El confinamiento, una excusa para cuestionar la cárcel
La crisis sociosanitaria del COVID19 nos ha enfrentado a la soledad de nuestros hogares, pero ¿servirá para que valoremos qué significa vivir en libertad? Sea lo que sea vivir, sea lo que sea la libertad
No puedes salir de casa. No puedes abrazar a tus amigas. Hace días que no ves a tu madre y, quién sabe, puede que tus criaturas estén lejos. Has limpiado 20 veces los cristales, has leído todas las novelas que tenías pendientes, trabajas más de lo que deberías, estás enganchada a Netflix, pones la calefacción todas las tardes un ratito, decides qué vas a comer cada día, te pones tú misma el despertador y el gel que hay en tu ducha lo elegiste tú. Tus planes preferidos no tienen nada que ver con estar confinada, pero, en el fondo, también sabes que no tienes de qué quejarte. Suena el teléfono a cualquier hora. Llamas a tu gente siempre que quieres. Compartes listas de Spotify con tu amante y, sí, el confinamiento es una mierda, pero también sabes que tienes mucha suerte. La crisis sociosanitaria del COVID19 nos ha enfrentado a la soledad de nuestros hogares, pero ¿servirá para que valoremos qué significa vivir en libertad? Sea lo que sea vivir, sea lo que sea la libertad.
Las cárceles, en palabras de Angela Davis, “están diseñadas para romper seres humanos, para convertir a la población en especímenes en un zoológico: obedientes a nuestros guardianes, pero peligrosos entre nosotros”. Escondemos, entre rejas, a todas las personas que, de alguna manera, fracasan. Un sector del movimiento feminista, como movimiento social y teoría de pensamiento que cuestiona todas las formas de opresión, le pese a quien le pese, incorpora en sus reivindicaciones la apuesta por la abolición de las prisiones. En Castellón, Dones En Lluita ha incorporado esta perspectiva en su agenda. Cada año eligen un tema para trabajar en profundidad, entre ellas y en lo público: “Este año, queremos hablar de las mujeres privadas de libertad porque es un tema feminista de primer nivel aunque esté invisibilizado”. El 1 de marzo hicieron una marcha hasta la cárcel de Castellón. Las presas estaban esperando su visita. Respondieron a sus cánticos. Fue muy emocionante. “Queremos denunciar el estigma de las mujeres privadas de libertad, esas que transgreden todos los cánones de la feminidad hegemónica y obligatoria. Y, sobre todo, queremos denunciar el populismo punitivo. Creemos que se utiliza la violencia de género como excusa y se ha instrumentalizado, en algunos casos, para impulsar políticas punitivistas”. La crisis del COVID19 ha impedido que sigan adelante con sus pretensiones. Querían ofrecerse para dar talleres en prisión. De momento, stand-by. La vida prisión, esa institución que representa el castigo y la disciplina, queda congelada hasta nuevo aviso y, dentro, la población presa sigue sufriendo el abandono social e institucional, la desidia de una sociedad que delega su responsabilidad.
La situación en las cárceles del Estado español, como espejo de la sociedad que son, cambia al mismo ritmo que cambia todo estos días. Tratar de hacer un análisis sobre cómo está viviendo la población reclusa el confinamiento es un reto muy ambicioso, pero el reclutamiento de la sociedad libre (sic) nos sirve como excusa para denunciar el abandono sistemático al que sometemos a las personas presas.
Noelia Acedo, presidenta de la asociación Familias frente a la crueldad carcelaria, espera que la sociedad tome algo de conciencia ahora que estamos recluidas y podemos empatizar, si queremos, con la situación habitual de las cárceles. Podemos hablar de las similitudes y de las diferencias, sin que parezca naif, con el único propósito de poner en cuestión un sistema, el penitenciario, que se aleja mucho de esas vidas que merecen la pena ser vividas. “La cárcel no es un hotel donde los presos viven mejor que nadie. El confinamiento que estamos viviendo ahora no es nada comparado con lo que viven en la cárcel. Los que están en primer grado pueden estar 22 o 23 horas en una habitación sin nada y un rato solos en el patio. El primer grado es una tortura, la cárcel dentro de la cárcel”, asegura Acedo. Denuncia que, a raíz de la crisis sanitaria, se ha reducido al mínimo la posibilidad de comunicarse con los y las presas. Las cartas tardan en llegar y aunque en teoría se ha aumentado el tiempo que disponen para hablar por teléfono, las comunicaciones son complicadas. Desde la asociación que preside Acedo se han puesto en contacto con varias prisiones para facilitar material sanitario. No han obtenido respuesta en la mayoría de los casos. Están acostumbradas a golpearse contra un muro.
