Genocidio emocional: las barreras de la comunicación pandémica
La autora explica cómo durante la pandemia protegemos la salud física pero no protegemos la salud mental.
¿Eres de abrazos o de codo? Se preguntan familiares y amistades cuando se encuentran. Iniciar una conversación sin saludo es, cuanto menos, extraño. Llegar, decir ‘hola’ en la distancia y directamente charlar nos resulta difícil porque hay un espacio que nos separa, por eso es necesario ese breve contacto que rompe el hielo y otorga confianza. Algunas mujeres me comentan que por fin sienten alivio al librarse de los sobones. Al no tener que besar y que nos besen, a veces demasiado fuerte o demasiado largo o demasiado húmedo o demasiado cerca de la boca. Que nos abracen cuando no nos apetece. Que nos toquen sin consentimiento entre la multitud, algo que hemos experimentado la mayoría de mujeres. El problema es que el distanciamiento social no enseña a poner límites ni a decir y respetar un ‘no’, porque los límites los pone la ley y el miedo, no la educación.
Después de esta fase de saludo impersonal nos encontramos con otra barrera para la comunicación: la mascarilla. Tendemos a bajarla (aunque no lo hagamos) para que la otra persona nos escuche bien, sobre todo cuando nos cuesta explicarnos. También molesta que nuestro oyente tenga la cara tapada, pues da la sensación de que no nos está entendiendo. Necesitamos conocer sus expresiones. Aunque a través de la mirada se trasmiten las emociones, a la mayoría de personas les cuesta trabajo mantenerla por sentirse demasiado expuestas o por vergüenza. Quizás la pandemia nos pueda servir para potenciar esta faceta de la comunicación (si somos capaces de distinguir la expresión de los ojos a dos metros de distancia). Hace años trabajé en una asociación de personas con síndrome de Asperger. En un congreso, asistí a una ponencia sobre la detección precoz donde argumentaron que los bebés con algún tipo de autismo miraban a la boca de la persona que hablaba (por donde sale el sonido). El resto de bebés miran a los ojos. Las personas con TEA o Asperger hacen un enorme trabajo de aprendizaje de cada expresión del rostro para ligarla a un sentimiento y así poder adquirir las habilidades sociales requeridas. Sin embargo, al taparnos la parte del rostro donde los gestos faciales son más fáciles de identificar, les hemos dejado exclusivamente aquellos rasgos que hay que leer entre líneas y llenos de dobles sentidos, como la mirada o incluso el tono de voz, dificultando enormemente su comunicación.
En la nueva normalidad parece que dejamos atrás a muchas personas. Por ejemplo, también las personas sordas se han encontrado con numerosas dificultades. Por un lado, las expresiones faciales suelen ser muy importantes en la comunicación entre personas sordas usuarias de la lengua de signos, porque ofrecen un feedback. Además de la existencia de patrones labiales. En palabras de Mónica Martínez Sánchez, persona sorda: “Hay palabras que se signan igual, pero con significados diferentes, que se pueden distinguir con la ayuda de patrones labiales. Y además hay patrones labiales que informan del tiempo o el modo de algunos verbos y adjetivos, y con la mascarilla no se perciben”. Muchas de estas personas utilizan la lectura labial como forma de comunicación con oyentes que no saben lengua de signos. Ahora, con la distancia de seguridad y la boca tapada, solo se pueden comunicar haciendo gestos o a través de la escritura (quién sepa). Incluso aquellas que utilizan algo la lengua oral les cuesta hacerse entender con la mascarilla, ya que no suelen pronunciar bien. Muchas piden que su interlocutor se baje la mascarilla (pero no todo el mundo quiere) o que se usen mascarillas transparentes. Además se encuentran con que muchos y muchas intérpretes en lengua de signos española (figura muy importante y un derecho fundamental) se están negando a acudir presencialmente, teniendo que hacer las gestiones por videollamada, con los problemas asociados de acceso a internet, cercanía, etc.
