Cocinando autocuidados desde las resistencias comunitarias
Las ollas populares en Argentina organizan políticamente a la población ante la demanda de asistencia alimentaria por la Covid–19.
Huele a arroz con leche, aunque hoy 180 personas también merendarán tortas fritas. Dos grandes cacerolas humeantes impregnan de aroma a canela y azúcar todo el local del Polo Obrero–Tendencia en la villa 1–11–14, la segunda con más casos de coronavirus en Buenos Aires. La falta de respuesta de las autoridades frente a la pandemia ha obligado, una vez más, a organizarse a la comunidad, que lunes y viernes organiza ollas populares para responder a la demanda alimentaria en este barrio popular del centro de la capital porteña.
La Covid–19 llegó el 2 de marzo a Argentina. El virus viajó cómodamente en avión procedente de Milán; se extendió por Buenos Aires primero desde los barrios de clase alta y media a los más empobrecidos en coche y después, un poco más apretado hasta las clases trabajadoras de las villas miseria en transporte público.
Mientras la cuarentena argentina se extiende hasta convertirse en una de las más largas del mundo, la brecha de la desigualdad entre personas ricas y empobrecidas se agudiza. A diario, miles de habitantes de los cerca de cuarenta asentamientos informales de la capital y los 1.800 de la provincia de Buenos Aires deben ir a trabajar, incumpliendo el aislamiento social, preventivo y obligatorio decretado por el Gobierno kirchnerista dieciocho días después del primer caso de coronavirus en el país latinoamericano.
Sin alimentos no hay cuarentena
Quedarse en casa no es una alternativa para la mayor parte de la población que habita en el barrio porteño Padre Rodolfo Ricciardelli, que todo el mundo continúa llamando 1–11–14. En 1940, la llegada de personas desde el interior y de los países limítrofes tras la crisis de la década anterior hizo crecer la población de las tres villas de manera exponencial, fusionándose hasta llegar a su conformación actual. Si bien no se sabe a ciencia cierta el número exacto de asentamientos ni su población en Argentina, el último Censo del Instituto de la Vivienda de la Ciudad contabiliza 40.059 habitantes en esta zona del bajo Flores en 2018.
Martha Julián, Roxana Mendoza, Arminda y Deysy Salguero Camacho conversan en voz baja junto a las cazuelas. Mientras dos de ellas dividen la masa de las tortas, otra las fríe y la cuarta las coloca en un recipiente para posteriormente repartirlas entre las personas empadronadas en el comedor. El local ha sufrido una reestructuración y no les ha dado tiempo “ni a inaugurarlo”, aseguran aludiendo a la posibilidad de organizar una pequeña fiesta para que el barrio conozca el nuevo comedor.
El contexto de parálisis económica y la demanda social de asistencia alimentaria obligó a abrir sin apenas difusión comunitaria. No hizo falta. El comedor está ubicado en una calle muy transitada de la villa, a doscientos metros de la intersección entre Perito Moreno y Varela. Una fila de personas no tarda en serpentear junto a los carteles de colores que rodean la entrada, en los que se denuncia la desatención de las autoridades frente a las necesidades estructurales del barrio, agravadas por la pandemia.
La paralización de diversos sectores productivos y comerciales para prevenir contagios ha agravado la precaria realidad laboral argentina, ya caracterizada por una elevada informalidad. Más del 35% de la población se dedica a este tipo de trabajos, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), si bien otras fuentes aluden a una cifra incluso mayor, llegando al 50% –al incorporar a la cifra del INDEC, dos tercios del trabajo autónomo, que se realiza de manera informal– en un país donde la pobreza habría alcanzado al 37,9% de la población urbana.
“Estamos trabajando con las ollas populares porque la gente lo necesita en este tiempo. Aunque todos estamos en crisis, nos organizamos por medio de las donaciones de los propios vecinos”, explica Edith Medina, una de las delegadas voluntarias del comedor, vecina de la villa desde hace más de una década. Hoy, llega un poco más tarde que sus compañeras. Coloca una mesa y una silla en la puerta y comienza a apuntar nombres de personas con las que habla, mientras el resto se va colocando en la cola, respetando el distanciamiento social a la espera de la merienda.
Contra el gigante de América
Tres semanas después de la primera visita al comedor, esta apasionada por la lucha libre -a la que dedicó profesionalmente catorce años de su vida, siendo la única mujer que se enfrentó contra el emblemático luchador de catch y boxeo el Gigante de América, de 2,25 metros-, tendrá una nueva función. Una segunda olla popular se pondrá en marcha por esta organización a escasos diez minutos caminando.
Sin haber abierto el local, ya tenían empadronadas a 101 personas que, junto con sus familias, serán beneficiarias de la ayuda alimentaria que provee la asamblea coordinada por seis mujeres. “Estábamos muy cargadas y ahora que tenemos otro espacio estaremos más tranquilas”, explica Martha Aranibar o doña Martha, como la llaman todas las personas que pasan por el local. No es para menos, empezaron con 50 empadronadas y, algunos días, la olla ha dado de comer a 300 personas.
