Tribunal de Mujeres o cómo “estamos construyendo la justicia sobre la sangre de nuestras hijas”
Hace diez años, se registraba en México la muerte violenta de una mujer al día, hoy hablamos de una cada dos horas. La violencia es, además, algo acumulativo e interseccional. La experimentada por mujeres indígenas, una cifra negra; una vida encarnada. Viajamos a Chilpancingo, capital del estado de Guerrero.
Nancy acaricia la cabecita de su hijo, que se agita de un lado a otro; blanda y lánguida, cuando la suelta cae con un golpecito seco contra el cuello. La niña-mamá retoma con paciencia el intento. Mueve las piernas de Santiago Matías, lo mece, le limpia la papilla que le sale de la boca. A dos metros de distancia, dándole la espalda, el representante de la Comisión de los Derechos Humanos del estado de Guerrero, alega que, conjuntamente con la Secretaría de Salud, hicieron “una tarea de expansión de la cultura de los derechos humanos en todos los hospitales de la Costa Chica”, donde estuvieron “tres días”.
Son las únicas instituciones presentes en este Tercer Tribunal de las Mujeres de Chilpancingo. A pesar de que la organización, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, también invitó a la Comisión Ejecutiva de Atención a víctimas, a la Fiscalía General del Estado y a la Comisión Nacional de Búsqueda para que así pudieran escuchar algunos de los casos de feminicidio, violencia obstétrica y desaparición forzada de mujeres indígenas que se quedaron atorados en el castillo de la justicia de Guerrero, uno de los estados de México que condensa las mayores tasas de impunidad, violencias y muerte materna.
La sala del Tribunal Superior de Justicia, está adornada con lienzos y vitrales de los próceres de la patria: Morelos y Pavón, el cura Hidalgo, Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero… y con reconocimientos a juristas guerrerenses destacados. Sus sillas muestran, grabados en dorado, emblemas ilustrados: “Poder judicial, libre y soberano”, “la Patria es primero”. Las mamás de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, a más de cinco años de su desaparición forzada, siguen exigiendo “vivos los queremos”. Algunas académicas y juristas que han venido de Ciudad de México escuchan, toman notas; las feministas de Chilpancingo y los periodistas varios medios locales, El Sur, la Jornada, Reforma, Cimac… curtidos en crónicas observan, ponderan.
Son las 10,30 de la mañana, empezamos tarde. En el centro del hemiciclo, vibran las fotografías de Melanie, de Isabel, de Florencia, de Gabriela, Beatriz y Yulitzi… unas pocas de las miles, millones, de mujeres cuya memoria el Estado y siglos de indiferencia han tratado de sepultar en el olvido. Las acompaña una cruz rosa, esa que se multiplica por las geografías devastadas de Ciudad Juárez, de Tapachula, de Ecatepec, de Veracruz y de Guerrero, donde en 2019 hubo 170 asesinatos de mujeres. Solo 16 de ellos fueron registrados como feminicidios, a pesar de que está escrito que a “toda muerte violenta de mujer debe aplicarse el protocolo contra el feminicidio”.
“Mientras Lucio Cabañas luchaba en la Sierra y el Estado desaparecía a cientos… se aprobaba en Nueva York la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), en 1979”, recuerda Martha Figueroa, representante de Comité de América Latina y el Caribe por la Defensa de los Derechos de las Mujeres (CLADEM) y una de las integrantes del Jurado de este Tribunal. Pascual Jiménez, del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF), apunta la existencia del “Protocolo de actuación para la investigación del feminicidio, la Alerta de Género y la alerta Amber”, instrumentos muy necesarios pero que son en muchos casos “letra muerta” y no están adaptados a las realidades del profundo México rural.
Las compañeras y colectivos en Ciudad de México han litigado y exigido y se acuerpan para denunciar #niunamas #niunamenos, #8M, #MexicoFeminicida #Noestassola. Incendio, agua roja, rabia, hastío, agravio, dolor, las protestas se expanden. Pero si en la ciudad, donde hay señal telefónica, información o centros de salud, la brecha entre la ley y la realidad es abismal, imagina un camino de tierra que tarda cinco horas en alcanzar la cabecera municipal, imagina la milpa (maíz, frijol y calabaza) que se espera con ansia porque el hambre arrecia, la barranca que crece, una escuela sin maestros y un centro de salud de dos por dos metros con cajas vacías de ibuprofeno y un par de alacranes. Imagina un idioma donde la palabra violación significa otra cosa, pero sucede a diario; que vives lejos de tu casa natal, porque la costumbre es ir a vivir con la familia de tu esposo, que te han echado brujería (atado de manos, de pie, de boca) y que te golpean casi a diario, y los trapos sucios no siempre se lavan solo en casa, sino en el consejo de comisarios integrado exclusivamente por hombres. Imagina un día, cuando casi te matan y el instinto de supervivencia te arroja al monte, cuando llegas al Ministerio Público para denunciar, y te dicen “pero usted tiene que traer abogado, traductor y perito. Solo así la atendemos”. Y tú no tenías ni para el pasaje.
