Esther, la manzana podrida
¿Quién robó a la abuela Esther? ¿Alguien pagaría por ella? ¿Quién y cuánto? ¿Cómo? ¿Por qué cuesta tanto, también sobre el papel, reconocer el daño? ¿Se puede creer en el amor si partes del desgarro? ¿Lloraría la primera vez que la violaron o ya estaba preparada?
La Wikipedia dice que una biografía es “la historia de la vida de una persona narrada por otra, en pleno sentido desde su nacimiento hasta su muerte, consignando sus hechos logrados y fracasos”. Es curioso que no se entienda como hecho logrado un fracaso, a pesar de que generalmente se tratan de acciones perfectamente consumadas. Los errores rara vez se quedan a medias. Esta definición de la ‘biografía’ permite fracasar a ese porcentaje mínimo de la población que merece ser biografiada. Sorprendente porque los héroes siempre acumulan más gestas que fracasos. Claro que probablemente fueran ellos mismos los que fijasen los términos. La definición del verbo ‘fracasar’ podéis buscarla también, pero es menos sorprendente. Esther González Pérez fracasó, pero eso no ha sido motivo suficiente para que nadie escriba su biografía. Fracasó tanto que murió joven sin saber cómo evitarlo. Si buscas su nombre en Internet aparecen pocas referencias y, en realidad, ninguna alude a ella. Tuvo una vida lo suficientemente honorable como para no aparecer en ningún archivo policial y demasiado pecaminosa para el pequeño pueblo en el que tuvo la desdicha de nacer.
Esther abrió los ojos por primera vez en una casa que hoy se encuentra al borde de una carretera, pero que entonces estaba rodeada de verdes campos repletos de frondosos manzanos. Mientras ella aún corría feliz y libre por aquellas idílicas tierras, las manzanas no se caían podridas del árbol. Nada sobraba entonces en aquella casa: si no se hacía sidra se hacía mermelada. Hoy, cubiertos de polvo y de carretera, los manzanos resisten solemnes el paso del tiempo que ha arrasado con todo lo demás. El hórreo sigue en su sitio, pero no tiene semillas que proteger ni nadie de quien defenderse. Los ratones hace mucho que buscaron también nuevas guaridas. La casona, con un mirador espectacular a la carretera general, está llena de polvo. Allí nació Esther, en un hogar que probablemente nunca lo fuera para ella, de suelos ruidosos de madera oscura. La casa del desván de los misterios, en el que nadie nunca acabó de encontrar todos los tesoros. Dice la leyenda que aún se conserva allí la sábana blanca en la que trajeron envuelto, en plena guerra, el cadáver de un familiar para enterrarle en el pueblo. Ante tal secreto, claro, cualquiera se atreve a hurgar en profundidad. Resuena aún el eco de una bruja que vivió allí, siempre vestida de negro. Ni ella sabía ya a quién guardaba luto. Conocida como ‘La abuela del diente’, desdentada y amargada, la madre de Esther murió de mala.
Pasan los años, mientras siguen pudriéndose las manzanas y caen las más mayores, nadie sabe ya a quien corresponde llamar pariente. Aquel pequeño pueblito que no huele a chocolate sería difícil de encontrar en el mapa si no tuviéramos como referencia la fábrica de Nestle.
Esther tenía tropecientos hermanos y se sabía todos sus nombres. Benito es el que más aguantó junto a los manzanos hasta que él también cayó de maduro. Los huesos soportan lo que pueden soportar. Ni más ni menos. La casa de Esther, Benito y el resto de sus hermanos sobrevive hoy a una familia que por no compartir no comparte ni grupo de WhatsApp. La romería de la ermita sigue celebrándose cada año sin que ninguno de ellos pueda corroborarlo. Los últimos acontecimientos parroquiales de la zona se reducen a un crowdfunding para arreglar una bajante de ermita, que, en algún momento, se creyó catedral. Dicen por la zona que hubo una época en la que los feligreses no faltaban nunca a su cita con Dios. Debe coincidir con los años en los que Dios condenaba con firmeza el desacato.
