No habrá verdad, justicia ni reparación en la televisión

No habrá verdad, justicia ni reparación en la televisión

Una famosa por nada aprovecha un espacio para las confesiones en un reality para hablar de la violencia machista vivida en su familia. La apisonadora de la privacidad pasa de puntillas por un potencial filón de intimidades y morbo. Y no pega que sea por respeto.

27/05/2020
Ana María Aldón en un momento del programa

Pantallazo del programa ‘Sálvame’

 

“Tengo la necesidad de perdonar a mi padre. Porque era un hombre muy duro, a veces inhumano. Con su propia familia, pero especialmente con mi madre. Fue una bestia humana. Durante años torturó a mi madre. Y nosotros lo veíamos día a día, los seis hijos. Yo soy la menor, y junto con mi otro hermano pequeño nos agarrábamos y nos metíamos debajo de la cama mientras que esos episodios sucedían día tras día”.

Esta historia podría ser la de cualquier mujer, pero es la de una mujer famosa. Esta historia podría haberse contado en cualquier consulta, oficina de atención a víctimas o juzgado, pero se ha contado en un programa de televisión. Esta historia podría haberse compartido en la intimidad con una o dos amigas, pero se ha contado en directo, “delante” de millones de personas. Esta historia podría ser la de cualquier mujer, pero es la de una mujer de cuarenta y tres años, casada con un extorero de sesenta y siete, que antes estuvo casado con Rocío Jurado.

Podría ser la historia de cualquier mujer. Y lo es, de alguna forma. Porque todas las historias de violencia machista se parecen. Se parecen en la tortura, en el miedo, en la culpa. Y se parecen en la impunidad. En que la mayoría de las veces esos hombres fueron –y van– por la vida sin que se haga justicia y sin que haya reparación. Como pasa con la mayoría de los dictadores, sólo nos queda la verdad para ocupar el hueco de las tres y para hacerle un sitio a la venganza, que siempre llega tarde.

Hay demasiadas historias de mujeres que fueron –y son– confinadas de por vida por una violencia que sólo puede existir porque la toleramos. Quienes la conocen y no la denuncian, quienes cuestionan a las que la denuncian, quienes no hacen su trabajo cuando les alcanza una denuncia y –sobre todo– quienes participan del discurso que naturaliza, legitima, normaliza, quita gravedad, justifica o busca equidistancia entre torturadores y víctimas. Esa violencia existe gracias (o por desgracias) a todos esos elementos, esas personas que se convierten en instrumentos, al aprovechar o derrochar cualquier oportunidad para enfrentar una violencia que asesina a más de la mitad de las mujeres que son asesinadas.

“Desde que tengo uso de razón he querido tener un cuchillo en la mano para matar a mi padre, para ser lo suficientemente mayor y matarlo. Y nunca llegaba el día”. Esta confesión nos suena. Lo normal –qué jodida es esa palabra cuando se refiere a que hayamos hecho del horror, norma– es que todas hayamos escuchado, leído, pensado o pronunciado esa frase. Pero se paran las respiraciones (y se te queda el tenedor suspendido en el aire, mientras ves la tele mientras cenas) cuando lo dice por la tele la mujer de un extorero que fue el marido de Rocío Jurado, en un programa que están viendo millones de personas. Imagino a quienes viven de que sigan siendo millones quienes lo vean, haciendo una lista mental de los pros y los contras de que una mujer cuya vida despierta el interés de millones de personas, y cuya renuncia a la privacidad genera millones, cuente en directo un secreto que millones de mujeres guardamos a voces.

Sería de esperar que hubieran exprimido al máximo la fruta del morbo. Durante años, la industria de hacer pública la privacidad de personas que no tienen –más allá de no tener intimidad– ningún mérito, nos ha sometido a la gota china de pensar que la curiosidad por la vida de otras personas nos da derecho a conocer, juzgar y condicionar la vida de esas personas. Hay quienes hacen escaparatismo con sus vivencias y hay quienes deciden pararse a mirar el escaparate. Hay quienes hacen peep show con sus experiencias, y hay quienes pagan para ver el streaptease mientras la persiana está abierta. Pero no es suficiente. La industria del entretenimiento se convierte en un panóptico donde la vida de cualquiera muta en feria. No siempre por decisión de quien la protagoniza.

