguntado de dónde es. Hemos hablado más que ningún día, no había casi gente ni tenía prisa para ir a otro sitio. Sigue haciendo frío. S. y yo tenemos la vida mucho más organizada que antes (a.c.). Sabemos el menú que vamos a preparar para, por lo menos, los próximos tres días.

Miércoles 1 de abril
Me levanto dispuesta a hacer ejercicio, preparo primero el desayuno y escucho unos gritos que no sé de dónde vienen. Miro por la ventana de mi cuarto. Nada. Me siento a desayunar. Escucho los gritos más fuertes. ¿Será en una casa? Salgo al balcón del salón y ahí están. Cuatro agentes, dos coches de policía, un chaval en el suelo con la cara contra el asfalto. Lo levantan, esposado. Llega otro coche con otros dos policías. Ponen al chaval -con barba desaliñada, parece de veintitantos- contra el muro bajo que bordea el párking y entonces ya le preguntan qué ha pasado. S. me da su móvil, que graba mejor. Uno de los agentes se dedica a vacilarnos. Que si no tenemos nada mejor que hacer, que si se nos va a acabar la batería, que si el chaval no quiere que le grabemos. Nos tomamos el café en el balcón, mirando y grabando. Se tiran tres cuartos de hora. Un coche se va. Viene una furgona, otros dos agentes. Pensamos que se van a llevar al retenido, pero no. Al final le quitan las esposas y le ponen una multa -eso parece, le dan un papel y se quedan una copia-. Uno de los agentes nos dice que esta vez que lo han hecho bien (¿?) también lo podríamos difundir (¿?). Los brazos en jarras, los dedos gordos enganchados del cinturón donde le cuelga la pipa, es el gesto de cauboi habitual de los patrulladores del barrio. No le contesto en el momento pero lo hago aquí: grabamos como medida de control y de denuncia, no para hacer propaganda. Trabajo toda la mañana y vagueo por la tarde. Se comenta que, aunque se levante la cuarentena en abril, vamos a estar meses sin bares, conciertos, teatro y reuniones en general.

Jueves, 2 de abril
Tengo una pesadilla absurda en la que lo paso fatal. Estoy con J. y me propone coger el coche e ir a una plantación de lechugas muy bonita y muy tranquila y estar ahí disfrutando unos días y yo me ofendo muchísimo. “Tío, que ya sé que a tí te gusta el campo y la tranquilidad, pero yo soy urbana y de centro (¿?) y lo que quiero es salir a los bares, que cenemos por ahí y nos cojamos una buena juntos, ver a la gente. No me puedo encerrar en una plantación de lechugas, me ahogo”. Él me mira con una cara como insípida, como de lechuga. De lechuga iceberg. Sospecho que se me ha frito el cerebro entre leer sobre monocultivos y estar encerrada.

Mientras a la gente se le pide solidaridad, hay 52 proyectos compitiendo entre sí para conseguir una patente de la vacuna contra el virus. Mientras el partido de los 52 escaños pide que el Ejército se encargue de los servicios esenciales del Estado, algunos bomberos denuncian la ineficiencia y el alto coste de la UME. Hace un tiempo entrevisté a Isabel Otxoa, profesora de Derecho del Trabajo en la UPV/EHU y activista de la Asociación de Trabajadoras del Hogar de Bizkaia (ATH-ELE), y hablamos sobre qué era el trabajo de cuidados. A la propuesta de remunerar los cuidados que tantas mujeres hacen sin salario, ella respondía que no lo veía claro. ¿Qué es cuidar? ¿Hacerle un huevo frito a mi marido? ¿Queremos pagar por eso? ¿Quien reciba remuneración, además, ya está obligada a cuidar en el hogar? A raíz de la pregunta de qué es trabajo de cuidados, surgió el tema de los trabajos inventados. Todas esas actividades que son innecesarias y que hoy se perciben con más claridad. Por ejemplo, hoy podría invertir en petróleo que está bien barato y venderlo a doblón en octubre, algo completamente innecesario aunque lucrativo, pero paso la mañana en una espiral de reuniones. Termino de escribir esta entrega del diario que me ha quedado como un compendiotochodistópico aburrídisimo. Creo que se me está yendo la olla. Pienso también que no estoy hablando de las buenas noticias. De que hayan prohibido los despidos durante el confinamiento. Pero una no puede estar siempre fina y al loro. La tienda de ultramarinos ha abierto. Esta semana, solo por las mañanas porque solo trabaja uno de los hermanos. La semana que viene es probable que estén los dos bien y se turnen mañana y tarde. Intuyo que esta noche voy a soñar con 52 barriles de petróleo de contrabando. Otra noche de trajín. Oigo unas sirenas de policía cerca. Pasan de largo y se pierden.

 

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