El reverso de la herida
Podemos trabajar activamente por ser algo más que oprimidos u opresores y por destituir el orden que nos jerarquiza.
“Debes hundirte los dedos
en el ombligo, con las dos manos
agrietarte”
Gloria Anzaldúa
¿Cuántas orillas tiene el río?
Karamakate. El abrazo de la serpiente
Escribo desde mi confinamiento en Viena donde he quedado atrapada sin poder regresar a mi casa en la isla que me vio nacer.
No me puedo quejar, sin embargo. He quedado confinada en una de las ciudades más ricas de Europa acompañada de mi hija y de afectos que se han podido fortalecer durante este tiempo. En realidad, soy afortunada de estar en un espacio seguro en medio de una de las pandemias que más muertes y contagios ha provocado en nuestro tiempo. He sido acogida por una comunidad de migrantes y personas, la mayoría de ellas racializadas no heteronormativas, que habitan una de las casas más viejas y emblemáticas de la comunidad LGTBIQ en esta parte del mundo. Una bella casa colectiva de tres niveles con habitaciones amplias, de grandes ventanales por donde ingresa la luz durante el día y se ve la luna de noche, ubicada en una de las zonas más exclusivas de la ciudad y donde lesbianas, homosexuales, trans y personas nos binarias migrantes llegan por ayuda y asistencia. Un patio interno lleno de plantas y árboles florecidos donde ahora que ha iniciado la primavera hemos sembrado plantas comestibles que espero llegar a disfrutar previo a mi partida, recuerda algo del terruño en medio del encierro.
Ha sido toda una experiencia quedar en este espacio con personas jóvenes de sexualidades y géneros no normativos de diferentes países, colores, culturas e historias. La casa durante este tiempo de confinamiento ha devenido en un espacio de experimentación interesante sobre cómo lidiar con las diferentes historias de dolor y trauma, las personalidades definidas por entornos culturales muy distintos y, por supuesto, la miseria humana dentro de un encierro obligatorio durante dos meses. Con mi amiga Marissa a veces nos reímos imaginando la casa como un Gran Hermano donde venimos a experimentar el estar juntes entre personas que apenas se conocen en medio del inicio del fin del mundo conocido.
La cotidianidad que me ha tocado experimentar en este prolongado encierro en una casa de tales características me ha dado la posibilidad de volver sobre algunos temas que me han interesado en diferentes momentos de mi trayectoria y otros más novedosos que se anotan como proyectos escriturales futuros. Una cuestión particularmente me ha llamado la atención y tiene que ver con la manera en que una comunidad pequeña de personas que han vivido en su mayoría diferentes historias de discriminación y violencia logran sobrevivir juntas y aprenden a lidiar con sus diferentes personalidades, atravesadas por condicionamientos histórico estructurales, y modos de responder ante un contexto de vulnerabilidad y emergencia.
La manera en que se diligencia la diferencia y el conflicto en comunidades politizadas y educadas en el discurso antirracista y de disidencia de género y sexualidad es algo que me interesa repensar a raíz de algunos episodios que vivimos en esta comunidad esporádica cuando observé cómo se usaban estratégicamente argumentos antirracistas y feministas como respuesta inmediata para descargar de toda responsabilidad ética a individuos racializados y disidentes de género. Esto me recordó otros episodios más o menos públicos de los que he sido testigo en los últimos años y en donde expresar mi preocupación respecto de estos usos abusivos me valió ser señalada públicamente como misógina, transfóbica o antiblacknes dentro de una forma de hacer política que veo cada vez más suturada, más ensimismada, mas grandilocuente. Una política que a mi entender enrumba hacia el abismo lo que era una promesa de proyecto hacia otro modelo de sociedad.
