Menarquía: la menstruación en el centro desde la primera gota

Menarquía: la menstruación en el centro desde la primera gota

Ningunear o ignorar la menarquia (primera menstruación) propicia la interiorización del patriarcado. Despreciar y esconder el sangrado en los primeros años tiene, además, otras dos consecuencias nefastas: propiciar el autoodio y entrenar a las niñas en la incomodidad de sus cuerpos

Texto: D. Egia
Imagen: Ana Penyas
29/04/2020

Ilustración de Ana Penyas

El mundo es (o debería ser) de las niñas. Ahí están nombres como Emma González, Malala Yousafzai, Isra Hirsi, Mari Copeny o Greta Thunberg para demostrarlo. Aunque una nueva generación de mujeres jóvenes inspira a la sociedad, seguimos ninguneando sus cuerpos a través del tabú de la menarquía, la primera menstruación. Menospreciar la regla a edades tempranas propicia la interiorización del patriarcado. Repudiar y esconder el sangrado en los primeros años tiene, además, otras dos consecuencias nefastas: propiciar el autoodio y entrenar a las niñas en la incomodidad de sus cuerpos.

Por autoodio entiendo, por ejemplo, sentirse con repugnancia, ver como asqueroso un proceso natural. Las menarcas ponen todo su esfuerzo en ocultar, además del cuerpo menstruante, todos los dispositivos de recogida de la sangre. Quién no se ha levantado para ir al baño en el instituto cerciorándose varias veces de que nadie vea la compresa en el bolsillo. Esta alienación de nuestro propio cuerpo empieza con el humillante ejercicio de tener que justificar ante figuras de autoridad, el profesorado, la propia necesidad de limpieza solicitando permiso para ir al lavabo. No solamente en la estructura violenta de la institución escolar, las niñas menarcas a veces no tienen sencillo encontrar espacios seguros de autocuidado y conexión con su ciclo en sus propias casas.

Una vez instaladas en el autoodio, el entrenamiento en la incomodidad es inevitable. Me refiero a acostumbrarse a un dolor muchas veces prescindible; a fingir que no te pasa nada sentada cinco horas en un pupitre de escuela, tal vez con un uniforme de falda; a dedicar un desproporcionado espacio mental a que no se te note; a entrenarte en ser invisible y aguantar. Ser instruida en la incomodidad produce secuelas más invisibles que las del autoodio, pero igual de dañinas. Algunas son, por ejemplo, naturalizar que tu queja es de segunda clase con respecto a la de un varón, acostumbrarse a soportar molestias físicas o elegir el lugar más estrecho de cualquier espacio. En resumen, que lo normal sea no estar a gusto. Esto no es un sentimiento anecdótico, sino que puede traducirse en situaciones graves de violencia que sufrimos con la boca cerrada: el trato que administran determinados ginecólogos u obstetras o las relaciones sexuales poco placenteras o dolorosas.

Quienes seáis u os consideréis familiares feministas tenéis la urgente tarea de apoyar a vuestras adolescentes en su crecimiento sin condescendencia ni infantilismo, dotarles de herramientas para navegar sus propias emociones sin fingir que las delegan en un adulto responsable, porque no lo hacen. Son ellas quienes sangran por primera vez y tienen el derecho a experimentar ese cambio sin ansiedad ni miedo. Para cuando una púber se convierte en menarca, debería haber contado con toda la información y todos los cimientos feministas previos para sentirse apoyada y no ayudada. Son dos verbos muy distintos. La menarquia, como rito de paso absolutamente físico y por tanto insoslayable, es un momento como no hay otro para madurar, fortalecerse y aceptarse. Lo contrario, que por desgracia es lo más común, es ver a padres haciendo el ridículo, educadores que aún se refieren a la regla como “estar mala”, la ausencia absoluta de diálogo intergeneracional y el ejército de consejos referidos únicamente al ocultamiento de lo que debería vivirse con alegría. Eso es convertir un cambio físico celebrable en una costumbre de autoodio.

A veces, cuando escucho hablar de menarquia, encuentro historias de empoderamiento, de intimidad entre madres e hijas o entre amigas, ilusión, potencia adolescente, descubrimiento… Pero también oigo a menudo a quien tuvo que asistir al triste espectáculo de ver como los mayores hablaban de ella y de su cuerpo como si no estuviera presente, quien lloró porque aún no tenía información y se sentía confusa, quien sintió cierta humillación ante las reacciones paternalistas de los demás, quien tuvo que padecer por primera vez la indiferencia ante sus quejas porque “eso son dolores normales. Te tendrás que acostumbrar”.

Y soledad. No hay fenómeno más individualizado y privatizado que la primera regla en un momento de tal vulnerabilidad. En cambio, cuando ese mismo cuerpo pasa por otros procesos que ponen en juego esencialmente los mismos órganos, como el acceso a la sexualidad o el parto, es más fácil emplazarlos en conversaciones amistosas, cotidianas o incluso institucionales durante el resto de la vida. En este sentido, echo en falta para la menarquia asociaciones como El parto es nuestro, capaces de velar por un rito de paso tan poderoso como dar a luz. ¿Dónde hay algo similar para las niñas menarcas en un momento de la vida tan desprotegido como la infancia? ¿Dónde pueden ellas asamblearse para narrarse a sí mismas? ¿Dónde hay un espacio de cuidado mutuo para un cuerpo que empieza a sangrar en una sociedad que busca invisibilizarlo y neutralizarlo? ¿Por qué no podemos transformar una arraigada norma cultural que pretende avergonzarnos en una celebración feminista? ¿Cómo podríamos convertir este cambio en una estrategia antipatriarcal? ¿Cómo reimaginamos la menstruación para  jóvenes transgénero? Es difícil contestar a estas preguntas, pero es fácil suponer que una niña que celebra y se empodera de su cuerpo durante la menarquia está restaurando un derecho ancestral de las mujeres. En la lucha contra el patriarcado no podemos seguir prescindiendo de la enorme potencia colectiva de la menstruación como condición primera para otro tipo de existencia.

 

 

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