Las biografías siempre señalan el punto de inflexión: el invento que lo cambió todo, la obra que consolidó una carrera, un gol en propia puerta, un golpe de Estado o la autoproclamación de una República. Es este giro, inesperado o no tanto, del guión. Ese que rompe el ritmo natural de las cosas, lo que convierte algo ordinario en todo lo contrario. Esther no hizo nada de eso, pero tuvo un novio, que prometió casarse con ella probablemente con el mismo cinismo que caracteriza a todos los novios. Dicen que soñaron juntos un futuro, pero debía ser lejano porque él marchó a América cuando supo que aquel porvenir llegaría en cuestión de nueve meses. Siguieron cayendo las manzanas y Esther sintió entonces cómo crecían a la vez el fruto de su pecado y el estigma. Su madre, cuya fama de mala, malísima, sigue extendiéndose hoy, puso a funcionar toda su artillería pesada para que pagase caro aquel amor. Por razones que se desconocen, tal vez sea falta de memoria, tal vez falta de interés, entonces un tal Gustavo pasaba por allí, encontró a Esther y ella supo entonces que estaba perdida. Este tal Gustavo andaba por Asturias por algo de la guerra, pero esta afirmación solo se sostiene por los recuerdos de memorias muy frágiles hoy. Mientras él exploraba Asturias, vete tú a saber por qué, en Ortuella, un pueblo de la cuenca minera de Bizkaia, Celestino se quedaba viudo. Durante años, el silencio acompañó la muerte de su primera mujer, que falleció probablemente por un aborto. Celestino se encontró entonces viudo con tres criaturas en edades comprendidas entre un bebé y dos adolescentes. Aquel panorama era difícil de gestionar para un hombre como él, que lucía una mala hostia interesante de analizar y una paciencia prácticamente indetectable, así que no puso ninguna pega cuando su hermano Gustavo llamó desde Asturias. “Tengo lo que necesitas”, debió decir. Ese complemento directo era Esther.
Nadie sabe ya cuándo llegó a Bizkaia exactamente. ¿Quién iba a saberlo? ¿Su primera hija, Luisa, que ya está muerta? ¿Su segunda hija, Begoña, que aún no había nacido? ¿La madre que la parió? ¿Las nietas que no la conocieron? Nadie sabe cuándo llegó, cómo ni por qué. Quién la trajo o quién la fue a buscar a la estación de tren son interrogantes que jamás, nunca, jamás, nadie podrá resolver. Podremos rastrear archivos eclesiásticos para saber qué día se casó o cuándo bautizó a sus hijas, buscar en la hemeroteca si llovía o no el día que nació, pero nunca, nadie, nunca, jamás, jamás, nunca, nadie podrá saber cómo ni por qué viajó a ese pueblo de hierro, escenario de sus llantos más amargos. Que Esther y Celestino se quisieran es tan poco probable como encontrar una aguja en un pajar y enhebrarla a oscuras. Es poco probable también que empezaran a quererse después porque, después, todo fue a peor. Vivieron juntos en la casa que él había comprado antes para vivir con su primera familia, la versión original de su vida. Una construcción minera que, parche a parche, hoy es un hogar. Debajo vivía una mujer sonámbula que tenía un hijo que una noche, nadie sabe todavía por qué, huyó de la policía saltando por la ventana. Una vivienda atravesada por la mina, construida para pesar el mineral, en la que nunca vivió feliz la familia disfuncional de Esther. Ella cosía para las vecinas del barrio para sacarse unos duros, que invertía en comprar sardinas secas a la única hija que conservaba a su lado. La primogénita se quedó a vivir en Asturias. Ella tuvo que viajar sola más de 210 kilómetros para cuidar a los hijos de otra mujer muerta, pagar así su castigo y cavar su propia tumba. Entregada a la crianza de su pequeña trató de ganarse el cariño, sin éxito, de sus hijastros. Demasiado dolor en esa casa para que pudiera curarse con el amor también herido de Esther. Celestino salía a trabajar cada día a Babcock&Wilcox. Haría cosas importantes como las que siempre hacen los señores. Las biografías están hechas a su medida. Mientras, Esther sobrevivía con hechos logrados y fracasos. Al menos, una de las batallas que enfrentaba al día era dulce: ver cómo su pequeña marchaba protestando a la escuela porque no quería, bajo ningún concepto, despedirse de su madre. Puede que intuyera que tendría pocos años para disfrutarla.
