La pluma es mi lengua materna

La pluma es mi lengua materna

Enrique F. Aparicio se estrena en Pikara Magazine poniendo en valor "ese idioma secreto" que se esconde en lo más profundo de su nido: la pluma de ma-ri-cón.

Imagen: Vane Julián
16/09/2020

Ilustración: Vane Julián

Desde la primera vez que me llamaron maricón hasta la primera vez que me acosté con un chico pasaron casi veinte años. El muchacho joven (aunque no tan joven) que cumplió con el destino que le habían profetizado llevaba dentro, a escasos milímetros de la epidermis, al niño asustado que escuchó las sílabas ma-ri-cón y se quedó en blanco. Las personas que no forman parte del colectivo LGTBIQ+ suelen pensar que nuestra infancia queda marcada por una huella similar a la de los niños con los que se meten por su peso o por su tartamudeo. Pero no es así.

El peso, el tartamudeo, el color de la piel o las buenas notas no se pueden ocultar. Las ven los otros niños pero también las ven los adultos, los padres y los profesores, que conocen la crueldad de los pequeños y se esfuerzan en rebajar los daños. Yo fui un niño gordo y marica. Recibí muchas veces lecciones sobre por qué mi peso no debía ser un problema, por qué mi forma y mi tamaño no debía restarme valor –aunque me lo restaba a todos los efectos–. Los mayores reñían a los otros niños cuando me llamaban gordo, seboso, ballena, oliva gorda. Alrededor de mi expresión de género solo había silencio.

Porque mucho antes de que ser marica fuera mi orientación sexoafectiva (antes en realidad de tener ninguna orientación sexoafectiva), mis aspavientos, mi verborrea y mi inexplicable alegría de vivir ya definían en gran medida quién era. Mucho antes de desarrollar ningún instinto sexual, hubo otro instinto mucho más radical y primario que me colocaba en el centro del universo femenino. Frente a las pistas deportivas prefería el brasero de las vecinas; frente a los bares y los billares, la lectura y las revistas; frente a la violencia de la competición masculina (y para los niños todo es una competición), la delicadeza de ver coser y cantar a mi abuela.

La infancia quizás lo perdona todo, pero la adolescencia nos cae encima a las personas diversas como la maldición incumplida de algún cuento que leímos a medias. A los once o doce años di varios estirones y se diría que los adultos, en cuanto pudieron mirarme de frente, tuvieron que agachar la mirada. Los aspavientos y las gracietas tan celebradas en su inconsciencia se volvieron incómodas y bochornosas. Incluso esas mujeres que desde pequeño que acogieron en sus alas entendían que era hora de lanzarme al mundo para empezar a conocer sus sinsabores. La ternura se convirtió en vergüenza.

Mi cuerpo gordo y marica atravesó la pubertad como Anna Frank hubiera cruzado la habitación donde se escondía. Midiendo cada pisada, calculando cada gesto, haciendo lo posible para que las extremidades se separen lo mínimo del cuerpo mientras apenas si respira para no advertir de su presencia. El universo femenino, antes hogar, me expulsó también. El bigote incipiente, la voz grave y los centímetros que día a día me separaban del tierno niño especial hicieron imposible mi permanencia entre braseros, revistas y agujas de ganchillo.

Al mismo tiempo, la dimensión sexual efectivamente florecía. El deseo se posó con mayor o menor violencia en el centro de las preocupaciones de mis iguales. Los niños de mi clase comenzaban sus noviazgos adolescentes, tibios y transparentes, cuyos avances eran profusamente calculados y celebrados. Expulsado de la ternura de la infancia y sin acomodo entre la normativa adolescente, un agujero negro creció en el centro de mi pecho, tan grande y tan oscuro que nunca pensé que pudiera haber nada más que vacío por mucho que viviera.

Durante muchos años creí –no creí, supe– que ni mi corazón ni mi cuerpo encajaban en ningún molde que existiera para el deseo. Como un bebé que intenta enhebrar una media luna de plástico en el hueco de una estrella. Pero el mundo nunca es tan malo como uno cree en el fango de sus quince años. Afortunadamente, en el tiempo de descuento de la adolescencia encontré personas que también eran estrellas o medias lunas donde solo encajaban sobrios rectángulos.

Cuando uno aprende los nombres de los árboles, el bosque parece más rico, más profundo: de la capa uniforme de verde emergen chopos, pinos, robles, nogales, cipreses. Algo similar me pasó cuando entendí que los raros, los empollones, los diferentes –esos que habíamos sido paternalmente especiales– podíamos cobrar muy distintas formas. La mía estuvo muy clara desde el principio.

Reconocer y reconocerse en la pluma

Desde la primera vez que me llamaron maricón hasta la primera vez que me acosté con un chico pasaron casi veinte años. De una punta a otra del hilo invisible que conectaba ambos días me llevó, tierna y delicada, mi pluma. Durante todo el viaje fui incapaz de verla. Todo ese tiempo en el que maricón fue solo un insulto –y no mi identidad– mi pluma ocupaba un fuera de campo en el cual mi mirada nunca se posó.

Aquel niño marica aprendió lo suficiente oyendo las conversaciones de las vecinas para sobrevivir a lo que después le esperaba. Para cuando mi expresión de género se convirtió en un problema –mucho antes de que lo fuera mi orientación sexoafectiva–, ya había tejido un nido para guarecerme durante el invierno de la pubertad. Un nido construido con muchas de esas pequeñas plumas que uno encuentra en todos lados si presta atención.

La pluma es la mayor de las traiciones al orden hegemónico del género. El sistema no entiende que, habiendo caído en la parte privilegiada del binarismo, uno renuncie a ser un hombre para ser un engendro. Cuando a los niños maricas se les hace la vida imposible no es por unas preferencias afectivas que todavía ni han desarrollado. Nos llaman maricones porque somos femeninos, no porque seamos homosexuales. Y entre esos insultos y nosotros, nuestra pluma crece y se desprende, crece y cae, crece y nos la arrancan un millón de veces hasta que se inserta tan dentro de nosotros que ya no nos la pueden arrebatar nunca más.

Sin mi pluma, mi adolescencia hubiera sido más cómoda, pero no más sencilla. Porque mi pluma es mi lengua materna, la que enseñaron las mujeres de mi pueblo, y sin ella no habría quien me entienda, empezando por mí. Con ella y desde ella soy capaz de verbalizar el mundo y verbalizarme yo. Y aunque a veces me obliguen a hablar otros idiomas, solo a través de mi pluma puedo pronunciar las sílabas concretas de mi identidad, de quién soy en este lugar y en este momento. Usando ese idioma secreto que comenzó con tres pequeñas piedras arrojadas al aire que llevan desde entonces en lo más profundo de mi nido: ma, ri, cón.

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