La herida del privilegio
Este artículo es un diálogo con el texto de Yuderkys Espinosa Miñoso titulado 'El reverso de la herida', publicado en esta revista hace un mes.
Este texto nace con la intención de dialogar con el artículo de Yuderkys Espinosa Miñoso titulado ‘El reverso de la herida’. En pleno confinamiento, ella proponía algunas cuestiones que se pueden plantear las personas racializadas; y, en pleno desconfinamiento, yo propongo algunas que nos podemos plantear las blancas.
Conocí a Yuderkys Espinosa a cuenta de las jornadas ‘Feminismos Otros y Sostenibilidad de la Vida‘, que organizamos en la Facultad de Sarriko, de la UPV/EHU, a finales de febrero, poco antes de que empezara todo este lío de la pandemia. De hecho, fui yo quien llevó a Yuderkys al aeropuerto a que cogiera ese vuelo hacia Viena, de dónde ya no le han dejado salir para volver a su isla natal. Lo siento, Yuderkys, si lo sé… ni te llevo ni te traigo.
A mí también me ha dado mucho para pensar este confinamiento, aunque mis circunstancias han sido tan opuestas como complementarias a las que ha vivido Yuderkys. Ella lo ha vivido en un proyecto colectivo okupado que enfrenta el individualismo, la propiedad privada, el racismo y la heteronorma, entre otras cuestiones; y yo lo he vivido sola en un piso alquilado, reproduciendo el individualismo capitalista occidental urbano, entre otros apellidos. Para aclarar por dónde voy, lo encarno un poco.
He estado en un barrio de Bilbao, destino que jamás hubiera elegido para confinarme y confieso que casi cojo la furgo y me escapo antes de que empezara el confinamiento. Quedarme me ha permitido disfrutar de muchas facilidades: he tenido cerca un montón de comercios pequeños abiertos y un ambulatorio a la vuelta de la esquina (lo que tranquilizaba enormemente a mi madre); me han traído semanalmente alimentos agroecológicos enfrente de ese ambulatorio; he estado rodeada de un montón de gente que han vivido toda esta situación con ligereza, ánimo y sin rastro de policías de balcón; de hecho, tengo balcón y árboles a ambos lados de casa, así que he escuchado a los pájaros durante todo este tiempo y, cuando nos han dejado salir, he flipado descubriendo la infinidad de montes que rodean Bilbao (que no conocía porque cuando podía elegir, elegía otros montes). He estado en un piso, cuya obra acabó dos días antes de que empezara el confinamiento (obra que llevaba dos años esperando que empezara y dos meses esperando que acabara). Tengo un casero enrollado que me dio la oportunidad de sumarme a la huelga de alquileres y he podido rechazar su jugosa oferta porque disfruto de algunos derechos sociales. He tenido un ordenador y un teléfono inteligente con acceso a internet, que me han permitido seguir conectada con el mundo. En resumen, entre otras muchas cosas, este confinamiento me ha servido para tomar consciencia de mis privilegios. Esto me ha hecho conectar con mucho agradecimiento, aunque también con impotencia, frustración, preocupación y culpa, porque la mayoría de las veces me aturullo y no sé muy bien qué hacer con ellos.