Cómo nombrar la violencia contra las mujeres en la Montaña de Guerrero, a dónde los servidores públicos son mandados como castigo, cómo nombrarla sin caer en lugares comunes, en imágenes colonizadas. Cómo entender la violencia aberrante en la mañana que asoma, la noche que cae, el crepitar del fogón y el humo que curte las paredes de adobe. En el Estado español cuando hablamos de violencia obstétrica nos quejamos, con justa razón, de los protocolos médicos que nos obligan a parir en una posición más cómoda para el médico, nos quejamos de la aplicación de oxitocina para acelerar el parto, de los fórceps y de la episiotomía, del exceso de cesáreas. Aquí, entre estos cerros, los funcionarios dicen “es mujer indígena, está acostumbrada al dolor, se cura con un tecito, le gusta que le peguen”.
“Mi hija es una persona, no es un animal”
En lo alto de la podio, y acompañada por la mirada de su mamá, que la ha alentado a denunciar “para que otras mujeres no pasen lo mismo”, a Adilene le tiemblan las manos. Se ha propuesto dar su testimonio, eso es lo que le han pedido que haga; y con disciplina de montañera, comienza desgranando las palabras, en español, y no en su lengua materna, el tunsavi. Evoca el dolor de aquel 20 de junio de 2017, cuando después de regresarla a la casa varias veces (tiene tres de dilatación, vuelva en dos horas, cinco de dilatación, vuelva en tres horas, siete, regrese en otras tres horas), a las cuatro de la madrugada regresaron al hospital general de Tlapa y decidieron quedarse. Cómo por fin llegaron las parteras y la pasaron al área del quirófano, cómo nació su niña y cómo la pusieron en su vientre. “Y entonces, estaban sacando la placenta cuando –se le quiebra la voz, se interrumpe, un llanto la tom – de pronto sentí que algo me jalaron… La partera tenía como una bolita en sus manos y otra partera le dijo “ya le desgarraste el útero”.
Con un papel blanco entre las manos, la mirada fija en un punto, Adilene recuerda que en aquel momento tocaron código rojo y ningún médico fue a verla. “Tardaron demasiado, llegó un doctor pero no dijo nada, solamente le dijo a la partera, no, pues ahora se lo tienes que regresar”. Entonces esta partera intentó regresarle el útero tres veces. Volvieron a tocar código rojo. “Sentía un dolor muy muy fuerte. Llegó la encargada de urgencias, muy molesta, los empezó a regañar… Yo agarré a esa doctora. Necesitaba apoyarme de alguien –evoca– y la doctora me gritó, me dijo que me callara, que me aguantara, que si me quería morir…”. Con la tortura del prolapso, llegó el turno de la mañana. “No sé cómo controlaron la hemorragia, lo único que recuerdo es que me subieron a una ambulancia, y ya de ahí, de ahí ya… nada”. Adilene se queda inmóvil, paralizada por el veneno del recuerdo, el pulso batiente, el temblor. En el tribunal hay un revuelo, una brisa densa recorre la sala. Con certeza el pensamiento de cómo trabajar, cómo tocar con cuidado estos recuerdos traumáticos cruza algunos pensamientos feministas de la sala. Aún hay tribunales éticos donde la intención es crear otras maneras de escuchar. Con qué sentido, de qué manera, ¿Cómo hacer?
Una abogada de Tlachinollan acude en apoyo de Adilene. Agitada, y ya fuera de escena, recibe un pequeño masaje, un poco de olor de hiervas para curar el espanto. Acude con ella a bambalinas Martha Figueroa. “Te puedo agarrar la mano, pero igual no es eso lo que necesitas. ¿Qué necesitas?”. Entre los espasmos quedos y palabras de aliento, apenas atisbamos a comprender lo que significa no tener útero en una comunidad indígena, donde el mandato de la reproducción es lo que hace “válido” ser mujer, donde si sufres una violencia “es porque te la buscaste”; pero sí sabemos de la importancia de luchar por la justicia, primero por una, y luego por las demás, la necesidad de sanar la relación con el propio cuerpo. Y la vida por delante. “Porque la vida es más que un útero”, “porque tú estás viva”, “porque puedes contarlo”.
