El luto tras el coronavirus: una reflexión feminista
No tenemos modelos para el luto. ¿Qué es el luto? ¿Una declaración institucional? ¿Un futuro monumento? En esta crisis de cuidados que estamos viviendo, el luto es una de las asignaturas pendientes.
Soledad, ansiedad, tristeza, preocupación… todo eso obedece hoy a otro nombre: luto. Estamos totalmente faltos de modelos para el luto. ¿Qué es el luto? ¿Una declaración institucional? ¿Un futuro monumento? Simplemente, no sabemos hacer luto ni siquiera dentro de los cuidados y su campo teórico. En esta crisis de cuidados que estamos viviendo, el luto es una de las asignaturas pendientes.
Desde el Renacimiento, la responsabilidad del luto a nivel social quedaba privatizada en la figura de la viuda. Se abandonaron las expresiones de dolor colectivas de la Edad Media y se pretendió aplastar las de otras culturas con la colonización. Los varones se vieron libres de guardar públicamente el luto y la memoria. En España, para la primera mitad del siglo XVII, la mujer viuda debía permanecer el primer año en una habitación tapizada de negro por donde no pasara la luz; a continuación, se retiraba a una en gris donde no podía tener cuadros, espejos, mesas o adorno alguno. Solo podía abandonar el luto mediante un nuevo matrimonio. Si bien hoy no es solo cosa de viudas, el luto permanece relativamente estandarizado, con poco o nulo espacio social para cualquier manifestación legítima de dolor fuera de los hogares, confinado dentro de las casas (como nosotras), desterrado a la experiencia puramente doméstica de las familias.
Todo el lenguaje bélico reciente, el músculo de las fuerzas de Seguridad del Estado y esa retórica ‘Segunda Guerra Mundial’ del enemigo invisible demuestra la incapacidad de muchos para aceptar la vulnerabilidad humana. El luto y la experiencia del dolor no aporta ningún rédito social ni simbólico, no refuerza las estructuras del Estado, no añade valor a la moneda. Sin embargo, vamos llenándonos con un creciente número de duelos. Caen las ficciones patrias: lo de la mejor Sanidad del mundo, lo de que aquí no hay grandes diferencias de clase, lo de que éramos más Alemania/Francia que China, lo de ser eternamente jóvenes y sanos, etc. Ha caído todo lo que sostenía la cotidianidad en la sociedad injusta y peligrosa en la que vivíamos (bares, fútbol, jornada fordista) y, pese a todo, sentimos luto por cierta normalidad. A quienes están viviendo la pérdida directa de familiares, amigos y allegados no se les consiente acompañar al moribundo ni la vela del cadáver ni el entierro. Privados de ese único ritual para la tristeza por la muerte que se mantenía en nuestra sociedad, quedan clausuradas por completo las puertas a la participación colectiva del dolor.
Si hay algo en lo que convergen la mayoría de las apuestas por otro tipo de muerte es en la necesidad de abrir un hueco para morir bien dentro de la cadena de producción capitalista que reduce los cuerpos, las alegrías, los placeres, el dolor, las inseguridades, las necesidades y las relaciones sociales a la esfera laboral. Se vuelve prioritario romper el modelo de luto que pretende privatizarlo dentro de los hogares para dirigirlo a un espacio de convergencia de cuidados. Necesitamos cultivar, compartir y ensayar lugares y formas de expresión de la pena aún no dominadas por la tradición o la discreción a la que obliga el hecho de que, al día siguiente de un fallecimiento, hay que seguir siendo productivas. Habrá que pensar en el luto, reinventarlo, acogerlo dentro y fuera del hogar, compartirlo de alguna manera. De ello depende que seamos capaces de abrazar otras formas de vida cuando llegue el momento del enterrar la ‘sociedad pre-covid 19’.