El diario que Lolita hubiese querido leer
La novela 'Diario de una adolescente. Un relato en palabras e imágenes', de Phoebe Gloeckner, percibida como voyerista y morboso por la prensa generalista, destaca por mostrar la agencia sexual femenina.
En las páginas de reseñas literarias aficionadas, las valoraciones de Diario de una adolescente. Un relato en palabras e imágenes (Reservoir Books, 2018), de Phoebe Gloeckner, están totalmente polarizadas. Y muchas están precedidas de advertencias sobre el contenido de la obra (abuso sexual, consumo forzado de sustancias, alcoholismo) y claman que el libro les ha parecido “asqueroso”, escrito por una “ninfómana” o por una pobre niña violada sin saberlo.
Sin duda, el libro es incómodo y retador, pero también divertido e inocente. En formato de diario escrito y dibujado, Phoebe Gloeckner cuenta la historia de su alter ego Minnie Goetze, una quinceañera en el San Francisco de 1976 que vive con su joven madre alcohólica, su hermana pequeña y un gato llamado Domino. Se trata de una historia de crecimiento personal, de madurez y búsqueda de la identidad que —en este caso— pasa por mantener relaciones sexuales y afectivas en las que se mezcla la sordidez y la ternura, y en donde la experimentación con los límites y las sustancias de todo tipo está muy presente.
En definitiva, nada que (con mayor o menor crudeza) no se haya contado antes. Pero la particular mirada de Gloeckner se aleja simultáneamente de la moral y del morbo, del duro juicio y de la indulgencia hedonista. La naturalidad y honestidad que desprenden sus dibujos y palabras se aplican por igual a los fragmentos donde Minnie habla de sus chuches favoritas, de lo mucho que su hermana le saca de quicio o de las ganas que tiene de follar con uno de sus amantes.
Porque Minnie tiene varios amantes (incluyendo alguna mujer). Y uno de ellos sirve de detonante de esta historia: Monroe, un treintañero, pareja de su madre —con igual tendencia que ella a los excesos alcohólicos— con quien la adolescente tiene relaciones sexuales por primera vez. A esa primera vez seguirán muchas otras, a escondidas de la madre/pareja. Minnie a veces se siente enamorada, a veces hastiada de él. Pero siempre es consciente de que, en el fondo y por encima de las esporádicas ideaciones románticas, lo único que quiere es sentirse querida. Por quien sea.
Hay muchos pasajes que, como lectoras feministas, nos revuelven y enfadan, donde hombres adultos —conocidos y desconocidos por la protagonista— no tienen ningún reparo en mantener relaciones sexuales con Minnie o con su mejor amiga, Kimmie. En ocasiones, a cambio de dinero. Muchas, habiendo tomado ellas la iniciativa. Y en cada interacción, las adolescentes creen mantener su autonomía, al menos ante ellas mismas. En una ambigua escena, por ejemplo, las chicas dejan plantado en un motel al señor con el que habían accedido a tener sexo. Pero antes de salir corriendo, colocadas, se llevan su dinero y su brandy.
El punto de vista de Lolita
Dejando a un lado los casos claros de abuso o explotación a menores, el tabú de la sexualidad en la adolescencia es el velo que oculta una cuestión que, si cabe, cuesta aún más abordar, como son las estructuras de poder. A nadie le gusta verse despojada de agencia, sentirse una mera víctima receptiva de los deseos ajenos. Cuando Gloeckner escribió esta obra, en 2002, tenía 42 años. No es inverosímil que la autora haya empoderado a su alter ego de 15 años para cumplir una de las fantasías más compartidas: volver a la adolescencia sabiendo lo que sabes de mayor.
La historia de la literatura está plagada de relatos en torno al deseo que sienten personas adultas (habitualmente varones) hacia niños, niñas o adolescentes. Algunos de ellos están considerados clásicos, desde Muerte en Venecia hasta la ubicua Lolita, en la que es inevitable pensar al leer Diario de una adolescente. Pero no por las similitudes sino, precisamente, por las diferencias entre sus jóvenes protagonistas.
No está de más recordar que el significado con el que ha pasado al lenguaje coloquial el concepto de “lolita” (según el diccionario de la RAE, “adolescente seductora y provocativa”) es totalmente opuesto al carácter y acciones del personaje creado por Vladimir Nabokov. La “nínfula” con la que se obsesiona el cuarentón Humbert Humbert se ve obligada a mantener relaciones sexuales con él, su padrastro, al verse sola y sin recursos. Tras dos años de secuestro nómada y desescolarización, Dolores Haze concluye con éxito uno de sus intentos de huida.
Minnie Goetze, por el contrario, es una adolescente que se aburre en la escuela, tiene conflictos con su madre, hace listas con sus cómics y bandas favoritas, se siente cada vez más alejada de su mejor amiga de la infancia. Y, además, mantiene una relación secreta —en la que, además de sexo, hay otros factores más relevantes en juego— con el novio de su madre, de forma simultánea a otros affairs con chicos y chicas de su edad. Se está buscando a sí misma y, de forma inmadura pero lúcida, deja constancia de sus erráticas rutas a través de las palabras y los dibujos.