Es algo a lo que ya venía dándole vueltas en solitario y que he podido ir compartiendo a raíz de las V Jornadas Feministas de Euskal Herria Salda Badago, celebradas en Durango entre el 1 y el 3 de noviembre, y de aquellas jornadas de la universidad en las que conocí a Yuderkys. En este compartir, me han venido inquietando las diversas respuestas que me he ido encontrando sobre cómo vivimos nuestros privilegios y cómo reaccionamos con quienes nos los ponen delante. En concreto, he escuchado muchas palabras por compañeres feministas que considero afines en otros temas y que en este tema se abría un abismo entre nosotres. Recojo la propuesta autocrítica de Yuderkys de reflexionar sobre qué hacemos con lo que nos toca y empiezo por mí. Me he visto defendiendo a ultranza lo que dijeran y cómo lo dijeran les racializades y un punto de inflexión personal fue una frase que me dijo una compañera, en medio de un acalorado debate: “No eres capaz de empatizar con el dolor que provocan sus palabras”. Aunque en ese momento, este estímulo me generó un impacto y un rechazo, con el tiempo me he dado cuenta de que estaba más interesada en empatizar con el dolor de les racializades que con el que podamos tener nosotres. Veía tan valiosa la información que nos traen para entender cuál es nuestra responsabilidad colectiva e individual en construir un mundo en el que realmente quepamos todes, que no era capaz de empatizar con quienes no estuvieran haciendo lo mismo que yo. Y si traslado esta reflexión a escala colectiva, me surgen preguntas. Por ejemplo, ¿podemos empatizar con el dolor que se nos mueve a quienes compartimos luchas y privilegios?, ¿podemos empatizar con lo que les pasa a personas en otras situaciones?, ¿podemos pedirles a esas personas que empaticen con nosotres? En definitiva, ¿podemos tener espacios seguros de diálogo? Y si tiro de estas preguntas, se me ocurren cosas, así que os cuento algunas.
Empiezo empatizando con el dolor de les racializades. A mí me ayuda tener presente sus situaciones históricas, globales, colectivas y personales mucho más vulneradas que las nuestras y en las cuales, nos guste o no, participamos a través de nuestros privilegios. Es tentador detenerme en este punto porque me parece que habla por sí solo, pero no lo voy a hacer porque son elles quienes lo están haciendo. Al menos yo he aprendido un montón de todo esto leyéndoles y escuchándoles, así que os propongo que hagáis lo mismo, que no quiero ser extractivista. Lo que sí puedo compartir es de qué manera empatizo con elles a través de mis vivencias. Cuando me he visto intentando explicar a otras personas cuáles son sus privilegios, pongamos por caso a hombres cis con resistencias a entender los análisis feministas, he recibido respuestas del tipo: “Eso no es culpa mía”, “yo no hago eso”, “estas generalizando”, “eso aquí no pasa”, “contextualízamelo a nivel local”, “ahora a nivel global”, “ahora en mí, pero sin entrar a lo personal”, “pero no me hables de tú vivencia”, “pero no te enfades”, “pero no te rías”, “si me lo dices así, me pico y no respiro”, y el famoso “dime lo que tengo que hacer que no me empano”. Todo esto, la mayoría de las veces me ha resultado desesperante y no siempre he podido contestar con el tacto y la delicadeza que me hubiera gustado para favorecer un diálogo cuidado. A veces me he puesto de muy mala leche y, cuando he podido, me he contenido para no saltar a la yugular; pero otras veces, he saltado. Así que me he cansado de hacer pedagogía feminista, y puedo entender que muchas personas racializadas se hayan cansado de hacer pedagogía antirracista.
Durante la mesa de decolonialidad de las jornadas de Durango empecé a escuchar este tipo de respuestas y las he seguido escuchando este tiempo, incluso confieso haberme visto a mí misma ubicada en ese famoso “dime lo que tengo que hacer que no me empano”. Para entender por qué audiencias tan dispares tienen reacciones tan semejantes se me ocurren dos posibilidades. La primera es que tanto elles como yo cometemos exactamente los mismos errores a la hora de expresar, contextualizar y explicar los privilegios y por eso recibimos las mismas respuestas. Esta posibilidad la veo factible porque creo que hablando metemos mucho la pata; de hecho, comunicarnos de manera adecuada me parece tal temazo que llevo rato formándome a ver si aprendo algo. La segunda que se me ocurre es que más allá de cómo expresamos nuestra opresión, quienes lo reciben lo hacen desde el mismo sitio y por eso reaccionan igual. Esta posibilidad no solo me parece factible sino estimulante porque me genera preguntas y respuestas. Por ejemplo, ¿cuál es el lugar compartido de un hombre cis cuando le interpela el feminismo y de una mujer blanca cuando le interpela el racismo? El privilegio. ¿Quién se siente con la legitimidad para estipular el código, el tono, la manera y hasta el último detalle de cómo debe darse la comunicación? Quien tiene más privilegios. Me recuerda al anuncio del Scattergories, ¿os acordáis?. O aceptamos barco como animal acuático, pulpo como animal de compañía o, en este caso, mis normas de comunicación, o “es mi Scattergories y me lo llevo” (y una mujer blanca y sonriente dice “¡mucha diversión!”; solo falta el emoticono flamenco).