En el podio, el esposo y la cuñada de Lucrecia cuentan cómo la mataron en el Hospital Básico Comunitario de Tlacoapa, cuando se le quedó un pedazo de placenta dentro, de cómo el médico después de horas y horas de espera, insultos y desprecio, les soltó a bocajarro “Tu esposa ya está muerta. ¿Por qué te interesa saber cómo murió?”, de cómo se pudría en la ambulancia. Habla Nancy, la niña-mamá cuyo bebé, por negligencia médica, nació con asfixia severa. Cuenta, empinando los ojos al cielo, que actualmente su hijo tiene un infarto isquémico del lado izquierdo y “a sus tres años no puede caminar, no se sienta, no habla… su comida son puras papillas”, un “caso” que, a pesar de haber tenido la recomendación 09/2019 de la Comisión de Derechos Humanos del estado de Guerrero, sigue sin recibir atención económica, ni indemnización alguna. “Y yo le comento a la psicóloga –dice Nancy– que yendo a terapias a mí no se me va a olvidar lo que a mí me hicieron, y que me he topado con el médico que me atendió y él quitado de la pena como si no hubiera hecho nada”.
Congoja, lágrimas que ruedan como piedras, sin atención ni amagos de ocultarse. La necesidad de justicia, y una justicia restaurativa, pero que también establezca responsabilidades jerárquicas: las responsabilidades que no solo tienen los doctores, las patronas o las enfermeras que operan sin conocimientos, sin recursos, sin cédula básica profesional, con desdén, sino también responsabilidades enquistadas en las instituciones de salud del Estado, en Gobernación, en aquellos funcionarios con altos cargos que chupan la sangre y la vida institucional y que se esconden tras una burocracia clasista, racista, misógina y criminal. “Es importante revisar los sistemas normativos indígenas, porque cuando estos sistemas de justicia sirven para defender el territorio de las mineras, las instituciones del Estado dicen que no sirven, pero cuando las mujeres indígenas son asesinadas, el mismo Estado se ampara en ellas acusando a los usos y costumbres de las comunidades bárbaros y machistas”, dice una de las juezas.
La trabajadora de Tlachinollan que ha sacado a Adilene de la tribuna, ahora se para detrás de quienes dan testimonio, mientras se arrancan las palabras, les pasa un algodoncito empañado en alcohol y hiervas tranquilizantes por el cuello. Hablar duele, el silencio duele más. Cómo y dónde hablar.
“Pero el sentimiento me gana”
Tras cerrar el ciclo de los testimonios de violencia obstétrica, se abren los “casos” de feminicidio en este Tercer Tribunal de Mujeres, llamado por Tlachinollan “Telar de Historias de sueños y tragedias”. ¿Dónde están los sueños?, me pregunto yo. Hablemos también de ellos, de comunidades oníricas, de la importancia de intervenir la P de patria por la M de matria, de voltear el mundo, de arañar la tierra; pero tras el pestañeo, la P de la sala del Tribunal Superior de Justicia sigue anclada con fuerza en las paredes de piedra. Las hermanas, los esposos, los hijos, las tías, las mamás, los papás, las sobrinas de las mujeres víctimas de feminicidio se levantan. Han escuchado el primer ciclo de historias con congoja, dejando en blanco unos folios que les habían repartido, por si querían apuntar algo. Tan sólo la fecha queda en ellos reflejada.
Recién llegado de Sonora para el evento habla el papá de Melanie, exige justicia para su hija, que fue asesinada por su esposo que detenta un cargo militar como aviador, lo que ocasionó que embalsamaran su cuerpo de manera prematura, desapareciendo evidencias, destruyendo las huellas, con la complicidad de agentes del Ministerio Público, la Policía Estatal y la Procuraduría de Justicia del Estado. Ver a su hija, allí, en una fotografía, tan quieta como los muertos, lo confunde. “Nosotros que creíamos que había encontrado su príncipe azul”, pero ese príncipe azul que la desconectó de tierra para arrojar sus huesos a la morgue. Catalina, la mamá de Florencia, una joven me´phaa de Loma Tuza, asesinada en 2014 tras una violación tumultuaria, expresa, con sus corneas humedecidas, con su pecho encorvado y con sus dientes, que sobresalen de la boca, una tristeza insondable, anclada en una comunidad perdida, abandonada de la justicia. Premeditada y anunciada por radio durante más de seis meses, el feminicidio de su hija fue planeado por su exconcubino que la amenazó de muerte tras saber que le había reclamado pensión alimenticia. En las amenazas y el hostigamiento participaron con su complicidad el comisariado de la comunidad y del síndico de Acatepec, que no hicieron nada para evitar que, en una noche en la que la barranca creció y Florencia quedó atrapada en la casa, fuera violada y ocultada tras un amasijo de ropas. La encontraron al día siguiente. Su hija de tres años, golpeada pero todavía viva, se aferraba a su piecito ya inerte. Marcelo, el hermano de Isabel, otra mujer me´phaa a la que su esposo “trozó como a un pollo” en un arrebato de ira y alcohol “por no pasarle unos clavos” también exige justicia. Isabel quedó desangrándose en la calle durante horas, sin que nadie la ayudara para no meterse en problemas. Cuenta Marcelo (breve porque se rompe) las dificultades que tiene para continuar con la búsqueda de justicia. Nadie en la comunidad tiene para pagar el pasaje a la cabecera regional y declarar como testigo. Es tu muerta, le dicen, tú arréglalo. “Como un pollo”, repite, en tono fatal.
