La reina está desnuda
La reina vestida de Zara es un despropósito. Un metadisfraz de plebeya que se pone una mujer cuya sola existencia significa que somos plebe, no pueblo.
Durante el confinamiento provocado por la pandemia, el rey de España pidió a los nobles del reino que donaran leche y aceite a los pobres. Para ser coherente con esta actitud, la gira que ha emprendido el jefe del estado español para visitar a “su pueblo” debería haberla hecho en un carroza de oro, con chambelanes y trompetistas que anuncien su llegada.
Pero no. La reina y él se han vestido de sport y de low cost, que es como les habrán dicho sus asesores que viste el pueblo. Los mismos asesores que les recomendaron fingir comer lentejas con sus niñas, o fingir ver la televisión con la espalda recta en incómodas sillas Luis XIV, supongo. Tendrían que buscar asesores que sepan de verdad lo que hace “el pueblo”.
En la primera visita de la gira, la reina se presentó ante su pueblo con unas alpargatas de cuña y un vestido de Zara de cuarentaynuevenoventaycinco -que, ahora, en rebajas cuesta docenoventaynueve-. Vamos, algo que yo me pondría para tomar unas kañas en un txiringuito, si Zara tuviera ropa de mi talla, y yo no hubiera dejado de llevar cuñas después de los 90 kilos. Pero queda como un poco forzado que una reina que recibe una asignación anual de 133.530,00 euros, teniendo todos los gastos pagados (por ti, chati), lleve un vestido que ni tú te pondrías para ir a trabajar.
Es verdad que el look de su legítimo, cuya asignación es un 45% más que la de ella, exactamente 242.769.00 euros, era para echar a correr, una mezcla entre los peores pantalones de Diego Rivera y una camisa remangada, como de que has acabado tomando gintonics en el txiringuito de la playa, pero tenías pensado volver a la oficina.
Pero la que nos importa es ella.
Muchas teníamos la esperanza de que la vía republicana, que debiera ser la única posible en un país que quiera ser considerado una democracia que respeta los derechos humanos, podría llegar de la mano de Letizia. Pero nos ha defraudado.
Algunas creíamos que una tía de clase media, viajada, licenciada en periodismo, reportera y presentadora de informativos, autónoma, divorciada, republicana, que ganaba al rey en desparpajo y soltura (tampoco es muy difícil) con un aspecto no del todo normativo, podría introducir en esa institución anacrónica obsoleta y cisheteropatriarcal como es la monarquía una cuña mucho más afilada que la de sus alpargatas y que iba a ir erosionando el sistema desde dentro, camelando al soso de su marido, aburriéndose de él y abandonándole, o mandando a los Borbones públicamente a la mierda, escribiendo un libro no autorizado de memorias, y poniéndole luz y taquígrafos a todo el puterío, el robo, la mafia y el paripé que hay detrás de esa Jefatura del Estado que se consigue como sólo se consiguen las enfermedades, la deudas y el dinero no honrado: heredando.
Pero ella, lejos de explorar esa vena un poco mandona que le vislumbramos el día de su presentación pública, con su traje de pantalón de Armani, cuando se le ocurrió cortar al monarca, que la había interrumpido, y le dijo aquél “déjame terminar” entre dientes, se ha ido convirtiendo en un figura inerte, hierática, estirada, silente. Cada vez más delgada, cada vez más callada, cada vez más quieta, cada vez más desencarnada. Parece que eso es ser reina. Desencarnarse.
Se supone que ella tiene que representar a todas las mujeres, aunque le haya elegido para ello un hombre al que nadie ha elegido, más que el azar de nacer único varón entre la descendencia de un hombre elegido por el dictador fascista al que nadie eligió.
La cosa es que, de tanto pretender resultar representativa, ha dejado de representarse a sí misma, pero también de representar a la monarquía.
-”¿Quién es esa chica?” (Who´s that girl?)
-(en un susurro) “La reina”.
-“¿La reina?”
¿Y dónde están los dragones, la corona, el trono, las damas de compañía, la armadura, las esmeraldas, las copas de cristal de murano, la capa de armiño? ¿Donde están todas las cosas que hacen que una reina lo parezca y así parezca merecer serlo?