Continúo empatizando con el impacto que provocan sus palabras, como me pedía la compañera. Si me remonto a aquellas jornadas feministas de Durango, puedo empatizar con la sorpresa que puede suponer escuchar críticas en un espacio en que nos pensamos todes iguales, la decepción por comprobar que no todes lo vivimos así, la frustración de que no sea reconocido el trabajo previo realizado por muchas personas con las mejores intenciones, la tristeza porque no sea reconocido el dolor que sentimos e incluso el enfado que puede provocar que surja un conflicto “inesperado” y nos fastidie el espíritu festivo. También empatizo conmigo, que sentí alegría porque este tema tan importante como silenciado fuera reconocido en el evento más importante del movimiento feminista vasco, y motivación al escuchar palabras que pueden aportarnos claridad y comprensión de aquello que se nos escapa, y muchas ganas de celebrar que estamos dando un pasito más para que construyamos un feminismo en el que quepamos todes. Podría seguir haciendo este ejercicio de empatía hasta el infinito porque estos dos ejemplos muestran que puede haber tantas maneras de recibir las mismas palabras como personas escuchan. A pesar de la magnitud de la tarea, podría estar dispuesta a hacerlo, aunque me ayudaría que no sigamos responsabilizando a quien nos lanza el estímulo de lo que nos pasa a nosotres. Durante este tiempo, he escuchado tratando de entender el impacto que generan las palabras de les racializades y me he dado cuenta de que no me ayuda a entender ni a empatizar si lo que escucho son juicios, reproches y críticas sobre lo que pasa fuera y no dicen nada de lo que pasa dentro.
Me he cansado de escuchar opiniones sobre les racializades y sobre los espacios en los que hablan: que no tienen bagaje feminista, que sus estrategias son infantiles, que no están contextualizadas en Euskal Herria, en mi provincia, en mi pueblo o en mi barrio, que así no podemos construir puentes, que tienen problemas internos dentro del movimiento antirracista….; que la responsabilidad es de quien modera o de quien organiza, que se tenían que haber previsto las consecuencias de lo que podía pasar y haber tomado medidas, que si se abre un melón debemos ser capaces de cerrarlo, que el racismo se ha comida al feminismo… Y sobre todo me he cansado de escucharme contestando a todo esto. Me resulta tan agotador, como poco práctico, así que andaba yo planteando qué hacer con ello, cuando apareció el artículo de Yuderkys.
Lo primero que sentí fue admiración por la valentía de Yuderkys de compartir lo que se les está moviendo y las posibles incoherencias que puedan tener al sanar, expresar y compartir sus heridas. Lo segundo que sentí fue preocupación porque viendo cómo está el percal, nos veo capaces de utilizar este tipo de artículos para alimentar nuestras resistencias a escuchar lo que nos dicen les racializades. Me pregunto hasta qué punto podríamos aprender de aquellos colectivos racializados que nos expresan tan claramente que necesitan sus espacios propios, para, en lugar de seguir invitándoles (¡que mira que somos cansinas!), buscar nuestros propios espacios para parar, escucharles, y escucharnos.