La pregunta que me anima en estos momentos es si el discurso y la crítica feminista, antirracista y anti/descolonial pueden ser posibilitadores de la construcción de comunidad ampliada o, en su devenir, están contribuyendo más bien a modos de subjetivación que amplían las barreras que atentan contra la posibilidad de vida en común y dificultan la restauración del vínculo fracturado por los procesos de individuación que exige la organización moderna del mundo. A mi entender, en los últimos años una serie de situaciones nos vienen alertando que el exceso de discurso y de politización más que a revertir la dominación y reconstrucción del lazo comunal podría estar ayudando a producir nuevas formas de jerarquización y construcción de verdades que totalizan la experiencia y la hacen impermeable a la experiencia del Otro y del mundo en su complejidad. De ser así, la política antirracista, feminista y de la disidencia sexogenérica estaría alejándonos cada vez más de la posibilidad de experimentar la coexistencia dando continuidad al proceso de ruptura del lazo originario y a la producción de nuevas formas de violencia simbólica.
Nuestros pequeños guetos de “comunidades” atadas a determinadas maneras de convivencia real y/o virtual, educadas por el discurso activista y más o menos especializado de la teoría critica contemporánea, funcionan como una especie de experimento que nos alerta sobre los límites de la política que hemos empujado. Lo que he observado en los últimos años es que el surgimiento de una conciencia crítica en una parte de los sujetos pertenecientes a grupos vulnerados, pero expulsados de sus comunidades originales por los procesos de desmantelamiento progresivo del mundo relacional gracias a la intromisión colonial, ha permitido expandir la comprensión de cómo opera la dominación y el acceso a una gramática de la denuncia, pero nos advierte que ello no necesariamente lleva consigo el mensaje descodificado de cómo sería hacerlo de otra forma que la denunciada.
Ello en parte se debe a la amnesia gradual a que hemos sido sometidxs quienes habitamos el mundo regido por el orden estatal moderno, una amnesia que se acelera y alcanza niveles insospechados entre quienes, aun racializados, hemos sido integradxs y formadxs por la gran comunidad feminista y de la disidencia sexual. En estos espacios particularmente, la posición radical parece producir sujetos huérfanos que, expulsados de la comunidad de parentesco originaria, a la cual en muchos casos aborrecen profundamente, estarían siendo condenados, y no necesariamente proponiéndoselo, a ser la más viva expresión de la subjetividad anunciada por el ethos moderno.
Lo interesante es el lugar que viene a ocupar el discurso político feminista y antirracista en la producción y la justificación de esta onda expansiva de la subjetividad moderna hacia sujetos originariamente ajenos a ella, o, en todo caso, ocupando un lugar derivado. La feminista, el/la disidente sexual y de género, la persona racializada que reclama justamente su lugar de indefensión y trauma, reinventa una comunidad exterior al mundo del que ha sido expulsado, al tiempo que corre el riesgo de reeditar aquello que está en el origen de la herida que le acompaña.
Si la crítica es indispensable para visibilizar aquello de lo que padece nuestra sociedad, cómo evitar repetir nuevamente la historia de destrucción y del poder ahora en manos de aquellos que se creen poseedores de la antorcha de la justicia. Parecería que siempre se corre el riesgo de que el discurso levantado para denunciar una violencia se vuelva un arma peligrosa en manos del sujeto que ha padecido la dominación, en la medida en que este se constituye a sí mismo como por fuera de la trama de la producción del poder, envestido de una autoridad y una verdad libre de toda prueba. En efecto, hay suficientes ejemplos históricos que mostrarían este peligro.
Episodios de terror de los últimos 500 años como la quema de brujas, la persecución y asesinato de personas negras, o los juicios sumarios contra las voces críticas dentro del socialismo real, solo para poner algunos ejemplos, deberían enseñarnos del peligro de la operación mediante la cual cristalizamos al enemigo en determinados cuerpos y no en aquellas ficciones espeluznantes y los regímenes que lo producen; ficciones en las que, no está de más decir, estamos activamente atrapadxs. Si bien estos ejemplos que traigo parecen extremos, no está de más usarlos como parámetro de aquello que debemos evitar repetir. Lo paradigmático, en el mejor o el peor de los casos, puede servirnos como faro que nos indica, aun en la noche oscura, hacia donde nos encaminamos. Es necesario siempre hacer este ejercicio de cuestionar a nuestras creencias y nuestras prácticas, la lógica que las permea, el futuro que presagian. Dime el presente que haces y te diré el futuro que sueñas, nos advirtió hace ya un tiempo Alice Walker. Con el pasado al frente caminamos, nos recuerdan las ontologías relacionales.
