Síndrome de la impostora: lo de ponernos piedras en el camino nos pasa a todas y no es casualidad
Angustia, ansiedad, falta de confianza… el síndrome de la impostora se puede definir de muchas maneras. En Pikara Magazine hemos querido reflexionar con algunas escritoras sobre este tipo de violencia simbólica en el marco de la literatura.
“Recuerdo que pensé que nunca sería tan tonta como para desear publicar algo otra vez”. Esta confesión la hace Olivia Sudjic en su breve, pero acertadísimo, ensayo Expuesta (Alpha Decay). En apenas 80 páginas la autora británica pone sobre la mesa el tema de la ansiedad, la inseguridad y la falta de confianza entre las escritoras. Sudjic habla de una sensación de bloqueo que compartimos las mujeres en muchos ámbitos de nuestra vida y que, de alguna manera, hemos naturalizado y asumido como algo individual, que forma parte de nuestra personalidad: “Yo es que soy tímida y no me atrevo a hablar en las reuniones”, “me da vergüenza levantar la mano en clase para dar mi opinión sobre el tema que estamos tratando”, “seguro que mi pregunta es tontísima, mejor me callo”.
Sin embargo, no tiene tanto que ver con nuestro carácter o forma de ser, sino que se trata de una forma (otra más) de violencia simbólica que el sistema ejerce sobre las mujeres. Y tiene, por supuesto, un nombre: hablamos del síndrome de la impostora. Las psicólogas lo describen como esa sensación de angustia que experimentamos ante cada error que podemos cometer y que muchas veces nos bloquea y nos impide continuar. Y sí, este síndrome se nombra en femenino ya que son las mujeres las que más sienten esa presión social de no poder fallar y de estar a la altura en todo momento, indican las expertas.
En su ensayo ‘Tomarse en serio a las alumnas’ (Ensayos esenciales, cultura, política y el arte de la poesía; Capitán Swing) Adrienne Rich analiza esta cuestión y apunta a que “la capacidad de pensar autónomamente, de asumir riesgos intelectuales, de afirmar nuestras ideas es inseparable de nuestra manera de estar físicamente en el mundo, de nuestra sensación de integridad personal. Si para mí es un riesgo regresar andando a casa por la noche después de pasar la tarde en la biblioteca, ¿cuán segura de mí misma, cuán exultante me puedo sentir mientras estoy trabajando en esa biblioteca? ¿Qué parte de la energía que podía dedicar al trabajo se pierde debido a la conciencia subliminal de que, por ser mujer, pongo a prueba mi derecho físico a existir cada vez que salgo sola?”.
El síndrome de la impostora afecta a las mujeres en cualquier profesión o, incluso, en cualquier acto cotidiano donde nos vemos en la posición de expresar una opinión o hacer público algo, ya sea, por banal que pueda parecer, compartir una foto en Instagram o escribir un tweet.
Pero, para acotar, y porque empecé a tirar del hilo a raíz de la lectura de Expuesta, en este artículo he querido abordar del síndrome de la impostora en la literatura. Para ello, he hablado con algunas autoras españolas que han accedido a contar su experiencia y compartir sus historias como “impostoras”.
Sentirnos pequeñas: el cuento de nunca acabar
¿Cuántas historias maravillosas estarán guardadas en los cajones de una habitación o en la carpeta del ordenador? ¿Cuántas mujeres habrán sido silenciadas y tardaremos años en descubrir o, en el peor de los casos, nunca sabremos que existieron?
“Empecé a publicar muy joven, con apenas 19 años, y te puedes imaginar lo impostora que me sentía al aunarse los factores de edad y género. Me habría encantado, por aquel entonces, haber leído sobre el síndrome del impostor, haberle podido poner nombre a lo que me pasaba, que consistía, principalmente, en que vivía atenazada por el miedo y la vergüenza. Cada vez que tenía algún acto de promoción, me pasaba los días previos sin dormir. Preparaba cada intervención que tuviera que hacer, por pequeña o informal que fuera, como si me preparara para un examen: escribía mis palabras, las corregía, memorizaba… Me sentía absolutamente desautorizada incluso para hablar de mi propio libro”, cuenta a Pikara Magazine la escritora Aixa de la Cruz.
Si algo caracteriza a este síndrome de la impostora en el caso de literatura es el síntoma de identificar el proceso de la escritura como un momento doloroso y que quieres que termine lo antes posible, por la exposición que sentimos. Según comenta la periodista y escritora Lucía Mbomio: “Para mí escribir es un acto de desnudez. Me siento muy expuesta, no hay momento de disfrute de ay, qué guay, van a escuchar esto o van a leer esto”.
Además, para ella, esta sensación de impostura está atravesada también por el racismo. “Lo que hace una persona que padece racismo, machismo, clasismo y que le ha dejado heridas es coserse ella misma las heridas para que cicatricen lo antes posible y poder vivir en paz y feliz. Cuando escribes una novela tú misma rajas esas cicatrices y recuerdas todo aquello. Te cuesta, te desnudas y padeces en el proceso”.