Al menos eso es lo que he echado yo de menos en este tiempo, espacios en los que, en lugar de hablar de otres, hablemos de nosotres. Hablemos sobre qué estamos haciendo para construir esos puentes, sobre qué problemas internos tenemos dentro de nuestros movimientos y sobre todo hablemos de lo que se nos mueve por dentro. Sé que esto último da mucho miedito y no suena nada bien en este mundo en el que vivimos y en esta sociedad vasca que habitamos. Ana Rhodes me ayuda a entenderlo cuando dice que vivimos en un mundo que abusa de la vulnerabilidad y oprime la sensibilidad, por lo que marginamos ambas para poder funcionar. Me pregunto si esto está relacionado con el patriarcado, si opera también dentro del movimiento feminista y si tiene que ver con lo que trato de traer aquí hoy: ¿mi vulnerabilidad como un acto político? Y encuentro que no soy la única, porque poner la vulnerabilidad en el centro no es nada que no se haya hecho ya desde diferentes lugares feministas, sean negros, blancos, indígenas e incluso vascos.
El pasado noviembre me ofreció muchas pistas en ese sentido. Por un lado, pude vivenciar qué era eso de la sanación cósmico político feminista en un taller con Lorena Cabnal, que empezaba diciendo algo así como que ser feminista genera un dolor y una rabia que impacta en nuestros cuerpos, por lo que hay que sanarlos. Y escuchar esto para mí tuvo mucho sentido. Si pienso en nosotres, puedo ver que tenemos dolor, rabia y herida por ser feministas y por otras tantas luchas y vivencias que nos hayan atravesado. Por ejemplo, tal vez nos gustaría que se empatice con lo que vivimos, que se nos escuche más sin llamarnos “feminazis”, que nos tengan en cuenta sin pensar “ya está aquí esta con su rollo de siempre” y que se reconozca y agradezca el trabajo que hacemos.
Después de compartirnos la propuesta de sus ancestras, Lorena nos animaba a que no la copiáramos, sino que buscásemos la manera de sanarnos nosotres con nuestras herramientas. Si pienso en nuestras herramientas, veo que más allá de las terapias que les sirven a muches o de los procesos formativos colectivos que nos sirven a otres, podemos plantearnos qué referentes tenemos y qué hacer entre nosotres. Dos semanas antes, en las jornadas feministas de Durango, pude ir a otro taller en el que vivenciar la propuesta de Osatze Feminista, que en las jornadas de febrero en la universidad nos la contaron. Me parecen un referente importante al que seguir la pista, porque han tenido diálogos respetuosos con las redes de sanadoras ancestrales de Guatemala y están indagando en nuestra propia cultura y ancestras vascas para desarrollar su propia manera de sanarse, enmarcadas en la lucha política por el territorio vasco, que ha impactado en sus cuerpos de manera tan rotunda como silenciada y, en absoluto, reparada.
Si nos remontamos un poco más, cuentan nuestras genealogías feministas, que es lo que se hacía en los grupos de autoconciencia feminista, de los que se supone que viene “el feminismo occidental”. Según Marta Malo, las mujeres tomaron consciencia de que “partir de sí” era la única vía para construir un movimiento radical, así que analizaban colectivamente sus sentimientos y experiencias y co-crearon un método científico de investigación encarnado. bell hooks dice que les feministas no nacen, se hacen, así que en los grupos de autoconciencia se hacían feministas, a través de una mezcla entre un ritual de sanación en el que expresar heridas y un proceso de transformación personal para vencer al enemigo que llevaban dentro antes de vencer al enemigo de fuera. Y reflexiona hasta qué punto, en la manera en que ha ido evolucionando el movimiento feminista, nos hemos acostumbrado a poner el dedo acusador fuera, y se nos ha olvidado que parte de la transformación en feministas es comprender cómo nosotres mismes reproducimos el patriarcado. Y leer esto para mí también tuvo mucho sentido.
