El bicho rosa o de cuando follamos las promiscuas
Ni acabando con VIH evitaríamos el odio y la represión que, muchas veces, sentimos por nuestras disidencias. Aparecería otro bicho amenazante para que sigamos sintiendo, con la misma intensidad, la mochila del castigo a nuestras espaldas
“It’s not a death sentence anymore
It’s not death anymore
It’s more
It’s a sentence
a sentence”
Danez Smith
Este texto no pretende ser un texto políticamente correcto porque estoy harta de leer sobre la mal llamada “salud sexual” en un tono conciliador, puritano y cínico hasta lo sumo. En primer lugar, porque no creo que haya ninguna sexualidad no saludable (o en cualquier caso habría que consensuar primero qué entendemos por saludable) y, principalmente, porque la mayoría de los relatos que pretenden contar la sexualidad, sus prácticas y placeres, no nos sirven.
No nos sirven porque no explican nuestras historias. Es más, diría que ciertos relatos tratan de encorsetarlas. Al público comedido, nuestras desviaciones no les sientan bien en el estómago y no queremos que se alcen contra nosotras al cántico de “¡Putas promiscuas!”. Eso no estaría nada bien. ¿O sí?
Sin embargo, tampoco es un texto propio. Las ideas contenidas en estas líneas no son mías. Son conversaciones en desvelo, a media noche o a plena luz del día, con las personas con las que he compartido cama, lavabo o calle después de habernos comido la boca y lo que nos apeteciera en ese momento. Son las llamadas que he hecho y recibido cuando la punzada del terror ha asaltado mi conciencia al llevarme a la boca o al culo “lo que no debía” o “cómo no debía”. Son los pensamientos teñidos de un profundo orgullo por sabernos maricas, putas y travestis desviadas aunque sintiéramos, con la misma intensidad, la mochila del castigo a nuestras espaldas. Son los pensamientos que se traducen como blasfemos al ser escuchados en nuestro contexto puritano. Porque piensan, y nosotras también acabamos pensándolo, que si te pica el “bicho rosa” es porque tú te lo has buscado.
Quiero hablar de lo que sucede cuando follamos y, sobre todo, de lo que se activa cuando follan las promiscuas, las putas, las maricas, las travestis, las femmes hiperbólicas y toda esa estirpe a la que pertenezco. Tenemos una herencia grabada a fuego que siempre se cuela en nuestras relaciones sexuales y en nuestros placeres: el miedo al castigo, que acude de una manera muy particular en nuestra contracultura, en forma de temor a las infecciones de iransmisión Sexual y, muy particularmente, en pavor al VIH. Ese “bicho rosa” al que revivimos después de cada acto “desviado”.
Las maricas, las putas, las promiscuas no somos ni esencia, ni colectivo ni hegemonía, pero sí somos receptoras del axioma que clama continuamente que nuestro placer es perverso, que no somos dignas ni de follar ni de ser amadas. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque nuestras sexualidades y nuestros placeres se encuentran al margen de lo normal, de lo correcto, de lo que debe ser y, por eso, merecemos ser castigadas. Porque también nuestras expresiones son histriónicas, hiperfeminizadas, vulgares, raras, incómodas; ese Sodoma y Gomorra que merece arder prendido por las llamas de lo convencional.
Y corrían los años 80 y caíamos como moscas. Tiradas en los hospitales con mucha suerte. Abandonadas por nuestras familias, parejas y amigos de camisa planchada y corte de pelo perfecto. Y sabíamos lo que era. Y conocimos al bicho y su nombre, pero nadie abría la boca. Las primeras medicaciones, a coste de hígado, eran sólo para los ricachones chupa-pollas, pero nadie abría la boca. Comunidades que se gestaron solamente para acompañarse unas a otras a la muerte, la solidaridad que nos unió, por primera vez, más allá de nuestras identidades, pero los decentes no abrían la boca. Los políticos y gobernantes estaban en silencio, a pesar de que sobre ellos caían las cenizas de nuestras muertas. ¿Por qué? Porque no solo a ellos, sino a toda la sociedad puritana y bien queda, les iba de lujo que nuestras vidas se apagaran. Porque era un castigo divino. Porque, por fin, ardían los sodomitas. Todo el mundo sabía que solo los maricas, las putas, las pobres, las yonkis, las adúlteras contraían al bicho. Una purga de la que solo el pueblo escogido se salvaría por medio del arca de la hipocresía.
Años después, ya nadie piensa así, todo el mundo sabe que el VIH no entiende de lo que tienes entre las piernas, con quién o con cuánta gente te acuestas o cuántas rayas te metas. Ha desaparecido del imaginario social eso de los “colectivos de riesgo”, las cruces rojas en los expedientes médicos. Ahora, nos quieren promiscuas, nos quieren hiperfemeninas, nos quieren sexuadas y sexuales, nos quieren excéntricas y malhabladas, no nos quieren muertas sino de parranda. La gente ya no tiene todas esas ideas feas en la cabeza y nosotras tampoco. Qué va. En absoluto.
