Marta, la discreta
Recordamos con Marta, a sus 85 años, cómo fue ejercer la prostitución en Las Cortes, la calle de Bilbao más conocida como La Palanca, en la que las luces de neón siguen brillando, pero, ahora, sin tanta fuerza
Prefiere que no digamos cómo se llama porque, aunque habla con mucha naturalidad de su vida, no tiene ganas de habladurías. Insiste, a lo largo de la entrevista, en que la discreción es una de sus principales cualidades. Las monjas del centro de día al que acude desde hace más de diez años no saben que ejerció la prostitución. A sus 85 años, a veces, pierde el hilo de la conversación, pero recuerda pequeños detalles sorprendentes. Camina con muletas y tiene el pelo blanco, pero, de joven, cuenta, lo llevaba negro, negro: “Yo era morena, pero me lo teñía aún más negro. Solía llevar una coletilla –cuenta mientras se toca el cabello– y nunca me maquillé demasiado”. Ni ella, ni su historia.
Si no supiera cuál es su nombre podría creerme que se llama Marta y así la bautizo para contar su historia. Marta nació en Vitoria-Gasteiz y allí dejó a sus cuatro hijos cuando decidió probar fortuna en Bilbo después de quedarse viuda. Llegó con una mano delante y otra detrás, ya de noche, a la capital bizkaitarra. Durmió en un centro de las Damas Apostólicas, que la cobijaron con las piernas hinchadas y un dolor de cabeza que aún recuerda, pero “me daba apuro pedir una aspirina”, dice sonriendo con inocencia. Encontró trabajo rápido en la casa de un médico y una enfermera. No aguantó mucho allí porque el horario sólo le permitía ver a sus hijos cada dos semanas. Un día decidió no volver. Buena es ella. Entonces, según cuenta, encontrar empleo en condiciones laborales precarias no era un problema y pronto comenzó a trabajar en una cafetería. “El dueño, un señor de pelo blanco, fue majísimo. Me hizo, incluso, cartilla de seguro y me buscó una habitación en el Casco Viejo”. Ya más cerca del barrio en el que lleva viviendo desde entonces, miraba sorprendida los coches de lujo que subían y bajaban en dirección a Las Cortes. Aún hoy sigue siendo la calle de prostitución más famosa de Bilbo, pero todo ha cambiado mucho desde que Marta decidió acercarse a buscar trabajo allí. El primer club en el que aterrizó fue La Laguna, pero ella, insisto, no tiene muchas. Recuerda los nombres de todos los demás: Villarosa, El Gato Negro, Los Cuatro Hermanos, o La Palanka 34, que dio nombre a la zona. El tono de su voz cambia al recordar a un matrimonio que regentaba una bodeguilla donde tenían unas hamburguesas y morcilla “riquísimas”: “Tenían dos niños y una niña. Murieron los tres cuando entró la droga al barrio. Fue terrible aquello”.
Ya más asentada en la zona, sus hijos vinieron a vivir a Bilbo con ella. Apoyada en una pequeña herencia pudo comprar una buhardilla en la calle San Francisco 54, la calle paralela, que adquirió “vis a vis” [se refiere a que la compra no fue legal] y nunca le llegaron a dar las escrituras a su nombre.
¿En el barrio la gente sabía a qué se dedicaba?
No, nosotras estábamos aparte. Una vez bajaba a la calle San Francisco dejaba una vida ahí. Tenía dos vidas, vaya. Abajo era Marta con sus hijos, su casa, sus quehaceres. La gente no lo aceptaba bien. Bueno, los de las tiendas sí porque gastabas. Mira, a mí, la dueña de una carnicería me subía la carne a casa porque compraba mucho. Siempre he sido muy seria y no me relacionaba mucho. Entonces yo era dos personas. Pues soy dos y ya está y tres hubiera sido. Esa era mi vida. Los fines de semana, cuando mis hijos ya eran más mocitos, nos íbamos a Santurtzi a comer sardinas. Luego, me iba a trabajar sobre las tres de la tarde. A veces, en taxi.
Y recuerda, justo después, cómo entonces el barrio era un ir y venir de taxistas que llevaban y traían clientes: “Alguno venía desde Vitoria para estar conmigo”, cuenta. El negocio de la prostitución era entonces también vértebra del barrio: “En los hoteles trabajaban muchas mujeres de San Francisco lavando las sábanas, haciendo las habitaciones. La mitad de las mujeres del barrio trabajaban ahí, sindicadas y todo. Llevaban hasta uniforme”, recuerda en enfatizando eso del uniforme.
¿Cómo era entonces la zona?
