Ser negra no es un trabajo
En los verdaderos ofendiditos subyace un profundo racismo y machismo, porque no creen que tengamos ningún otro tipo de conocimiento, formación o experiencia que nos permita vivir de nuestro trabajo, y no de ser negras.
Los verdaderos ofendiditos son quienes se ofenden cuando les dicen que lo que hace es ofensivo, los que prefieren que sigamos calladas, los que muestran sorpresa o niegan realidades que para muchas son algo no solo cotidiano sino incontestable. Una de sus salidas más habituales, cuando se sienten interpelados, es responder acusándonos de que vivimos de subvenciones o ayudas.
La última vez el comentario surgió a raíz de hacer una publicación y unas historias destacadas en Instagram sobre Conguitos. ¿De verdad alguien cree que se gana dinero por eso? Aparte de ser mentira, porque sí, es cierto que hay labores ligadas a la didáctica del antirracismo o del feminismo por las que nos pagan; no obstante, la mayoría son gratis y lo que se hace en redes sociales es un buen ejemplo de esa gratuidad. Además, la remuneración jamás daría para vivir a ningún ser humano, no al menos en un país en el que el coste de la vivienda se lleva un porcentaje tan alto del sueldo.
Con todo, lo que destaco de ese planteamiento es el racismo y machismo profundo que subyace en que los verdaderos ofendiditos no crean que tengamos ningún otro tipo de conocimiento, formación o experiencia que nos permita vivir de nuestro trabajo, y no de ser negras, o, peor, que crean que ser negras, marrones o/y activistas, como dice mi pariente la psicoterapeuta Marian Nvumba, es un trabajo. Está muy bien que cada cual se gane la vida como le plazca, ahora bien, cualquiera diría que consideran que la denuncia antirracista no tiene un objetivo de transformación social global sino únicamente personal, de cambiar tu situación individual, de ganar likes, dinero o reconocimiento, cosa que retrata más a quien critica que a la persona criticada.
Normalmente, esta gente suele acusar a quien está metida en estos fregaos de tener demasiado tiempo libre, sin embargo, los que disponen de dicho tiempo son aquellos cuyas jornadas ociosas les permiten meterse en redes sociales y sumergirse en perfiles ajenos que ni siquiera siguen para insultar, provocar y acabar diciendo que son esas personas y no ellos quienes tienen mucho tiempo. Eso es muy espectacular. Una vez más asumen que una práctica necesaria, como la exposición y análisis de hechos racistas y machistas, se lleva a cabo por llamar la atención o debido a que nos duele (como si tras una vida entera padeciéndolo tuviera la capacidad de hacer daño), y no por la necesidad de acabar con ello para que nuestra sociedad sea mejor.
Hace poco me vi subiendo mi currículum en Instagram para explicar que no vivo de poner publicaciones sobre racismo y me sentí ridícula por hacerlo; no tendría por qué ser así , pero esto tampoco es nuevo. En infinidad de ocasiones, las personas no blancas tenemos que explicar por qué somos lo que somos, por qué estamos donde estamos o por qué hacemos lo que hacemos, para fundir los barrotes de estereotipos en los que tienden a encerrarnos y porque no nos esperan donde nos hallamos.
Recuerdo que un día fui a presentar un evento y una de las personas que formaban parte del comité organizador me señaló el cuarto de limpieza y me exhortó a darme prisa ya que, en breve, iba a empezar el acto y debía dejar todo limpio antes de su comienzo. En otra ocasión, estando sin batería en el móvil en un pueblo al que fui a grabar con la tele, una mujer me dijo que se fiaba de mí, una extraña, y me dejaba meterme a su casa y cargarlo porque daba por hecho que era “de las que había mandado la Junta para cuidar a los abuelos”. El problema, obvio, no es que piensen que soy cuidadora o limpiadora, no considero que sean oficios ni más ni menos importantes o necesarios que el mío, el fallo radica en que si lo pensaron no fue porque sí.
Por cómo soy, tienden a inferirme muchas cosas, no solo aquello a lo que me dedico o de dónde soy (dominicana, brasileña, cubana o colombiana, poco importa que yo naciera en Madrid y que en mi familia no haya nadie de Latinoamérica), también cómo soy (complaciente, sumisa, accesible), a lo que aspiro (a tener un novio que me quiera, me tenga llenita la nevera y me dé papeles) o hasta el barrio en el que resido.
La clase también nos la infieren, pero eso sí podría tener cierto sentido, teniendo en cuenta que clase y raza suelen ir de la mano por la herencia colonial, por la economía triangular y por el nacimiento del capitalismo sobre las espaldas dobladas y extasiadas de negres y marrones a quienes o se arrancó de su tierra o se les arrebató, o las dos cosas. Sus consecuencias se mantienen aún hoy, aquí y en el sur del mundo que, empobrecido, ve cómo muches de sus hijes prefieren migrar, incluso si eso supone arriesgar la vida.
Ahora bien, es importante, no incurrir en el clásico “no es racismo, es clasismo o aporofobia”. Que sean sistemas que se llevan bien, no significa que sean lo mismo. Y, ni mucho menos, que deba asumirse que si vivimos es gracias a terceras personas, instituciones, u oenegés, porque, claro, nunca somos, ni podemos, ni estamos, ni sumamos ni contribuimos en las sociedades que habitamos. Por supuesto, la última frase abarca más que la dimensión utilitarista y economicista de las manos racializadas, y lo explicito puesto que hay quienes querrían que, directamente, estuvieran separadas del resto del cuerpo y produjeran sin más, sin boca, sin cerebro y sin corazón.
La imposibilidad de comprender una realidad diversa de la que habría que entender sus porqués y a la que habría que ir cortando las etiquetas trae consigo situaciones absurdas. En 2013, estando Oprah Winfrey en Suiza, una dependienta de una tienda fina se negó a enseñarle un bolso porque dio por hecho que era demasiado caro para ella. A fin de que quedara claro que no se debió a que la famosa presentadora fuera de incógnito y vestida de manera más discreta, ella misma explicó que iba “de Oprah”, con sus sandalias y su falda de marca. No obstante, no es el único ejemplo relativamente reciente y que se ha hecho viral. Un día, alguien tomó unas fotos a Magic Johnson y Samuel L. Jackson en Italia rodeados de bolsas de ropa de tiendas de lujo y las subió a redes sociales. La respuesta de un montón de gente, incluidas personalidades famosas en el país, fue creer que eran inmigrantes que viven de las ayudas del generoso pueblo italiano y que las malgastan dándose lujos y comprándose ropa que casi nadie podría permitirse. Nadie pensó que pudieran ser turistas que estaban dejando dinero en el país, es más, turistas ricos, añado, turistas, ricos y famosos, porque esas tres categorías por separado, y mucho menos juntas, no suelen asociarse a las personas negras, quizá, solo si son estadounidenses.