Más de una vez me he preguntado si estamos reproduciendo el patriarcado (en nuestra versión eurocéntrica capitalista) cuando petamos la agenda, empalmamos un plan con otro, un proyecto con otro, una relación tras otra, cuando tenemos tanta prisa en construir puentes y llegar a resultados impactantes que no cuidamos los procesos, cuando no nos escuchamos ni empatizamos con nosotres mismes ni con otres, o cuando nos relacionamos de tal manera en nuestros espacios feministas que no son “seguros” para todes (confieso que a veces yo misma no me siento segura). Ahora me pregunto que, si no prestamos atención a nuestras heridas, a nuestros privilegios y a cómo interseccionan heridas y privilegios hasta qué punto estamos dándolos por sentado, y, por tanto, reproduciendo el patriarcado, el clasismo, el capacitismo, el racismo o el especismo, entre otros.
No sé vosotres, pero yo me aburro cuando nos empeñamos en darnos la razón a nosotres mismes, esa razón de origen ilustrado occidental impuesta a escala global “por nuestros ancestros”, como lleva tiempo planteando Yuderkys. También me huele a chamusquina vernos defendiéndonos de todo aquello que nos conecta con la culpa, esa culpa que también la traemos de serie de esa religión judeocristiana que impusieron globalmente aquellos que nos precedieron. Así que me planteo que debatir hasta el infinito para tener la razón, quedarnos en la culpa por nuestros privilegios, fingir que no están o enfadarse por ellos sigue siendo jugar el juego patriarcal. No solo no estamos tomando la responsabilidad de lo que nos pasa si no que, como dice bell hooks, tampoco nos estamos “haciendo feministas”. Y me pregunto ¿para qué evitar, obviar, esconder todas estas contradicciones y no acoger lo que nos genera en nuestros cuerpos? ¿Por qué no empezar a luchar contra el patriarcado desde lo micro, desde nuestras heridas personales y colectivas?
En otro artículo de Pikara Magazine, Charlene A. Carruthers dice que hay que ser vulnerable para escribir lo que es necesario escribir. Y si sigo en este lío en el que me he metido, me pregunto si escuchar las interpelaciones de las racializadas desde sus heridas, con sus propias necesidades de escucha, de empatía, de ser vistas y de ser tenidas en cuenta,nos hacen tan de espejo y nos conectan tanto con nuestras propias heridas, que nos merma nuestra capacidad de escuchar en un diálogo que es a nosotres a las que nos toca escuchar primero. Si esa herida es nuestra, y estaba antes de que nos la recordaran, no es responsabilidad de les racializades darnos esa escucha, esa empatía, ese reconocimiento o lo que sea que necesitemos, sino que es responsabilidad nuestra ver qué hacemos.
Tiendo a pensar que si sentimos colectivamente lo que nos mueven nuestras culpas, heridas y privilegios y reflexionamos juntes sobre qué hacer con ello, llegaremos a soluciones creativas mucho más potentes que las que nos podemos imaginar soles. Quiero pensar que, si hacemos esto de manera consciente, de manera política, de manera feminista, cuando alguien nos lo ponga delante, podremos verlo como una oportunidad para recordar aquello que se nos olvida y no como un ataque personal del que tenemos que defendernos con las armas patriarcales. Todes conocemos ya la frase de Audre Lorde que nos advierte que las herramientas del amo no van a servir para desmontar su casa.
Para concluir todo este chorizo, resumo: si poner la vulnerabilidad en el centro no es nuevo en espacios feministas, me pregunto por qué no ponerla en el centro del movimiento feminista, porque tal vez es lo más antipatriarcal y lo más antisistema que podemos hacer. Si les racializades están poniendo su vulnerabilidad y la nuestra en el centro, me pregunto cuánto más podemos aprender de elles, porque tal vez de momento es lo único que podemos hacer para construir esos famosos puentes. Si pienso en cómo seguir, me sigue ayudando Ana Rhodes, ya que para superar la sensación de sentirnos vulnerables y desprotegidas, propone desarrollar y conectar con nuestra sensibilidad como herramienta para sentirnos y relacionarnos sin agredirnos. Ella lo considera tan necesario que lo ve como un acto activista y yo me planteo hasta qué punto es un acto feminista.
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