De nacionalidad, refugiada
¿Cómo se puede, en 2019, hablar de poner la vida en el centro y a la vez negar literalmente la vida a alguien? ¿Cómo se puede ser feminista y no gritar ‘no a la guerra’, ‘no a la colonización’, ‘no a la explotación’? ¿Cómo se puede ser feminista y no defender el derecho de autodeterminación de los pueblos?
Todavía recuerdo la última siesta que eché sobre aquella gomaespuma cubierta por una tela color vino tinto. Picaba en la piel y estaba al lado de una minúscula ventana tapizada con rejas de aluminio. Debí estar inmóvil cerca de una hora, y no recuerdo bien cómo llegué hasta allí. Tenía la ropa pegada al cuerpo, y el cuerpo a la cama improvisada. De cada poro me brotaban decenas de gotas de sudor. Mi primer suspiro al despertar pareció el de quien acaba de salir de una anestesia. Me pesaban el pecho y la garganta. Tardé unos minutos en despegar los párpados para dejar que entrara luz. ¿Qué temperatura hay aquí? ¿Dónde estoy? “Un infierno por debajo de la dignidad”, pensé. Puse un pie en la alfombra y me dejé caer al suelo hasta ponerme de rodillas. Levanté la cabeza y vi que unos ojos marrones enormes y una sonrisa impaciente me esperaban para jugar. Me levanté dando tumbos y fui con Metu hasta la cocina. Ya casi no notaba que hacía días que no me calzaba. Abrí la nevera. Solo quedaban un par de dedos de agua en la última botella de plástico. Tenía una sed insaciable y decidí tragar saliva. Antes de llegar a la jaima, las niñas ya habían rebañado el plástico. Aguatu salía de entre las telas envuelta en una melfa tres veces más grande que ella, Metu se enganchaba a mi espalda, Fati echaba a correr con Hamdi, Dadae preparaba té y empezaba a entrar arena entre esas paredes de adobe a las que tienen que llamar casa. Volaba arena por toda la casa, casi podíamos sentirla en los pulmones. Es lo que tiene vivir en mitad del desierto, en mitad de la nada. Cerramos las ventanas riéndonos. Que no cunda el pánico, esto es habitual. En un rato, ese viento recién sacado del horno frenó de golpe justo cuando empezaba a ponerse el sol. Recuerdo notar cómo se movían los músculos de mi cara cuando apreté los dientes intentando comprender la normalidad con la que vivían, que a mí me abrumaba.
Jugamos hasta que fue demasiado tarde para estar fuera. La cena estaba lista: cuscús y unos huevos fritos. La conversación de turno tenía lugar en segundo plano a mi alrededor, mientras yo me entretenía mirando a Fati comer. Sonreía, untaba pan, masticaba con prisa y desinflaba su mirada todo a la vez. Con un trozo de pan cogió un par de cachos de un huevo y puso el plato frente a su hermana pequeña para que comiera el resto. Tragué saliva de nuevo. Volví a sentir el sudor de la siesta e imaginé cómo cada gota de mis párpados se congelaba y me arañaba las pupilas. Recordé el viento del infierno, y el agua agotada, y la tierra seca en mi garganta. Y traté de imaginar el primero de todos los tés. Hace ya 43 años. En ese momento estaba masticando arena.
Fati era entonces una niña inteligente y bonita de doce años. Aunque su edad se adaptaba a las necesidades de la casa y de la dahira (pequeño núcleo de población que forma, con otras, cada wilaya o campamento). En algún momento llegué a dejar de verla como una niña. Ella era quien ayudaba a su madre en la cocina y en casa cuando no estaba en la madrasa (el colegio), y también mostraba un asumido rol de protección con sus hermanas más pequeñas. Después de pasar un rato leyendo, de principio a fin, su libro de texto de la madrasa; explicándome, con un castellano envidiable para su familia, lo que ponía; cantando canciones; riéndose de los dibujos que acompañaban los textos; volví a darme cuenta de que solo tenía doce años, de que solo era una niña. Una niña atravesada por un conflicto político que la ataba de pies y manos. Quería, y supongo que sigue queriendo, ser pilota de avión para llevar a toda su familia de vuelta al Sáhara Occidental. Al menos a los territorios liberados. Ahora tiene quince años y viste melfa propia. La posibilidad de estudiar pronto se agota para ella, y no tiene ningún billete de ida más que a la otra punta de la dahira. Y siempre con vuelta programada.