El sexo es riesgo
En el imaginario social, el VIH sigue siendo un castigo para las que se portan mal y el que lo tiene es porque se lo ha buscado. Y me voy a explicar: Si tú vas a hacerte la prueba a tu supermédico o a tu entidad superchachi, con tíos buenos en la entrada como reclamo, y explicas que no te has puesto el preservativo, con mucha suerte, te acabarán diciendo, con una sonrisa cínica, que “no pasa nada, yo no estoy aquí para juzgarte”. ¿De qué pecado mortal se nos tendría que redimir? Hemos escuchado muchas veces, desde ciertas eminentes instituciones de control social, decir que nadie decide no ponerse el preservativo, que, en cualquier caso, decidir no ponérselo esconde inconsciencia, negligencia y, probablemente, estar bajo los efectos de alguna sustancia maléfica. Creer que nadie es su sano juicio elegiría no ponerse el preservativo me parece un mecanismo de infantilización y de alienación de la agencia de las personas. Y, en efecto, hay un discurso que admite que una puede follar sin condón, pero siempre le sigue una coletilla: “Debes asumir el riesgo de”. Y, ahí, aparecen el VIH y sus amigas en boca del médico de turno.
¿Sabéis qué pienso? Que en las relaciones sexuales hay algo más que solo riesgo. Si el riesgo es evitar el VIH, creo que nos hemos tragado, precisamente, lo que querían.
En la sexualidad hay otros riesgos de los que no hablamos: riesgo a que no me guste, riesgo a que me cuelgue del tío con el que estoy follando, riesgo a que de repente se me baje el calentón, riesgo a que se me baje la polla y me de vergüenza, riesgo a que no me entre; riesgo a no ser entendida si digo que me gusta que me peguen, que me escupan o que me follen fuerte, riesgo a decir que lo que me apetece es que mañana nos levantemos juntas, riesgo a decir que quiero follar e irme a mi casa. Riesgo…, riesgo y placer, queridas. Y es que por mucho que nos empeñemos en utilizar el miedo, y el miedo a las ITS en general, para tratar de regular las experiencias sexuales de la gente, al final, el placer es lo que nos mueve, lo que nos despierta, lo que nos convence. Aunque luego aparezca el remordimiento por habernos salido de los márgenes de lo aceptable, de lo válido, de los “sano”.
Lo que sucede es que ciertos discursos acaban poniendo las estrategias biomédicas (llámese condón, Profilaxis preexposición para el VIH o lo que sea) como solución a este miedo; el preservativo como píldora y, para mí, ahí subyacen dos peligros: El primero, creer que con un preservativo estás protegido de las ITS. Fundamentalmente porque es mentira. No es un mecanismo infalible (se puede romper, resbalar) y porque nunca jamás podrás tener una práctica sexual que no implique riesgo alguno a una infección de transmisión sexual. La única estrategia contra las ITS en general es el celibato, queridas.
El miedo al bicho
La segunda es que para mi, las ITS, y el VIH en concreto, son el lugar donde acabamos proyectando ese miedo al castigo. En el momento en el que no te has tomado la pastilla o el condón ha fallado, enloquecemos. ¿Por qué? Porque he sido una puta, una promiscua, porque estoy follando con un tío que no conozco o porque sencillamente he creído que la sexualidad que me pone es mala y que los “métodos barrera” son “Nuestro-Señor-Redentor-Que-Me-Libra-De-Todo-Mal”. Me explico: Hay infinidad de riesgos que asumimos por placer: fumamos a pesar del riesgo que puede comportar, nos drogamos a pesar del riesgo, bebemos y nos emborrachamos a pesar del riesgo, vamos a más de 120 por la autopista, limpiamos la campana de la cocina sin cortar la luz… ¡y yo que sé cuántas cosas más! Pero en el campo de la sexualidad, cuando falla “el método barrera”, aparece el temor. Dejadme que os diga que yo he salido a las tantas de la noche a pedir de rodillas que me dieran una profilaxis post-exposición, me he comprado test de VIH a precios que no podía pagar solamente por el hecho de saber de inmediato cuál era mi estado serológico, he estado noches sin dormir pensando que el próximo seré yo. Al margen de lo comentado, es decir, que tengo gravado a fuego que mis disidencias sexuales merecen un castigo, a esto se le añade esa herencia de la que no nos desprendemos en relación al VIH. Y es que quiero preguntarme: Y si me infecto, ¿qué? ¿Cabe la posibilidad que el VIH no sea lo peor que nos puede pasar en la vida?