El hacinamiento y la sobrepoblación son algunas de las razones por las que casi la mitad de los casos positivos de Buenos Aires se concentran en las villas miseria. Hasta el 20 de junio, 18.356 personas dieron positivo en el test de Covid–19, de los que 7.206 eran residentes de barrios populares, según el Gobierno porteño. En la villa 1–11–14, 3.209 personas fueron hisopadas y se detectaron 1.407 positivos, confirmándose como la segunda con más casos, después del barrio 31.
“Nuestras condiciones son muy precarias, por lo que nos tenemos que organizar, si no estamos perdidos”, asevera Edith, que se extraña de los cortes de agua en la villa de 35 manzanas a principios de mayo, lo cual no había sucedido antes. “Imaginate: no tenés agua y tenés que hacer la limpieza de tu casa… corríamos bastantes riesgos”, denuncia. Tras la demanda social, las autoridades gestionaron dos cisternas de agua para abastecer a toda la población del barrio popular, aunque la delegada piensa que “el problema más grave son las casas, que son muy precarias. Vivimos como sardinas”. “En una casa de tres pisos viven quince familias; dos, tres, cuatro y hasta cinco familias en cada piso”, concluye la referente social, apuntando con el dedo las edificaciones que la rodean.
Detrás de la cortina que separa a las personas que esperan en la calle del grupo de mujeres que cocina frenéticamente, el ritmo no cesa. Preparan las tortas mientras otras tres compañeras cuentan los 273 botes de alcohol en gel que se repartirán junto a la comida de manera gratuita. “Tenemos seis cajas”, repite en voz alta Cecilia Lorusso para que otra compañera lo apunte. Cuando comenzó la pandemia, esta trabajadora social acompañaba procesos comunitarios en la villa 31, el asentamiento informal más antiguo de Buenos Aires; después colaboró en esta de Bajo Flores y actualmente trabaja en Ciudad Oculta, otro barrio de emergencia al que también ha llegado el virus.
Las cuatro vecinas cocinan hasta que terminan los ingredientes, Edith empadrona en la puerta y la voz rotunda de doña Martha coordina el tercer y último grupo de trabajo de esta olla popular: el más administrativo. El sinfín de responsabilidades de esta vecina se articulan entre llamadas de teléfono -la más reciente para hacer el acompañamiento a una vecina con Covid–19 que acaba de dar a luz-, instrucciones a las compañeras más jóvenes y la gestión de la documentación que se apila en una de las mesas más cercanas a la puerta. Una carpeta verde albergaba innumerables páginas con listados de cuatro columnas: nombres, apellidos, firmas y cruces, que registran si la persona en cuestión ha recogido la comida y el alcohol en gel para ella y su familia. “Hay 150 que han colaborado en el alquiler”, sentencia orgullosa, señalando con el bolígrafo la última firma del folio que tiene frente a ella.
En la vanguardia
La fila comienza a moverse y, cuando está todo organizado en el interior del local, Javiera Riquelme consigue salir unos minutos a descansar. “La mayoría de las ollas populares que estamos levantando no están sustentadas por ninguno de los dos gobiernos”, explica en la puerta del comedor, refiriéndose a las autoridades locales y nacionales, “de manera que, frente a la situación de miseria, hambre y enfermedad, las mismas compañeras han tenido que llevar adelante campañas de donaciones entre los distintos comercios del barrio y pidiendo solidaridad a otros sectores obreros, para recibir mercadería y lograr cocinar”, concluye.
Esta chilena licenciada en Letras milita incansablemente en el comedor desde que comenzó a articularse. Dos días por semana, se desplaza para colaborar en lo que sea necesario y acompañar en las denuncias de la población vulnerada de la villa cercana al estadio del San Lorenzo.
“Nuestras compañeras se convierten en la vanguardia, porque protagonizan las ollas y articulan espacios en los que debatir sobre otras cuestiones mientras cocinamos”, explica Javiera a otras compañeras en un conversatorio digital al día siguiente. Esta situación no es particular ni de la 1–11–14, ni de las cerca de 4.300 en todo el país, que ocupan una extensión mayor a la de Buenos Aires, según el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (ODSA) y la Defensoría del Pueblo.
La resistencia protagónica de las mujeres para denunciar la violencia estructural en estos barrios populares ha sido visibilizada, lamentablemente, con las muertes de las dos referentes sociales de las villas Ramona Medina (42 años) y Carmen Canaviri (56 años). El fallecimiento de la vocera de Garganta Poderosa en la villa 31, tras haber contraído el coronavirus después de doce días sin agua en su domicilio, y de la coordinadora del merendero comunitario Lucecitas del Sur de Barrios de Pie en la 1–11–14 evidenciaron la responsabilidad de las autoridades en cuestiones socio–sanitarias, lo que afectó directamente a la profilaxis de sus habitantes y, por ende, a su nivel de protección frente a la pandemia.
Pocos minutos después de que la fila se desvertebre totalmente en el corazón de la villa 1–11–14, el grupo de mujeres que lleva horas cocinando sin descanso, ya ha recogido todo el espacio y la única que continúa escribiendo es doña Martha. El lunes que viene las compañeras que organizarán la actividad serán otras y hay que dejar todo anotado para que no haya ninguna confusión. Donde las autoridades no llegan, las mujeres articulan ollas populares frente a la emergencia sociosanitaria de la Covid–19, promoviendo espacios de lucha comunitaria y autocuidados.