El proceso de reconversión de la persona Letizia en la reina Letizia ha sido agresivo, obvio, como una versión hardcore de Pretty Woman. Ha adelgazado, se ha operado y -sobre todo- se ha callado. “Estate quietecita”, le dice hasta cinco veces Richard Gere a Julia Roberts en esa película repugnante y adoctrinadora. Y ella, Letizia, se está quietecita. Y se viste con ropa barata para hacernos creer que ella es como nosotras, como el pueblo. Pero, ¿quién quiere una reina como nosotras? ¿No se supone que la monarquía está sustentada en la idea de que hay algunas personas especiales, diferentes, elegidas por dios? Personas que son tan extraordinarias que tenemos que pagarles entre todas para que no hagan nada. Personas tan extraordinarias cuya excepcionalidad se transmite, como la belleza, como las enfermedades genéticas, como la fealdad, por herencia genética. Personas cuyo trabajo es no trabajar y cuyo mérito es haber nacido. ¿No se supone que reinan porque son especiales? Entonces, ¿qué sentido tiene fingir que nos pueden convencer de que son normales?
En un Estado constitucional, donde los poderes están (supuestamente) separados (¡jajaja!) y donde las funciones de cada poder están definidas y limitadas (¡jejeje!) la figura de un rey resulta completamente injustificable, pues lo que se espera de él, en el mejor de los casos, es que no haga nada. Y pagar 242.769.00 euros anuales a alguien porque no haga nada, más que reinar parece un poco desproporcionado, ¿no? En esta situación, una reina consorte resulta casi más complicada de defender. Porque, ella, ¿qué hace? Pues parir herederos, ser una madre ejemplar y ser un icono de la moda, ¿no? Eso es, ¿no? Eso hizo LadyDi, eso hace Rania de Jordania, ¿no?
Pues a quienes pensaban que Letizia iba a cumplir con esta tarea, también les habrá defraudado, supongo. Ha parido (que sepamos) dos niñas, poniendo en peligro una sucesión de los “derechos de la corona” (toma oxímoron) que tendrá que enfrentarse a su machismo, misoginia y cisheteronormatividad ostentosa; ni idea de cómo ejerce su maternidad -cómo para saber lo que pasa de verdad dentro de esa familia-, y lleva ropa de Zara. Como tú. Vamos, como “reina moderna” (¡venga oxímoron!) es un cuadro.
Parece que también ha defraudado a quienes querían un reina “de verdad”. Una reina “de cuna”. Una chica fina y discreta, educada y no demasiado lista, con familia noble (o forrada), con estudios en el extranjero y que no haya sido fotografiada en pelotas, ni haya dado nunca positivo en drogas, ni cosas de esas. Una buena Máxima Zorriguieta, hija del secretario de Agricultura de la dictadura cívico-militar argentina de Videla. Pero qué mona va siempre.
La cosa es que el problema no es ella. Es la institución a la que representa. Porque es una figura medieval, basada en la idea de que hay quienes tienen privilegios por vía sanguínea; insertada con calzador en una sociedad que se pretende democrática, precisamente tratando de convencernos de que todas las personas tenemos los mismos derechos. Y eso, así, no cuela. Y menos cuela la idea de que una tía periodista, independiente, lista, muy siglo XX, pueda representar a las mujeres callando, sonriendo, pariendo y luciendo ropitas, por baratas que sean. Solo representa el peor heteropatriarcado, ese que asume que los hombres hacen cosas, aunque no hagan nada, y que las mujeres son esos seres delgados que les crían a las criaturas, mientras sonríen a su lado.
Por eso quieren que hablemos de lo que se pone ella. Por eso, lo que lleve puesto la reina es siempre una noticia, un motivo de debate. Porque sirve para que la plebe repitamos, con más esperanza que credulidad, que “todo está estudiado”. Y, probablemente, es cierto. Seguramente, esas mentes del marketing y la comunicación política, que les asesoran para que finjan comer lentejas o ver la tele con la espalda recta o ponerse ropa que se parece a la nuestra, crean que se puede hacer creer al pueblo que quienes les reinan, pero no les gobiernan, son como ellos, como ellas. Lo que no saben esos tramoyistas de la democracia es que ser pueblo no se puede fingir y que, cuando eres pueblo, no eres plebe.
Por eso Letizia no nos convence. Porque las de pueblo, las de barrio, si después de currar y estudiar y viajar y ser reporteras, un día, mientras presentamos el informativo, un rey se encaprichara de nosotras y nos convirtiera en “sus reinas”, demostraríamos que nos creemos lo de la monarquía (si es que lo hiciéramos) y saldríamos a la calle con la corona, las joyas, la capa de terciopelo rojo, la carroza de oro y las condecoraciones puestas. Y no fingiríamos ser personas normales, porque sabemos que eso no se finge. Y nos llamarían locas y malvadas y hablarían de lo que llevamos puesto. Como ahora, vamos.
La reina vestida de Zara es un despropósito. Un metadisfraz de plebeya que se pone una mujer cuya sola existencia significa que somos plebe, no pueblo. Y que no seremos ciudadanas hasta que ella (y ese señor que lleva al lado) se paguen lo que llevan puesto.
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