También las personas sordociegas encuentran serias barreras. Por un lado, si tienen restos auditivos o visuales, necesitan cercanía para poder entenderse. Si no, necesitan formas de comunicarse que requieren el tacto, por ejemplo, la lengua de signos apoyada, otra gran dificultad en estos tiempos de distanciamiento social.
La infancia también ha sido la gran olvidada de esta pandemia. Durante el confinamiento, la necesidad de luz y movimiento quedó relegada a capricho infantil y aún hoy, con todo abierto, muchos de los parques continúan cerrados. Ahora estamos en el duro momento de la vuelta a la escuela, sin previsiones ni planificación previa. Las Administraciones, centradas en la salud y la economía, dejaron la educación en un segundo plano y estamos pagando las consecuencias. La ausencia de verdaderas “clases burbuja” por las enormes ratios (al no dividir espacios ni contratar profesorado) hace que la infancia se vea sometida a unas normas estrictas de no contacto. Las niñas y los niños se relacionan a través del cuerpo: se abrazan, se achuchan, se empujan, se besan, se tocan. La necesidad de apego, que tanto se proclama para una parentalidad positiva, no debe quedarse solo en la crianza dentro de la familia, también es imprescindible en el resto de relaciones sociales de la infancia, en su vida diaria, porque a través del apego construyen su mundo de una forma sana y segura. Si se tuviese en cuenta su salud integral se crearían espacios reducidos donde pudieran actuar con normalidad. En lugar de eso, continúan los grupos numerosos y se les pide distancia social, mascarilla y ningún contacto.
El primer día de colegio mi hija abrazó inesperadamente a su maestra. Mi hijo de siete años se reencontró con sus amigos y amigas después de muchos meses e hicieron un círculo manteniendo distancias y con las mascarillas puestas. Su cuerpo estaba tenso y nervioso, no sabían cómo comportarse, cómo iniciar una conversación sin romper la distancia física que los separaba. Se promueve hacer actividades al aire libre, como la lectura en el patio, sin embargo, esto significa también distancia de dos metros y mascarilla. Entonces, sale una niña en televisión diciendo que la mascarilla no le deja respirar, pero que mejor eso que morirse. Y todo el público admira su madurez. Pero no hablan del miedo a que les estamos sometiendo y de la carga tan pesada que arrastran. Una compañera le preguntó a su hija qué mascarilla prefería para el colegio: la más fina o la más gorda. “La que más me proteja, mamá”.
Ahora es la misma infancia la que rechaza el contacto por miedo al contagio. Y no solo al suyo, ya hay menores que no quieren abrazar a sus abuelas y abuelos por si son culpables de que enfermen. En Andalucía, unos días antes de la vuelta al cole, se impuso la mascarilla obligatoria en tres, cuatro y cinco años para los espacios comunes. Una mascarilla en un patio de infantil significa estar llena de tierra, sucia, mojada, toqueteada porque molesta y da calor e incluso intercambiada. Pero lo más sorprendente fue escuchar a tantas madres y padres pidiendo a la profesora que sus hijos e hijas llevasen siempre puesta la mascarilla, incluso con tres años y dentro de clase, exigiendo además medidas de distanciamiento. Estamos proyectando nuestros miedos en la infancia, siendo incapaces de pensar en sus necesidades y en su visión del mundo (y de la pandemia). Por su puesto, el miedo es lícito y hay que respetarlo. Sobre todo cuando se tienen familiares de riesgo o se ha visto morir a otras personas. Sin embargo, debemos luchar para inventar y crear espacios seguros que estén pensados desde la infancia y no desde nuestra perspectiva. Además nos corresponde como sociedad a las personas adultas ser responsables de su seguridad y no, como se está haciendo, dejarla en manos de los propios niños y niñas a través de normas estrictas que contradicen la esencia de su niñez.