Fernando Grande-Marlaska, ministro del Interior del Gobierno de España, agradeció a la población reclusa “su paciencia y capacidad de comprensión”. Un preso de la prisión de Zuera le suplicaba medidas concretas en una carta: “Decretar la libertad de todxs lxs presxs que tengan cumplidas las 3/4 partes de su condena; que la libertad alcance también a todxs lxs presxs mayores de 60, por ser la población con más riesgos, sobre todo si padecen enfermedades crónicas; una mayor asistencia a quienes desde la calle nos atienden, con protecciones adecuadas. Es imprescindible que se aumente el gasto en alimentación pues los 3,60 euros por persona son, a todas luces, insuficientes, más ahora”. Además, denunciaba que “el cambio de terminal de comunicación telefónica deja excluidos de poder comunicarnos por teléfono a todxs lxs presxs que carecemos de medios económicos, lo que sumado al corte de visitas y vis a vis, nos deja aisladxs social y familiarmente”.
Ahora, que nos sentimos frágiles y vulnerables, que echamos de menos a nuestra gente, ¿podemos mirar, de frente, al sistema penitenciario? Daniel Pont, histórico activista vinculado a la COPEL (Coordinadora de Presos Españoles en Lucha), no es optimista. La cárcel se mantiene a una distancia lo suficientemente grande de la población como para que ingnoremos lo que pasa dentro. “La cárcel y la infravida de lxs presxs se ha alejado de la vida cotidiana de la gente. Primero, a nivel arquitectónico y urbanístico: las cárceles urbanas panópticas han desaparecido casi totalmente de las ciudades. España ha implantado el modelo carcelario modular de Estados Unidos, construyendo cajones enormes de hormigón, con patios pequeños, pabellones de celdas aislados entre sí, enormes edificios de arquitectura fría muy alejados de las ciudades y pueblos. Este alejamiento ha anulado la relación ciudadana cercana (especialmente para familiares, abogados) que se tenía con la cárcel. En síntesis: esta nueva construcción modular supone dificultar la “mirada social”, el foco crítico necesario, que convierte a la cárcel en algo difuso, totalmente alejado de la sociedad”.
Estibaliz de Miguel, doctora en Sociología por la Universidad del País Vasco, cree que “en la medida que pensamos en nuestros cautiverios diarios, podemos ponernos en el lugar de las personas presas aunque no se puede equipararse estar en una cárcel con estar confinada en tu propio hogar”. Eso sí, estar, de alguna manera, encerrada puede servir para que seamos conscientes del gran valor de la libertad. Todo ser humano ansía la libertad y su autodeterminación desde lo más profundo de su ser. Si nos sentimos atacadas y violentadas cuando es coartada mínimamente nuestra libertad, ¿cómo estará la gente que no está en su hogar? “Rodeadas de desconocidas, de personas enfermas, con una salud mental precaria, bajo un régimen de vigilancia que es violento. Si estamos viendo abusos policiales en la calle, podemos imaginar lo que pasa en la cárcel”, asegura De Miguel.
El Grup de Suport a Presxs de Lleida denuncia que se está dando instrucciones absurdas para mantener medidas de higiene: “Recordamos la precariedad de los lotes de higiene, y que ellxs tienen que comprar en el economato –quien puede– papel de váter, jabón y otros materiales básicos para la salud. Insultantemente se les prohíbe tener contacto con su entorno, cuando lxs carcelerxs entran y salen todos los días siguiendo controles y protocolos mínimos, van a sus casas y vuelven a la cárcel, siendo ellxs el mayor foco de contagio. Cuando ha habido posibles casos de contagio se ha metido a lxs presxs en celdas de castigo, para «aislarlxs». Se les prohíben las visitas del exterior cuando la misma estructura carcelaria es una maquinaria de muerte que imposibilita cualquier tipo de medida de seguridad ante el virus. Por ejemplo, ¿cómo van a guardar la distancia de seguridad cuando comen juntxs, cuando muchas veces se ven obligados a compartir celdas de 2×3 metros? Desde el Colectivo de Apoyo a Mujeres Presas en Aragón (CAMPA) denuncian en un comunicado que han entregado en torno a 1800 mascarillas en el Centro Penitenciario de Zuera, pero, según han podido saber a través de algunos presos y presas, no han sido entregadas: los carceleros habían interceptado y requisado las mascarillas “hasta que se necesitaran, afirmando que allí estaban bien, tranquilos y manteniendo todas las medidas de seguridad”. La madre de un preso de esa misma prisión ha denunciado una paliza que ha sufrido su hijo estos días.
La cárcel es sinónimo de infravivir. “Estar encerrado –dice Daniel Pont– supone no solamente la pérdida de la libertad de relacionarse con otras personas, de movimiento, de autonomía en las decisiones, de la posibilidad de ser feliz. La cárcel, con la enorme carga de castigo que supone, posibilita el sufrimiento, la violencia entre presxs y funcionarios, la alienación bloqueante del desarrollo intelectual, la dependencia absoluta de la administración de los afectos, la posibilidad de tener una alimentación equilibrada… La cárcel es una suma de prohibiciones y castigos que, en demasiadas ocasiones, pueden conducir a la muerte. En los últimos años, en las cárceles del Estado español mueren una media de unos 250 presxs. Especialmente por suicidios o sobredosis de drogas o medicamentos”. La idea de reinserción social, sigue Pont, es “un maquiavélico chiste” que sufren, generalmente, las personas pobres.