Vale, es hora de hacer un paréntesis. Es posible que este relato se parezca mucho a los cuentitos que utilizan las ONGs para conseguir que alivies tu sentimiento de pena frente a situaciones como esta pagando 15€/mes como quien contrata el ADSL. Pero que no se equivoque nadie. Esto no es la lavadora de Anesvad. Fati no es una niña inventada y su historia no está en venta, tiene apellidos y una familia con un proyecto de vida en su tierra de origen guardado a buen recaudo bajo la alfombra, porque no tienen ningún cajón.
Pertenecen a un pueblo tan numeroso como para considerarlo de una vez nación y con una capacidad de lucha difícilmente calculable. Pertenecen a un pueblo sin tierra y a una tierra cuyos recursos naturales les son expropiados sistémicamente desde hace más de tres generaciones. Se estima que casi todas las personas que viven en los campamentos de Tinduf han nacido allí, como refugiadas. De nacionalidad, refugiadas. Este mes hace 43 años que España, antiguo país colono del Sáhara Occidental, abandonó a todo el pueblo a cambio de un acuerdo de pesca y fosfatos con Marruecos, el actual colono.
En España todo está también por hacer. A pesar de que, en esos 43 años, además de disfrutar del buen pulpo expropiado a la gallega, hemos peleado en las calles la salida de una dictadura, los derechos LGTBIQ y todos los pluses que hagan falta, el acceso de las mujeres* a todos los ámbitos, la integración de las personas con diversidad funcional a la vida social y política, la redistribución de las riquezas, los servicios públicos, la importancia de poner la vida en el centro; estamos a un cuarto de hora de convertirnos en Gilead. Pero se me cae la cara de vergüenza cada vez que me cruzo con algunas miradas de indiferencia hacia el colectivo saharaui en las manifestaciones feministas. Se parece mucho a cómo algunas se atreven a mirar a las mujeres y los hombres trans, al estorbo que parecen suponer las personas con diversidad funcional, o a la escasa asistencia a las manifestaciones cuando las violentadas son mujeres magrebíes, como pasó con las temporeras de la fresa de Huelva.
¿Cómo se puede, en 2019, hablar de poner la vida en el centro y a la vez negar literalmente la vida a alguien? ¿Cómo se puede ser feminista y no gritar ‘no a la guerra’, ‘no a la colonización’, ‘no a la explotación’? ¿Cómo se puede ser feminista y no defender con uñas y dientes el derecho al acceso a la tierra? ¿Cómo se puede ser feminista y no apuntar con la katana directamente al capitalismo? ¿Cómo se puede ser feminista y no defender el derecho de autodeterminación de los pueblos? ¿Cómo puede alguien no sentir el frío de quien tiene al lado y comprender que es el mismo viento el que les hiela a ambas la retina? Irantzu Varela dice que “el feminismo no es un club, es una práctica política”. Una práctica política que parte de la idea radical de que todas las personas tienen que poder tener una vida digna.
Poner la vida en el centro no es dar un mitin en Matadero (centro de Madrid) diciendo que hay que feminizar la política institucional. Hay que hilar un poquito más fino, joder. Aunque solo sea un poquito. Aunque solo sea por no hacer el ridículo. Poner la vida en el centro es garantizar unas condiciones de existencia dignas. Entendiendo por existencia digna, no un trabajo de mierda, un horario insufrible, una alimentación contaminante y una palmada en la espalda en forma de último modelo de iPhone. Una existencia digna es una casa de la que no te echen, un grifo por el que salga agua, un lugar para calentar el invierno, una nevera que cierre bien y que puedas llenar, una red de personas que hagan posible el cuidado y el autocuidado. Es irse a dormir sin miedo y con un poco de certidumbre, es espacio para el descanso, para el sufrimiento, para la alegría, para la contemplación, para compartir, para mirarse por dentro y verse bonita. Es tiempo. Es reconocimiento como persona, como ser vivo. Es poder ser. En el Sáhara nadie tiene nada de eso. En el Sáhara no se es persona, solo se es refugiada.
Trabajar, gastar la miseria que te dan a cambio y penar sin poder frenar dentro del bucle no es vida. Tampoco lo es no tener agua corriente ni electricidad, vivir a temperaturas incompatibles con la vida humana, que tu plato de comida diario dependa de una ayuda humanitaria cada vez más reducida, ni despertar cada día, desde hace más de cuatro décadas, en el suelo en mitad del desierto. La vida es otra cosa mucho menos útil para este sistema de succión de almas en el que estamos remediablemente sumergidas.
Poner la vida en el centro es quitar del centro el capital como primer paso. Y quitar del centro el capital también es, y sobre todo hoy, agitar la bandera saharaui hasta que los responsables políticos del conflicto no soporten masticar más arena.