De mis años realizando pruebas rápidas de detección del VIH, recordaré siempre que, al salir las dos rayitas que advertían un resultado positivo, los dos miedos que siempre aparecían prácticamente de manera inmediata eran: el miedo a la muerte y el miedo a que nadie quisiera follar con ellas o establecer una relación afectiva. La primera afirmación, el miedo a la muerte, es un vestigio de la era de los 80 y los 90 cuando las precarias, las pobres, no podíamos acceder a los tratamientos, de cuando estos tratamientos eran puñados de pastillas al día, de cuando los fármacos provocaban lipodistrofia, de cuando la gente ya había desarrollado el síndrome y ya no había fármaco que valiera. Pero en este “primer mundo” de mierda, todo hijo de vecino tiene acceso a un tratamiento, tratamiento que en la mayoría de casos lleva a la carga viral a un estado indetectable. Es decir, que la persona no puede transmitir el virus a otra. La inmensa mayoría de gente con adherencia al tratamiento no presenta un estado de salud distinto a cualquier otra persona, y déjame decirte, también acceder al tratamiento es una opción.
Creer que quien tenga una carga viral detectable, incluso una carga viral alta, es un vector al que hay evitar y no tocar ni con un palo me parece anacrónico, hipócrita y cínico el mismo tiempo. Es decir, situar la indetectabilidad como el factor que hace “segura” la relación sexual o el contacto con una persona seropositiva es totalmente perverso. No convirtamos la indetectabilidad en el nuevo passing. Lo que sí que provoca la muerte, parafraseando a la compañeras de ACT-UP (Coalición del Sida para Desatar el Poder), es el silencio.
Y es precisamente este silencio el que nos lleva a hablar de la segunda cuestión: el miedo a no encontrar con quién follar, no encontrar relaciones profundas, no encontrar pareja(s)… El armario en el que viven muchas personas seropositivas no es casual ni voluntario. Tener VIH significa, a ojos de la sociedad, ser un vector y un leproso. Esto pasa pocas veces por falta de información, la mayoría de las veces es porque se considera el castigo último a nuestras disidencias, castigo al que de entrada tememos y del cual preferimos huir.
Cuántas veces me he encontrado amantes justificándose antes de follar haciendo esa confesión maldita de “tengo que contarte algo antes” como si la seropositividad implicara pedir perdón o permiso para poder acceder a los placeres compartidos, al cuerpo a cuerpo, al deseo… Basta.
Parecería que estoy haciendo una apología a no utilizar estrategias biomédicas de “prevención” del VIH, llámese condón, llámese PrEP (Profilaxis preexposición para el VIH) o lo que sea. Si esta es la lectura que se hace del texto me la trae al pairo, no tengo ninguna intención de escribir para beatas. Lo que estoy diciendo es que la gente decide. Que no usar condón no significar ser negligente. Que no usar la puta pastilla, no significa ser inconsciente, significa que el miedo no nos detiene, significa que somos dueños de nuestros cuerpos y de nuestra sexualidad y, en esa libertad, en ese conectar con mi placer, yo decido. Decido ponerme condón o no, ponerme a cuatro patas, a dos, o comerme tres pollas a la vez.
Preguntémonos ¿por que la PrEP, la pastilla maravillosa, el preservativo intangible, está causando tanto furor? Porque es la píldora mágica, porque al “desaparecer” la posibilidad de infección entonces siento que soy libre para ser una puta promiscua, pero tengo la certeza de que el miedo no desaparece. Pretender que todo el lastre que llevamos encima, que todo lo interiorizado de “eres una puta, eres un maricón o un travelo que no merece ser amado”, desaparezca por arte de magia con una pastilla sencillamente es imposible. El VIH no es el problema, el problema es la incapacidad de aceptar que somos unas putas, unos maricones y unas promiscuas. El miedo al VIH nos sirve para autoregularnos para no pillar el VIH que es el “bicho del castigo”.
Diré mas. Mientras haya entidades, consorcios o agrupaciones “especializadas” en VIH que lo que promuevan es la erradicación del virus, a mi no me tendrán al lado. Porque sé que ni aún acabando con VIH acabaríamos con todo este odio y esta represión que muchas veces tenemos hacia nuestras disidencias, y si acabara, seguro, aparecería otro bicho amenazante.
Me tendrán en la lucha a favor de los placeres, la libertad sexual, en la lucha contra la infantilización y la negación de la agencia de las personas; en la lucha a favor de las contradicciones, del riesgo y del sentir que podemos comernos como queramos más allá del color de nuestra sangre. En la lucha a favor de nuestras sexualidades histéricas y comedidas según el día o el momento. En la lucha a favor de utilizar nuestros cuerpos para el placer, para negociar, para intercambiar, para subsistir, para respirar, para escapar, para encontrarnos. Me tendrán en la batalla ganada por unas prácticas sexuales fuera de los cánones restrictivos del género. Me tendrán en pro de la promiscuidad, en pro del trabajo sexual, en pro de las mariconadas, de las femmes emperifolladas, de los orificios abiertos, de los placeres vivos.
Porque, queridas, no hay miedo mayor que el que nos despiertan, a veces, nuestros propios placeres.
Post- Eyaculación: No quisiera olvidarme nunca de quién ha inspirado este texto y mi vida con sus ideas y sus distintas maneras de estar en el mundo, muy especialmente mil gracias y todo mi reconocimiento. Sejo Carrascosa, Miquel Missé, Laura Macaya, Alba Badia, Itziar Ziga y Sonia Notario.