En principio, convertir la propia vida en una fuente de ingresos y de vidilla para el resto, es una elección. Hasta cierto punto. Y este punto está atravesado por el género, la raza y la clase, entre otros ejes de opresión que también atraviesan a la audiencia. Cuanto más rica es una persona, más se le perdona. Y cuanto más blanca, más se le aguanta. Y si es un tío, siempre encontrará algún aliado que le defienda y señale a una mujer como responsable de sus desgracias. Porque esto de la privacidad como espectáculo (y cultura) de masas es un circo, pero de leones y gladiadores. Con vencedores y vencidas.

Volvamos a la violencia machista y al discurso que la legitima. Está en la calle, está –por desgracia– en las instituciones y está en los ámbitos privados. Y está en los platós. Por eso, una mujer famosa, mujer de un famoso, viudo de una famosísima –y eso es mucha fama– contando con una crudeza muy cruda hasta para un reality, que vivió décadas de violencia machista en casa y reconociendo que deseó la venganza, (una joya de culebrón, vamos) en lugar de ser diseccionado en todas sus subtramas, exprimido hasta las últimas ramas genealógicas; es pasado de puntillas, cogido con pinzas y convenientemente editado. Y desaparecen las referencias a la tortura, a los moratones, a los cuchillos bajo la almohada y a todo lo que suene a historia conocida, pero escondida.

Porque los jefes de pista del circo mediático de la privacidad saben hasta dónde pueden llegar. Y reconocer que hay miles de mujeres torturadas diariamente por miles de hombres de entre quienes les ven diariamente, sería señalar con el dedo al iceberg que se acerca, y dejar en anécdota lo del Titanic. Esa merienda de blancos y blancas que ocupa las pantallas (y que nadie ve, pero arrasa en audiencia) no es inofensiva ni inocente ni amorfa. No se sientan ahí personas al azar, con título de periodismo (o diploma en desparpajo) a hablar de lo que toca, y a opinar según les dé. Esas charlas inofensivas sobre cuestiones intrascendentes de vidas que en realidad no nos importan, son pequeños Sanedrines que se meten en las casas de la gente que les abre, con el mando a distancia, la puerta. Y por ella se cuelan la misoginia, la heteronorma, la gordofobia, el control del cuerpo y la sexualidad de las mujeres. El patriarcado, vamos. Esas tertulias “sólo para entretenernos”, le bordan la letra escarlata en el vestido cada día a decenas de mujeres por decir, hacer o parecer lo que no “deberían”, según un orden que va de caos, pero que espera que las mujeres sean femeninas (vete tú a saber qué significará eso) y que los hombres se vistan por los pies (vete tú a saber qué significará eso).

En esos jurados de la normatividad que son los programas de cotilleo, los roles de género están muy claros: ellas son malas con las otras mujeres y ellos son buenos con los otros hombres. Ellas no quieren meterse con el físico de las otras mujeres, pero se meten. Ellas no quieren juzgar a otras mujeres, pero lo hacen. Ellas quieren comprender a las otras, pero no lo consiguen. Ellos generan redes de complicidad que parecen automáticas, casuales, pero que -casualmente- coinciden en comprender, justificar y legitimar los comportamientos de hombres que hacen lo mismo que los que no tienen el foco del interés popular puesto: aprovecharse de sus privilegios. Explotadores emocionales, masculinidades agresivas y obsoletas, analfabetos domésticos, misóginos de manual y machos alfa que no llegan a omega, son diariamente normalizados hasta el punto que nos acaban pareciendo normales. Eso sí, todos adoran a sus madres.

Y el resultado son “asambleas de majaras” que se han reunido y han decidido que las cosas sigan siendo como han sido siempre, que la desigualdad parezca el estado natural de las cosas, que las mujeres compitamos y los hombres colaboren, que las mujeres cuidemos y amemos y los hombres disfruten y manden, que las mujeres seamos histéricas y los hombres reaccionen con carácter.

Y, de vez en cuando, saldrá una que confiese que durmió durante años con un cuchillo en la mano. Y habrá que encender apresuradamente las luces de otra pista, para que la plebe mira hacia otro lado.


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