La misma sensación de angustia la relata la escritora y veterinaria María Sánchez: “Lo experimento [el síndrome de la impostora] desde el momento en el que se me ocurre una idea, cuando quiero escribir algo, aunque sea un artículo, pero ni siquiera me siento a escribirlo porque ya me pongo la piedra de que no voy a ser capaz de hacerlo, de que me van a mirar todo con lupa, de que no estoy suficientemente preparada para escribir esa pieza”.
Y continúa: “Cada vez que me invitan a algo o me hacen una propuesta le escribo a mi mejor amiga para preguntarle qué opina y si me ve capaz. Necesito esa continua aceptación de ella para continuar. Si no, hay muchas cosas que no haría y me duele porque sé que les pasa a muchas mujeres escritoras que no escriben por ese miedo a sentir que lo que hacen no vale para nada”.
Asusta admitir y expresar la absoluta falta de confianza en nosotras mismas, el desprecio con el que a veces (muchas, demasiadas) nos hablamos, las veces que nos repetimos que para qué vamos a hacer nada. Asusta también la universalidad de ese sentimiento. Reconocemos esa sensación, sabemos identificarla en nuestro día a día, nos ocurre todo el tiempo.
En su ya mencionado ensayo, Adrienne Rich hacía un alegato para pararse y observar los silencios y quién estaba detrás de ellos. “Escuchen las voces de las mujeres, escuchen los silencios, las preguntas no formuladas, los vacíos. Escuchen las vocecitas quedas que a menudo intentan expresarse valerosamente, voces de mujeres a quienes se les enseñó muy pronto que los tonos seguros, desafiantes, enfadados o asertivos son estridentes y poco femeninos. Escuchen las voces de las mujeres y las de los hombres; observen el espacio que se permiten ocupar ellos, física y verbalmente, la presunción masculina de que serán escuchados, aunque la mayoría del grupo sean mujeres. Observen las caras de quienes guardan silencio y de quienes hablan. Escuchen a la mujer que lee su trabajo a toda velocidad, lanzando al aire sus palabras, menospreciando su tarea por efecto de un prejuicio reflejo: ‘No merezco ocupar un tiempo y un espacio’”.
La cuestión de la universalidad y el escritor macho
Enfrentarse a un folio en blanco supone hacerse preguntas: ¿de qué quiero hablar?, ¿interesará a alguien lo que tengo que decir? En este sentido, el miedo y las dudas están muy ligadas a la dichosa cuestión de la universalidad. Nuestros temas, nuestras experiencias, nuestros personajes nunca han sido vistos como universales y desde la mirada machista se han considerado “temas menores” que solo interesan a las mujeres, como si eso fuese, de por sí, algo malo y que un buen escritor debería evitar.
“Soy optimista y pienso que poco a poco vamos cambiando, pero es verdad que esa unión de lo universal con el escritor macho y de ciertos temas concretos a las mujeres está muy muy arraigada y cuesta romperla. Creo que es fundamental que entre nosotras nos leamos y nos apoyemos y hagamos un poco de frente. Se dice: ‘Ay, otro libro de maternidad, otro libro de duelo’, pero no cuestionamos esas típicas historias que apestan a escritor macho. ¿De eso la gente no se cansa?”, se pregunta la escritora andaluza María Sánchez.
En este sentido, Lucía Mbomio habla de la importancia de las referentes, históricas y actuales, que nos facilitan el camino y que nos hacen sentir un poco menos impostoras. “Nosotras nos hemos acostumbrado a leer historias escritas por personas blancas y no nos ha pasado nada, lo hemos hecho, hemos empatizado, son historias de personas. Sin embargo, la gente blanca no está acostumbrada a leer historias que no protagonicen ellas, […] La gente no entiende el valor que tiene para nosotras encontrarnos en las páginas de un libro. Para mí es una cuestión de necesidad saber que lo que yo viví existió, era real y no era una vivencia que me perteneciera solo a mí, sino a un grupo: no estamos solos, no era casualidad ni producto de la mala suerte. Muchas de las cosas que hemos vivido tienen un carácter sistémico y solo leyéndonos descubrimos que es así”.
Y añade: “Los referentes son fundamentales por varias razones. Tú puedes tener una personalidad arrolladora, pero si nunca ves a personas como tú, que no es que no existan, sino que no las visibilizan o no les dan la oportunidad de expresarse, al final es como si nunca pasara. Si no te esperan en ningún sitio tú tampoco te esperas, si no te ven en ningún lado verte tú exige una fortaleza y un empecinamiento que no todo el mundo tiene por qué tener”, concluye la autora de Hija del camino.
Sin embargo, ¿qué es exactamente “la universalidad” en la literatura? ¿no es ya en sí mismo un concepto macho? “Lo cierto es que el tema de la subjetividad universal me da muchísima pereza. Me da pereza tener que convencer a los hombres de que nos lean ‘cuando hablamos de nuestras cosas’; me da pereza seguir argumentando que ‘nuestras cosas’ también son universales; me da pereza que no se considere suficiente que mis lectoras potenciales constituyan el 52 por ciento de la población y, sobre todo, me da mucha pereza el mismo concepto de universalidad, que es un valor macho. En realidad, es como si deseara que perdiéramos esta batalla, porque cada vez me interesan menos los grandes temas, los textos atemporales y la posteridad literaria. Mi vocación es ser anti-universal”, sentencia Aixa de la Cruz.