Había muchos currelas, pero también gente con mucho dinero. Buf, el dinero corría a mansalva por allí. Los hombres llegaban con los sobres de dinero del trabajo porque, debe ser que, lo que les pagaban de horas extras no lo llevaban a casa. Sí, el dinero corría a escombro por allí. Además, por aquí había toda clase de comercios: pastelerías, joyerías, tiendas de traje… y casi en todos los lados podías pagar a plazos porque había mucha confianza. Esto era un pequeño pueblo y todas nos conocíamos, pero no todo se sabía ni se nombraba.
Nadie hablaba de prostitutas sino de señoritas. Eso si se hablaba de ellas, claro. Lo que pasaba en Las Cortes, como norma general, allí se quedaba entre clubes, copas, sábanas y verdades a medias. Ella tampoco nombra la palabra en el rato que pasamos juntas, pero tampoco parece avergonzarse de su profesión, que le permitió vivir sin dificultades económicas hasta que tuvo que retirarse. Ahora, sobrevive con una pensión, que comparte con uno de sus hijos, que no puede trabajar por problemas de salud. Suelta una carcajada al recordar que había quien la confundía con conductora de autobuses porque solía llevar corbata y chaleco, “y creían, así, que era de la otra acera”. Insiste en su discreción, un valor que reconoce indispensable para ejercer de prostituta.
¿Cómo era una jornada de trabajo?
Pues tú ibas a los clubs, donde había camareros macarritas. Entonces se trabajaba a descorche: si alguien te invitaba a una copa, te daban luego a ti un porcentaje. Solíamos ir a los hoteles que había en la zona, que luego cerraron, donde el personal estaba uniformado y todo. El cliente pagaba el hotel y ya allí me daba lo que hubiéramos estipulado. Todas cobrabamos prácticamente lo mismo.
¿Cómo era la relación con otras compañeras?
Estábamos muy unidas y siempre nos tratamos con mucho cariño. Nos apoyábamos si nos pasaba algo. Todas eran muy limpias.
¿Y los clientes?
Bueno, yo a todos, al llegar a la habitación, los ponía en el lavabo, que teníamos jabón y de todo, y les daba una buena lavada de huevos. Si no, nada. Tenían que hacerlo. Yo me lavaba bien también, de arriba a abajo siempre.
¿Tú tuviste problemas alguna vez?
No, no, nunca.
¿Y con la policía o con la gente del barrio? ¿Cómo era la relación?
La policía se portaba bien y en la plaza de La Cantera, donde están ahora los guardias, había un centro médico donde nos hacían controles sanitarios de enfermedades venéreas. No me acuerdo bien cómo era, pero te citaban de vez en cuando. Me imagino que avisarían a los dueños de los clubs. Además, había que rellenar una ficha que se daba a la policía, que sabía dónde nos ubicamos cada una. El control de enfermedades duró muy poco. Lo menos hace 35 años que ya no se hace. Había una mujer, Mertxe, que nos invitaba a bajar a un local que tenían en Bailén a charlas. Luego, nos daba condones que repartíamos entre las compañeras.
Recuerda con orgullo las tardes en las que cogía a sus chavales y se iban todos juntos a merendar. Habían pasado ya muchas calamidades y, para compensarlo, Marta no escatimaba en gastos. Una tarde, en una cafetería que estaba en una de las calles más caras de Gasteiz, después de merendar como señores y señoras, al ir a pagar, el camarero se sorprendió porque no tenía cambios. “Me dijo que volviera a pagar en otro momento, pero yo, de la misma, busqué cambios y pagué. No quería yo deber nada a nadie”. Ahora tampoco debe un duro: “Nos apañamos bien”. Antes de jubilarse estuvo trabajando en una de las pensiones recibiendo a parejas de prostitutas y clientes, haciendo las camas, atenta de que todo estuviera en orden. “Al principio éramos lo menos tres, pero luego me quedé sola. No tenía apenas tiempo tiempo y acabé enfermando. Pedí que me despidieran”
El libro de las anécdotas
Antes comentaba, Marta, que por llevar corbata creían que era lesbiana. ¿Entonces había mujeres que estuvieran interesadas en sus servicios?
No, no.
¿Se hubiera acostado con alguna si se lo habrían propuesto?
No, no -dice seria-, pero sí que hacíamos cuadros.
¿Cuadros?
Un hombre contrataba a varias mujeres para que se relacionasen entre ellas, pero hacíamos como que…, pero nada. Había una compañera, muy maja ella, que se le murió el chaval con 18 años y aquella tenía novia, que a veces tuvo celos de mí -cuenta entre risas- y me solía decir a ver si quería hacer con ella la bobadita. Yo iba con ella a tomar algo y me daban igual las habladurías.