No hay evidencias de que Esther tuviera amigas.
Celestino era uno de sus hombres llenos de sombras que, sorprendentemente, provoca contrastes. Un hombre que aparece dulce en la memoria de su bisnieta, turbio en la de sus nietas y probablemente cruel en la de sus hijas. No tuvo pudor en amedrentar con el filo de un cuchillo a quien se entrometió en una ocasión entre él y alguno de sus caprichos. Al grito de “afilapollas” no dejaba títere con cabeza y, como así es la memoria, aquel capullo se convirtió en un viejito adorable. El pobre viudo que no dudó en hacerse con una joven repudiada por su familia para satisfacer sus necesidades. Sin pudor, vergüenza, ni castigo.
Una noche, tras una fuerte discusión con sus hijastros, Esther se puso un abrigo verde botella. Era una mujer bella, con la mirada seria, el rostro tenso, la piel firme. Si sonreía, no quiso dejar constancia de ello en las pocos fotos que se conservan de ella. No se ha hallado tampoco ningún material audiovisual con el que se pueda describir cómo era su voz. Podría ser grave, pero grave fue lo que pasó aquella noche. Esther no soportaba más desplantes, así que decidió tirarse al tren. Agarró el abrigo del armario y se dispuso a matarse. No se sabe cuánto tiempo hubo de pasar para que se tranquilizase. Tenía prisa por matarse ella misma, pero el cáncer se lo había pedido primero. Fracasó también en eso.
La vida continuó en Ortuella aunque Esther intentase frenarla. Su hija seguía llorando cada mañana antes de ir a la escuela, ella cosiendo, Celestino yendo a la fábrica en la que, incluso, logró colocar a unos familiares de Asturias para alegría de Esther. Esto lo recordaba Angelina, muchos años después de que por fin muriera su querida Esther, en una pequeñísima casa en la que cabía de milagro a pesar de medir medio metro mal medido. Muy cerca de allí aún se conserva el molino de la familia que alguien reconstruye hoy. Repetía, en bucle, la misma historia: “Yo iba con tu madre a buscar agua a la fuente de la esquina”. Bebía un sorbo de una lata de cerveza abierta que había sacado de la nevera y volvía a repetir: “Yo iba con tu madre a buscar agua a la fuente de la esquina”. Hija y bisnieta de Esther se miraban cómplices mientras Angelina volvía a repetir: “Yo iba con tu madre a buscar agua a la fuente de la esquina”. Y tanto fue el cántaro a la fuente, que se tuvo que romper.
Esther enfermó porque era inevitable. Estuvo unos meses ingresada en un hospital vasco hasta que alguien decidió que correría mejor suerte si regresaba a morir a Asturias. No es descabellado pensar que no fue ella quien tomó esa decisión, pero agarró, ya muy débil, su maleta y a su hija para marchar de vuelta a otra casa que tampoco era su hogar. Mientras moría, sus suspiros de dolor hacían la competencia a los suelos ruidosos de madera oscura de aquella vieja casa, llena de recuerdos y sin una maldita gota de amor para ella. Murió dejando paso a su ausencia, que casi ha pesado más que ella misma. Las dudas, siempre sobre la mesa. Las teorías asaltan siempre a su familia en el coche cuando vuelven de Asturias: ¿Quién robó a la abuela Esther? ¿Alguien pagaría por ella? ¿Quién y cuánto? ¿Cómo? ¿Por qué cuesta tanto, también sobre el papel, reconocer el daño? ¿Se puede creer en el amor si partes del desgarro? ¿Lloraría la primera vez que la violaron o ya estaba preparada? ¿Murió joven porque, estaba tan congelada, que su piel no podría aguantar el peso de las arrugas? ¿Son sus hechos logrados y fracasos motivo suficiente para que ella también tenga su propia biografía?
Muy cerca del pueblo en que se enterró su cadáver está el santuario de la Virgen de la Cueva. Que llueva, que llueva, Esther.
Por favor, que llueva.