Es cómic y es underground
Phoebe Gloeckner nació en Philadelphia en 1960 pero se trasladó a San Francisco con 12 años. Tiene un máster en comunicación biomédica y se ha especializado en ilustración médica, ámbito en el que es muy reputada y que se deja ver en el trazo de sus dibujos. Además de sus propios cómics, ilustra obras para público infantil. Pero lo que ahora más nos interesa es que formó parte de la escena del cómic underground estadounidense.
El llamado cómix, o cómic underground, surge en Estados Unidos a finales de los años 60, muy ligado a la psicodelia y la contracultura. Hasta entonces, las historietas estaban mayoritariamente consideradas un entretenimiento meramente infantil y principalmente masculino. Más allá de superhéroes y cowboys, el cómic underground explosiona plagado de política, crítica y mucha, mucha sexualidad. Al compás de los tiempos, las mujeres lucharon también en este ámbito para ser visibles, reconocidas. Phoebe Gloeckner y otras muchas lo lograron.
En Diario de una adolescente, la joven Minnie no sabe qué quiere ser de mayor, pero se planta en una editorial de cómix para enseñar sus dibujos. Fantasea con conocer a Aline Kominsky y Robert Crumb, dos de los grandes nombres de la escena. Tras escribir una “carta de fan” a Kominsky, recibe como respuesta una postal en la que, según la entrada del día 12 de julio, una de sus autoras favoritas confiesa a nuestra protagonista que “nunca había recibido una carta de una chica, solo de fans aduladores que se creen que está buena”. Por si quedaba alguna duda sobre la importancia de tener referentes femeninos para poder siquiera imaginar la posibilidad de hacer algo, la joven Minnie afirma: “Ahora me siento incluso más inspirada para dibujar”.
Basado en hechos reales
Justin Green, uno de los pioneros del cómic underground, aparece también citado en una de las listas de “artistas favoritos” que la adolescente consigna en su diario. Incluso reconoce como suya una figura pintada en una calle por la que Minnie camina y se emociona tanto que se lo explica a una señora que pasaba por ahí. No es necesario ponerse muy meta para detectar la clara influencia del que está considerado el primer cómic autobiográfico de la historia (Binky Brown conoce a la Virgen María, 1972) en estas memorias escritas y dibujadas publicadas originalmente por Gloeckner en 2002.
En esas tres décadas, la llamada literatura del yo ha alcanzado su punto de máxima ebullición. La autoficción (que siempre ha estado y siempre estará) ha sido abrazada y denostada con igual pasión. Pero parece que la recepción de este género anfibio difiere en función de si lo firma un hombre o una mujer, especialmente si incluye experiencias sexuales en su relato. Las reseñas profesionales de este Diario tienen un tono muy diferente según se hayan publicado en medios feministas o generalistas. En estos últimos, se percibe un tufo voyerista y morboso que parece sorprenderse —todavía— por la agencia sexual femenina.
Por mucho que Diario de una adolescente incluya como epílogo extractos del diario real que la autora escribía a mediados de los 70, así como fotos de ella misma, su familia y su casa (y por mucho que el parecido con lo representado en la obra no sea pura coincidencia) una obra de ficción no es la realidad. Por mucho que se abre con una interpelación (“por favor, no leas esto hasta que me haya muerto e incluso así no lo leas hasta que pasen veinticinco años, o más”) no es un diario. Y Minnie Goetze no es Phoebe Gloeckner. Ella (la autora) lo explica con más precisión en el prólogo a la edición revisada:
Se suele decir que el Diario de una adolescente es una autobiografía, una autoficción o unas memorias. Estas categorizaciones parecen un intento de definir el libro como un «documento» o en términos «feministas», como el testimonio de la vida de una mujer joven en una época particular, un testimonio cuyo valor es más político e histórico que estético o literario.
Yo veo mi obra de otra manera. Este libro es una novela. (…)
La pregunta que me han hecho acerca de este libro es «¿Es verídico, ¿son tus propias vivencias?». Esta pregunta me confunde. (…) En muchos sentidos, este libro va “de” mí. Sin embargo también va claramente de ti. (…)
Después de partirme el pecho con lo de la autobiografía, me gustaría responder a quienes a menudo describen este libro como un «trauma» o como «la sexualidad de una adolescente». De nuevo, y dejando a un lado la timidez, debo decir que no va «de» nada. Y al mismo tiempo, va «de» todo. Va de haber nacido en ciertas circunstancias y de encaminarse hacia la acción independiente y la conciencia de los propios deseos, las propias limitaciones y las propias capacidades. Va del dolor y del amor. Va de la vida. Nada más.
Parafraseando a Rimbaud, yo es otras. Todas esas otras “chicas que han crecido” a las que Gloeckner dedica esta obra.
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