El tiempo se acelera, y cada testimonio cae como un disparo. Abre un libro, una crónica sin límite de caracteres. Urge un descanso, un café, un apapacho, una tromba de agua, una canción, muchos mundos radicalmente otros. Pero sigue Doña Panchita, de Ayotzinapa, no el Ayotzinapa de los estudiantes, sino el otro Ayotzi, en el municipio de Tlapa. Cuenta, en naua, y con la cara arrugada por el sol, tensa por los años de recuerdo avinagrado, cómo el día de los hechos, su hija Francisca cargaba a su niño; cómo su agresor (su esposo) le dio una bala en la cabeza y le abrió el cráneo. Cómo la dejó tirada en la carretera y cómo su nieto quedó mamando del pecho de su mamá ya muerta, hasta que alguien pasó, lo separó y lo cubrió con una cobija. Horas después, los pasajeros de una camioneta que pasaba por la carretera, la vieron y fueron a avisarle. Su hija estaba muerta, troceada.
En esta última historia la traductora llora. No puede seguir contando. La traducción se rompe, el sentido estalla, no hay palabras capaces de nombrar. Intercambiamos miradas. Entre lágrimas, la traductora se dirige a Doña Panchita y después, con el micrófono todavía en mano, traduce: “Yo le digo a la señora que entiendo su dolor, su sufrimiento, porque nosotros… también buscamos a nuestros hijos. Han pasado cinco años y cinco meses sin saber nada de ellos, por eso el dolor que compartimos como mujeres, por eso tenemos que buscar justicia, y por eso como mujeres no nos vamos a rendir, hasta encontrar a nuestros hijos, y … quisiera decirles más cosas pero el sentimiento me gana”. Es Doña Cristina, mamá de uno de los 43 estudiantes desaparecidos de manera forzada de la normal Ayotzinapa.
Por último, sube al podio, en silencio, ya con los funcionarios de la Secretaría de Salud del estado al otro lado del salón, que quizá andan pensando en el pozole, quizá en cómo dormir la noche, Don Gregorio, cuya esposa, cuya hija y cuya nieta fueron desaparecidas. Cuenta cómo sus hijos le dicen “papá, ya dalo al olvido”, y que él contesta: “Tal vez ustedes no tengan dignidad, pero yo sí quiero justicia, y quiero verdad”. “Mil preguntas me he hecho ya; a veces no duermo en la cama, sino en la loza del techo para ver quien pasa, y en caso de que vengan a buscarme no me van a encontrar”, dice, serio y triste, pero con el temple que traen algunos de los que sienten caminar entre la vida y la muerte. Las grabadoras, dos sony, una tascam, una zoom H21, varios celulares lo registran.
Denunciar en este estado, violento y violentado, donde los expedientes de la Fiscalía se filtran a la prensa amarillista y más allá, tiene un riesgo, recalca Neil Arias, la abogada de Tlachinollan que acompaña varios casos. Pero alguien tiene que hablar, y una querría creer que las palabras de quienes escuchamos pueden crear comunidad, pueden arrullar, pueden proteger. Quizá por eso luego me contarán, ya de regreso a la Montaña, que en esas noches en insomnio sobre su techo, en los largos caminos de pasajera por trochas sinuosas, o mientras encienden el fuego del hogar, algunos hablan con sus hijas, con sus hermanas, con sus mamás, les cuentan cómo se portan sus cinco hijos en la escuela, cómo van en matemáticas, cómo en lengua; si comieron bien, si jugaron o riñeron. Hijos, nietos, sobrinos, de tres, cuatro o cinco años, que quedaron ahora a cuidado y merced de tías, de abuelos, de hermanas, y que crecerán con recuerdos, palabras y tabús de un tiempo roto.
realizado con el apoyo de Calala Fondo de Mujeres y financiado por el Ayuntamiento de Barcelona.
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