El discurso crítico, así como la política que alienta, cumple un fin que no debería ser olvidado: denunciar la matriz de poder dominante y los dispositivos a través de los cuales esta opera con la esperanza de abrir la puerta a un orden que recupere la hermandad. La esperanza de restaurar un mundo en armonía parte de reconocer que, si bien las ficciones regulativas del orden dominante se vuelcan en lo material produciendo al sujeto del privilegio y del desprivilegio, nunca deberíamos olvidar que somos más que solo dominación. El sujeto del (des)privilegio es producto del discurso que lo atrapa, pero también es pulsión y agencia, voluntad de ir más allá del discurso que lo constriñe a representar el papel y la función que le ha sido heredada dentro del modelo de dominación. La esperanza descansa no en repetir la escena de asesinato material de determinados grupos o individuos, sino en saber que podemos trabajar activamente por ser algo más que oprimidos u opresores y por destituir el orden que nos jerarquiza. Y es por eso mismo que nadie debería ser a priori cancelado ni menospreciado en su capacidad de ejercicio de poder para enfrentar el mal o, por el contrario, para performarlo.
Lo que quiero decir en pocas palabras es que nadie merece la condena o la idolatría solo por el lugar que ha heredado dentro de una estructura de dominación o por la evaluación de un tramo aislado de su historia. El lugar histórico de la sospecha o de la reparación por lo que han hecho o padecido quienes nos han antecedido definitivamente cuenta como punto de partida de quienes usufructúan del asesinato y la acumulación originaria o de quienes heredamos el padecimiento de tales acciones; sin embargo, hay una responsabilidad ética del sujeto presente ante su historia.
Si fuéramos capaces de vernos a nosotres mismes desde ojos extraños veríamos lo imperfecto que somos, veríamos nuestro propio privilegio con relación a otres. La compasión que merecemos e imploramos debemos ser capaces de devolverla en agradecimiento. Porque la política que hacemos, el grito que lanzamos contra aquello que nos violenta no nos exime de nuestra propia capacidad de infringir dolor y violencia hacia otres. Por más que nos solidaricemos con quienes han sido el objeto del despojo, por más que nos identifiquemos con ese lugar y gritemos el mal que nos han hecho, nada nos descarga de nuestra responsabilidad de trabajar arduamente para ser otra cosa que aquello que denunciamos o decimos enfrentar. Algunas estrategias de reparación y de justicia institucionales, pero también movimientistas parecerían olvidar esto. Que hay una diferencia entre la digna rabia que denuncia el mal desde una posición ética radical y el odio de aquel o aquellxs que pretendiendo destruir lo que le niega pasa(n) a personificarlo y ser su continuidad. La diferencia se enuncia en el amor que subyace al impulso de buscar el restablecimiento del orden preexistente antes de la fragmentación producida por el agravio.
A este punto deberíamos estar advertidxs que la enfermedad del wético está más viva que nunca y ella abunda en nuestros entornos activistas. El síntoma más claro de esta enfermedad es el de la prepotencia que inviste a quienes portadores de alguna verdad o de alguna herida nos creemos estar más allá de toda evaluación o cuestionamiento. Es encarnar el proyecto del amo cuando personas que venimos del mundo dominado actualizamos la ilusión de superioridad del opresor a través de la estrategia de diferenciarnos y autoinferirnos preeminencia por el solo hecho de ser quienes somos o a nombre de lo que hemos padecido. La herida infringida a quien ha sido abatido no define a priori aquello en lo que se convertirá una vez recupere el aliento. Hace falta un acto de humildad acompañando la dignidad con la confrontaremos aquello que pretende aniquilarnos. Quizás es urgente volver sobre una de las máximas heredadas de la filosofía occidental: amo y esclavo son constituidos al mismo tiempo, así la misma lógica nos funda. Salir de la trama que nos condena implica un esfuerzo por hurgar en la herida sabiendo que ella viene adherida a la masa con la que fuimos moldeadxs. Estamos contaminadxs y habremos de admitirlo como principio del proceso de sanación. Sanamos como la herida que cierra de un adentro hacia afuera. Como nos alerta Anzaldúa, habremos de hundirnos los dedos hasta agrietarnos.