¿Trabajaban entonces en Las Cortes mujeres trans?
En un bar había travestis que recibían [así se refiere en varias ocasiones a ejercer la prostitución], muy majos, por cierto, y muchas veces tenían más trabajo que nosotras.
Mueve una mano de arriba abajo porque se ha acordado de algo que quiere contar: “Una vez vino alguien de un psiquiátrico”. No recuerda si era un médico, un enfermero o quizá un familiar, pero llegó a Las Cortes con varios enfermos de un centro. Le dijeron que le pagarían todos, pero que sólo uno se acostaría con ella. Estuvo de acuerdo y aún hoy recuerda cómo el resto “estuvieron ahí, tan formales, mirando.”
Entre todos los recuerdos que guarda de sus años ejerciendo la prostitución solo bailan las fechas y algunos lugares, pero lo que no se le olvidan a Marta son las sensaciones. Puede que no recuerde en qué número estaba alguno de los clubs, pero seguro que podría dibujar un plano de todos ellos por dentro. Las Cortes fueron su casa.
En el barrio aún hoy mucha gente que, como ella, recuerda la historia de María Isabel Gutiérrez Velasco. Una joven de Santander que era “guapísima, guapísima, guapísima. Igual que su madre, con la que también estuve en una ocasión”, recuerda Marta en un tono más serio. No sabe muy bien qué le pasó, si perdió la cabeza o qué, pero dicen que un día robó algo en la tienda de chuches de Bernardo y éste la denunció a las autoridades. La detuvieron e ingresó en la prisión de Basauri porque, según contó la prensa entonces, además tenía abierto un proceso por “actividades contra la moral”. Era prostituta y entonces aún estaba en vigor la Ley de Peligrosidad Social. En noviembre de 1977, en el barrio se dieron multitudinarios enfrentamientos entre las prostitutas y la policía porque éstas nunca asumieron la versión oficial. Marta acudió con otras compañeras al Hospital de Basurto donde estaba el cadáver de María Isabel y, cuarenta años después, aún se acuerda de su cuerpo abrasado.
¿Qué pasó?
Se conoce que dio guerra, se pondría a chillar en la cárcel o qué sé yo, pero la quemaron viva. En el funeral, hasta el mismo cura lo dijo.
En la misa, que se celebró en la iglesia Corazón de María, no cabía un alfiler. Convocaron una manifestación multitudinaria, que la policía reprimió. La pancarta de la manifestación estaba firmada por la Asamblea de Mujeres de Bizkaia. Según un artículo de Gara, después “convocaron una huelga, que fue total en La Palanca, a la que siguieron más movilizaciones y la creación de una plataforma en defensa de los intereses de estas mujeres”. Marta no recuerda tantos detalles, pero insiste en el rostro abrasado de María Isabel: “¿Qué le pasaría a la muchacha? Dios sabe”, se responde. Recuerda también el asesinato de Milagros López Anta. El autor, un policía de paisano que entró al bar Rimbombín con el único objetivo de matarla. El País del 5 de noviembre de 1988 recoge que se dirigió a los camareros para asegurar: “Ahora ya estoy tranquilo. A mí ninguna mujer me busca la ruina”. La periodista que firma la noticia, Eva Larrauri, no cuenta que Milagros era prostituta, pero lo cuenta Marta, que no recuerda que entonces se manifestasen para protestar por el asesinato de su compañera.
En los 80, La Palanca dejó de serlo. La heroína llegó al barrio y arrasó. Aquellos años, muy duros, marcaron un antes y un después. En El Edén, uno de los pocos clubs que han resistido desde entonces, la responsable aún se lamenta: “Esta era la mejor calle de prostitución no sólo de España, yo me atrevo a decir que de Europa”, dice con cierto orgullo.
Los recuerdos van y vienen a lo largo de la conversación, que se produce delante de otra vecina del barrio, amiga de una de las hijas de Marta. Probablemente sea la razón por la que ella habla con tanta naturalidad. Su mirada apenas se dirige a mí. Al fin y al cabo, no me conoce y parece sentirse más segura contándole las anécdotas a una persona de confianza. Cuenta que la relación con los clientes empezaba siempre con un juego de miradas, que las palabras quedaban en un segundo plano. Ella, ahora, tiene un brillo constante en los ojos, pero no se trata de ilusión: tiene la vista cansada. Los cristales de sus gafas protegen su mirada.
Ojalá esta entrevista proteja su memoria.
Visita a más vecinas: