Mrs. America: la historia de la contrarrevolución feminista
Mrs. America es una serie apasionante donde la militancia feminista estadounidense de los 70 se narra desde sus fascinantes y empoderadas protagonistas. Sin embargo, el personaje principal es la ultraconservadora Phillys Schlafly, una contradictoria e inteligente mujer que encontró en el antifeminismo su catapulta a la influencia política real. Con ella, sus técnicas y maneras, su lucha en el barro, se repasa cómo se forjó la guerra cultural actual a costa de socavar la lucha de las mujeres.
Mrs. America se emite en una plataforma de pago. Además, es buena candidata para que algún políticx la cite, engrosando así su capital cultural con un producto al que no todas tenemos acceso. Sin embargo, a veces pasa que una amiga te deja su clave y te ves seducida por un serial como la copa de un pino, te lo tragas y te alimenta (gracias, Amanda). Mrs America narra la historia de la Segunda Ola del feminismo anglosajón y retrata muchos nombres imprescindibles de una de las décadas con más influencia política para el llamado “Movimiento de liberación de las mujeres”, pero elige tomar como protagonista a la archivillana ultraconservadora Phyllis Schlafly. A través de ella, la cadena pretende tender un puente que explique cómo hemos llegado a la guerra cultural que tenemos hoy. Uno de esos guiños a la contemporaneidad se da en los últimos minutos de la serie, cuando Schlafly es presentada en 1980 a los jóvenes Paul Manafort y Roger Stone, pilares de la campaña de Trump, Make America Great Again 2016.
La influencia antifeminsta de Schlafly es casi desconocida en España, no así sus tácticas, que son básicamente la matriz de la ultraderecha mundial. Phyllis Schlafly fue hasta su muerte una encarnizada enemiga del feminismo. Adentrarnos en su vida nos ayuda a entender un par de cosas sobre el enigma de la mujer que lucha por poner freno a sus propios derechos. En primer lugar, su retrato en pantalla nos muestra cómo replicar, o incluso defender, una subordinación, no quiere decir que no la sufras. Como subalterna, Phillys es ridiculizada, mandada callar, apartada primero de la vida académica por las universidades, después de la vida política por su marido y violada en el lecho conyugal. En segundo lugar, el ejemplo de la señora Schlafly nos demuestra que la beligerancia antifeminista de la mujer conservadora no es más que una estrategia para ganar una voz pública dentro de su selecto grupo de clase alta. “La persona que consigue atraer la atención de todos siempre gana”, declara Phyllis en el segundo capítulo a sus acólitas. (¿Os suena, Díaz Ayuso/Olona/Álvarez de Toledo? ¿Sí? Pues vais con unas cinco décadas de retraso con respecto a las señoras de Illinois. Igual os convendría sopesar la estrategia).
Phyllis, interpretada por una Cate Blanchett en continuo homenaje a los gestos y silabeos de las actrices de los 40, aparece por primera vez ante los espectadores como la mujer de Mr. Schlafly, con bikini de barras y estrellas, sobre una pasarela y sin decir una palabra. Sin embargo, está muy lejos de ser una mujer objeto y una obediente ama de casa. De hecho, más adelante en la serie es definida como “una maldita feminista, puede que sea la mujer más liberada de América”. Mrs. Schlafly es alguien que exhibe con agresividad una gran agencia sobre su vida, viaja por todo Estados Unidos y se dedica a tiempo completo a dirigir un lobby de ultraderecha contra la aprobación de la Enmienda de Igualdad de Derechos en la Constitución de los Estados Unidos.
Antes de su empoderamiento como líder de la contrarrevolución feminista, Schlafly era una experta en política nuclear ninguneada. Su momento de inflexión personal ocurre cuando, en una reunión sobre defensa militar en Washington D.C., los varones de la sala le quitan la palabra y le piden tomar notas porque ella, seguramente, ejercite la mejor caligrafía. Es ahí cuando hábilmente Phyllis halla en el antifeminismo la catapulta a la voz pública que se le niega en la estrategia nuclear. Simplemente, recicla su guerra anticomunista hacia el antifeminismo con mucho mayor éxito.
Schlafly defiende con fiereza su propio derecho a tener una voz, a que se la escuche y respete, el acceso a la influencia política real, autoridad social, etc. Pero también, como mujer blanca de clase alta, defiende un privilegio social al que ella misma ascendió por matrimonio, pasando de ser la hija de una madre trabajadora a la esposa de un prominente abogado. Como señora de clase alta, la única tarea doméstica de la que Phyllis se ocupa personalmente es el mantenimiento de su refugio antinuclear. La empleada doméstica afroamericana la libera de las tareas del hogar; su hermana, marginada socialmente por solterona, la sustituye en la mayoría de tareas de cuidados hacía sus hijos y, frecuentemente, es castigada como miembro familiar de segunda por carecer de marido. Lo que Schlafly reivindicó en última instancia es la cultura femenina de la clase alta acomodada y, dentro de ese status, los vínculos son siempre cruciales. Los canales de comunicación con los que ya contaba como experta en defensa nacional pasan de la marginalidad a los medios de masas: de un discreto boletín personal a la televisión nacional; de una modesta agenda de amas de casa, a la red de contactos que, en última instancia, termina por ser crucial para la creación del núcleo ultraderechista del Partido Republicano que inauguró la era Reagan y dio pie a los años oscuros para el feminismo de los 80.
La lucha de Schlafly fue el nacimiento de la guerra cultural moderna. En esencia, se forja como ideóloga de la ultraderecha activando dos polos. Por un lado, consiguió alinear para la causa los núcleos dormidos en la arena política, como los grupúsculos religiosos radicales de mormones o judíos ortodoxos. Por otro lado, impugna la necesidad de que los argumentos estén basados en hechos, en parte porque ella misma no controla los términos legales que utiliza, en parte porque es una de las pioneras del bulo mediático. Podemos ver en Phyllis Schlafly estrategias que utiliza hoy Vox, como acusar a los movimientos sociales de ser una cuña izquierdista que solo pretende afianzar en el poder a un peligroso y reducido grupo de líderes comunistas que nos someterán a una futura y terrible dictadura. Lo cierto es que eso es exactamente lo que ella hizo.
Utilizó la lucha antifeminista como caballo de Troya para instalar en el mapa de lo posible una agenda ultraconservadora en la que los problemas de las mujeres, de los que supuestamente se ocupaba, eran una nota al pie. Por eso, Schlafly ostenta los dos tronos, el ganador y el perdedor. Su antifeminismo pudo ser escuchado, aunque se considera, en términos generales, superado. Hoy nadie cree que el feminismo amenace con mandar niñas al ejército u obligarlas a ir a baños mixtos llenos de violadores. No obstante, de ella se ha heredado la retórica alarmista, la polarización y, sobre todo, el arma política de someter a debate cuál es el verdadero estilo de vida que debe defender un Estado. Y es aquí donde se hace más interesante ver esta serie, porque los debates en torno a por qué gana relevancia gente como Schlafly y cuál es el camino correcto para combatirla es uno de los ejes del guión.
El 30 de julio, Gloria Steinem y Eleanor Smeal atacaron duramente Mrs. America en Los Angeles Times. Para ambas, Schlafly hacía ruido pero la verdadera oposición contra la Enmienda de Igualdad de Derechos la ostentaban los poderes económicos, en especial, los lobbies de las compañías de seguros médicos. Aún hoy las mujeres pagan más por una peor cobertura médica en los Estados Unidos. Steinem y Smeal lamentan que la serie no salga de la retórica de la ‘guerra de gatas’, creen que otorga a Schlafly una relevancia que nunca tuvo y falla en mostrar el apoyo mayoritario del que disfrutaba el feminismo de los 70, apoyo que por 1972 era del 67% entre las mujeres afroamericanas y solo del 35% en las blancas. “La obviedad es que nosotras no tenemos el poder para ser nuestro peor enemigo”, sentencian.
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