Muchos niños y niñas sienten que aquellas personas que antes les enseñaban se han convertido en una policía de los protocolos de seguridad, recordando constantemente las normas. Sin embargo, el profesorado también se siente atado ante muchas medidas que contradicen su ideal de enseñanza. Además, dar clase a un grupo con la cara cubierta impide ver sus reacciones, por lo que es difícil saber cómo están recibiendo la información y cómo se sienten. Una escuela sin
relaciones sociales no debería existir. Ni una escuela blindada, que deje a las familias y al entorno fuera. Hace tiempo que familias y profesionales de la educación están pidiendo un cambio en la escuela, que garantice sus procesos madurativos, que sea más libre, con más juego, más naturaleza, más creatividad. Y esto es incompatible con la promoción de la educación online, una modalidad totalmente impersonal, basada exclusivamente en el rendimiento académico, sin contacto social, sin movimiento físico y sin aire libre que, sin embargo, tiene unos enormes intereses económicos detrás (dispositivos, plataformas, app, etc). Las pantallas jamás deben sustituir a las personas, ya lo demostraron muchas niñas y niños cuando descubrieron que eso de las videollamadas era una estafa en las relaciones con sus seres queridos, en muchos casos (después de la novedad) llegando incluso a rechazarlas.
Las y los adolescentes también han sufrido consecuencias durante la pandemia y, sin embargo, nos encontramos cómo se les intenta culpar de ser los actuales vectores de contagio (antes era la infancia), porque salen en grupos y se mezclan. Aunque el confinamiento ha sido difícil, la realidad es que la mensajería instantánea, las redes sociales y los videojuegos en línea ya eran una parte importante de su manera de relacionarse antes de la pandemia, por lo tanto, la mayoría no han notado desconexión de sus amigos y amigas. Sin embargo, a quienes nos preocupa que las nuevas tecnologías sea el principal medio de comunicación, nos debería alegrar que el contacto personal se retome, que salgan a la calle, que se junten en sus casas, pues el grupo de iguales es lo más importante en esta etapa.
Preocupa también cuando las separaciones en clases burbuja se realizan como quien reparte un territorio sin tener en cuenta que lo que separan las fronteras son personas (que después no podrán tener contacto). Hay muchos casos de separación (con lo que supone en esas edades) de grupos de amistades. Los grupos burbuja son necesarios, pero no todas las personas se enfrentan de la misma forma al cambio, por lo tanto esas separaciones deberían haberse hecho con más cuidado y no tratando a estos y estas menores como simples números de una lista. Los y las adolescentes, que experimentan todo con mucha intensidad, también están recogiendo demasiada información sesgada de una forma continuada y muchos y muchas están desarrollando miedos y preocupaciones casi apocalípticas.
Las mujeres embarazadas son otro colectivo que está sufriendo enormemente las medidas de seguridad, y esto ha sido denunciado por profesionales y asociaciones como El Parto es Nuestro o PETRA Maternidades Feministas. Reducción de visitas de seguimiento del embarazo, ausencia de preparación al parto o formación sobre lactancia materna, falta de acompañamiento tras el parto, no dejar que estén acompañadas por su pareja (o por quien elijan) en las ecografías, tener que parir con mascarilla aunque para actividades como hacer deporte o consumir en un bar no haga falta, saltarse los protocolos sin justificación sanitaria, separaciones de madres y bebés, partos acelerados artificalmente, etc. La vida no empieza demasiado bien en tiempos de pandemia.
Así, nos inundan todos los días con información sobre coronavirus, nos mandan vídeos negacionistas o catastrofistas, conocemos el número de infectados y de muertos, nos protegemos al salir a la calle, evitamos reuniones y no vamos a los pocos actos culturales que hay, desinfectamos a menudo, aleccionamos a nuestras hijas e hijos y a nuestra madre y padre si son mayores.
Protegemos la salud física pero no protegemos la salud mental. No nos damos cuenta de cómo -si no paliamos pronto las consecuencias de estas medidas y esta situación se extiende en el tiempo- la nueva normalidad supondrá un genocidio emocional.