El no tan bonito jardín de las redes sociales
Hemos aprendido a utilizar los dispositivos móviles, a cambiar los álbumes de fotos impresas por los álbumes en Facebook, a poner filtros a nuestras experiencias para mejorarlas, a nosotras mismas en una marca registrada… Pero hemos olvidado hacer la transición con un poquito más de cuidado.
Los avances tecnológicos en general y el auge de las redes sociales en particular han transformado en la última década las rutinas de trabajo, los espacios de ocio, las relaciones personales. Han impregnado en nuestras vidas y dado un giro de 180 grados a nuestros imaginarios colectivos. Qué guay, ¿no? Todo el mundo parece ser capaz de adaptarse a los nuevos formatos, a las nuevas plataformas, a las nuevas dinámicas de consumo. Nadie conoce a nadie que no tenga Whatsapp, que no haya comprado alguna vez algo por Amazon o que no sepa lo qué es Netflix. El correo electrónico esta ya más que incorporado a nuestras vidas, es el teléfono fijo de la llamada generación millenial. Nada nuevo.
Las posibilidades que ofrecen las tecnologías son atractivas, hemos aprendido un nuevo lenguaje y diferentes formas de relacionarnos con nosotras mismas y con nuestros entornos a través de unos aparatitos superchulos, compactos, extremadamente útiles y, no olvidemos, altamente contaminantes. En el móvil lo tenemos todo y sin él, claro, no tenemos nada. De hecho, la importancia que tiene internet en nuestras vidas es tal que empezamos a percibir su uso como un derecho humano. Porque en ese aparatejo está desde nuestra amplia agenda de contactos hasta las fotos del último concierto, pasando por una linterna, un despertador, una calculadora, una cámara de fotos mejor que la réflex que acostumbrábamos a cargar, o las apps de todos los medios de comunicación a través de los cuales nos mantenemos informadas. También nuestras redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, Telegram, Whatsapp, Pinterest… Qué bonito jardín, qué paisaje encantador. La vida avanza y nosotras con ella. Claro, lo que pasa es que, de repente, te empiezas a dar cuenta de que el paisaje está, quizá, pixelado de más, y que el jardín bonito es en realidad un jardín de mierda con césped artificial.
Hemos aprendido a utilizar los dispositivos móviles y movemos los dedos para escribir en ellos más rápido que nadie, como todo el mundo; hemos aprendido a cambiar los álbumes de fotos impresas por los álbumes en el móvil o en Facebook; hemos aprendido a enfocar, a poner filtros a nuestras experiencias para mejorarlas aunque sea de cara al público; hemos aprendido a constituirnos a nosotras mismas en una marca registrada… En fin. Pero hemos olvidado hacer la transición con un poquito más de cuidado. Con cuidados. Hay quienes piensan que las violencias machistas digitales son fruto de la aparición y el desarrollo de estos aparatos y plataformas, y hay quienes tienen clarísimo que son las mismas violencias machistas de siempre adaptadas a las nuevas herramientas. Libres son las interpretaciones. Lo que está claro es que las instituciones, y por extensión las posibles legislaciones, están mirando para otro lado, mientras las redes sociales, controladas por un puñado de multinacionales que imponen sus criterios al margen de cualquier reclamo de protección y recopilan datos de nosotras sin parar, se convierten en espacios violentos.
En el contexto de la actual de pandemia de violencia contra las mujeres y las niñas, la violencia machista en línea es un problema creciente de proporciones mundiales y de consecuencias muy significativas. Esas violencias digitales apuntan especialmente a las mujeres que luchan por sus derechos, a las que pertenecen a colectivos vulnerabilizados, a las que ya sufren violencias offline y a las activistas, punta de lanza de las reivindicaciones feministas, del cuestionamiento de los roles de género y de las violencias que sustentan los privilegios masculinos. Desde la perspectiva de los derechos de las mujeres resulta esencial garantizar que internet, entendido como un nuevo espacio público que tiene una influencia que crece exponencialmente, constituya un lugar seguro, libre de violencias y capacitador para todas las mujeres y las niñas.
Un pequeño recuento de qué son, cómo se manifiestan y cómo podemos hacerles frente, puede ser interesante. Violencia machista digital es que tu novio te cotillee el móvil sin tu permiso, pero también es otras cosas. Violencia machista digital es que usurpen tu identidad en redes sociales, que te hagan fotos sin tu consentimiento, que suban imágenes -fijas o en vídeo a redes sociales o que las difundan sin pedirte permiso, que te acosen -en privado o en público- a través de las redes sociales… Y no son solo las perpetradas por hombres anónimos, sino también por instituciones públicas o empresas privadas. Es violencia machista digital que Facebook o Instagram censure el pezón “femenino” o que el Gobierno te espíe a través del correo electrónico o las cookies de tu navegador. Y, además de ser violencias, muchas de ellas también son delitos tipificados. Aunque el Código Penal tiene numerosas limitaciones y, como suele señalar la abogada feminista Laia Serra, gran parte del trabajo necesario tiene que partir de los colectivos feministas y de mujeres, de la ciudadanía, y no de las instituciones públicas, existe cierto amparo desde la jurisprudencia.
Qué acostumbradas estamos a estar en un concierto y grabarnos con nuestras acompañantes y subir el vídeo a Instagram sin preguntarles, dando por hecho que no les va a importar porque nuestras vidas privadas dejan de serlo en el momento en el que abrimos un perfil en cualquier red social y establecemos “amistad virtual” con otras personas. Qué acostumbradas estamos a hacer capturas de pantalla de conversaciones para enseñarlas. Qué acostumbradas estamos a hacer memes y difundir la imagen personal de otras personas en tono de burla. Los límites de la intimidad están cada vez más difusos y el concepto de consentimiento está menos presente cada vez que hacemos un click en un ordenador o en cualquier dispositivo. Aunque las redes sociales han generado capacidad de organización política, de difusión de información e incluso de resistencia en determinados momentos no son espacios inocuos.
Acoso, explotación sexual, control, manipulación. Suena, ¿verdad? Suena a violencia tangible, de la que pica en el pecho, escuece en los ojos y a veces hace sangrar. Pues no cambian en absoluto cuando se entrelazan con las herramientas digitales. Acoso en redes sociales, explotación sexual a través de chats, control (monitoreo, seguimiento, usurpación de identidad y robo de contraseñas), manipulación y amenazas en torno al uso de estas herramientas. Hay que dejar de pensar que las violencias digitales en general y que las violencias machistas digitales en particular son menos dañinas que las que conocemos tradicionalmente en el mundo fuera de la red. La violencia estropea cualquier jardín.
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