Jenisjoplin

Jenisjoplin

Extracto de 'Jenisjoplin', la novela de la escritora y bertsolari Uxue Alberdi, que edita ahora consonni en castellano. Descubrimos así una apasionante crónica de distintas décadas del País Vasco a través de los ojos de Nagore, esta joven activista de izquierdas.

04/11/2020

Portada del libro ‘Jenisjoplin’, de Uxue Alberdi.

 

Lee la entrevista en euskera a Uxue Alberdi, autora del libro Jenisjoplin, editado en castellano por consoni.

La lucha armada atravesó nuestras infancias y adolescencias con la naturalidad del viento. Resultaba imposible distinguir entre inocencia y violencia: éramos niños que nada más aprender a juntar las primeras letras habían leído en voz alta las pintadas que denunciaban torturas; a los que reñían por traer a la punta de la lengua lo que saltaba a la vista. Me explicaron lo que era un coche bomba en el patio de la escuela; en el mismo patio donde a mi tía le habían revelado lo que era un chute. Imaginar que una persona pudiera matar a otra produjo en mí una herida iniciática, cubierta por una gruesa costra, por culpa de la incesante violencia cercana y lejana.

Convivían en mí la vergüenza de ser medio maqueta y el orgullo de ser de izquierdas; el odio hacia la policía en un principio intuitivo y posteriormente justificado de manera inevitable; el día que escribí “GORA ETA (m)” en la cubierta roja del libro de historia; la necesidad de saber qué quería decir la m entre paréntesis y el temor a preguntárselo a alguien; la chica que lloraba en el parque, la que gritaba que ETA había asesinado a su tío; las conversaciones con Peru; las pegatas clandestinas; el día que empezamos a denominar los atentados como acciones; alguien debe apretar el gatillo… eta, eta, eta, eta!; el olor a sudor compartido, el sentimiento de grupo; el amor indulgente hacia los amigos maquetos; el día antes y el día después de que mataran a Miguel Ángel Blanco; la desconfianza hacia los abertzales de pura cepa y la lástima y la vergüenza ajena por los españolistas de izquierdas; la repetida sensación de ridículo al cantar el Eusko gudariak gara al final de las manifestaciones.

El ambiente de crispación de las décadas de los ochenta y los noventa se ajustaba por completo a mi estructura emocional: la sed de justicia, la predisposición a la violencia, la actitud contra toda autoridad, la rabia rebosante, la defensa del territorio a vida o muerte, la necesidad de vengar a los antepasados… La valentía se elogiaba socialmente, y el hecho de sentirme interpelada directa y personalmente por el conflicto era tan natural en mi caso que la sintonía entre las pulsiones internas y externas me creaba una sensación de normalidad casi familiar.

“Todos debemos dar algo para que unos pocos no tengan que darlo todo”. En la juventud, la frase me parecía el ejemplo más claro de la evidencia. Aun ahora, a pesar de que identificaba en la gente que me rodeaba las ganas de justificar el sobresfuerzo del sector más duro y, aunque fuera con retraso, la voluntad de cobrarlo, aun cuando vislumbraba las garras de la estrategia de la hiperculpabilidad, sentada en la silla plegable de la perfumería, me pedía cuentas a mí misma. La culpa era también parte de mi estructura emocional.

Acababa de desaparecer uno de los ejes que dividía nuestro mundo. Atrás quedaban la tensión y la seguridad de tener que posicionarse o ser posicionada inevitablemente. El tragar saliva. La adrenalina de la enemistad. La cuna del compañerismo. En la garganta, los GORA ETA silenciados me escocían tanto como los vociferados. La conciencia del sufrimiento era amplia, larga y poliédrica. La época de la reconstrucción de las identidades había comenzado a las siete de la tarde. Las imágenes del pueblo, de uno mismo o del vecino, que habían quedado difuminadas, empezarían ahora a concretarse; sería un proceso que se produciría de forma individual, de dos en dos, de tres en tres o en grandes grupos. En busca de una nueva verdad. En busca de mentiras actualizadas que se adaptaran a la razón y a la moral de los nuevos tiempos. Habría que regular el diccionario, las miradas y las actitudes. Ajustaríamos con el resto las opiniones reforzadas o abortadas durante décadas, ese movimiento había empezado ya dentro de mí. Identifiqué un atisbo de tristeza: no era nostalgia, sino duelo. Y dudé: ¿el sentimiento de orfandad sería más profundo entre los simpatizantes de ETA que entre sus contrarios? No estaba segura.

Al levantarme, la mirada se me nubló. Era el mareo por la pérdida del eje, el reblandecimiento de la identidad. Perder músculo. Esclerosis. Me sentí envejecida y sola: parte de la historia. Ligada a hechos, cansancios, dolores y miedos antiguos. Por primera vez en mi vida, me sentí al margen de las generaciones posteriores. Pertenecía a la última de las generaciones a las que ETA, la sigla que acababa de acotarse en aquel preciso momento, había atravesado todas las capas de la conciencia.

Pronto comenzó la cadena de reacciones: las variaciones del “hace mucho que era demasiado tarde”. Voces masculinas demasiado seguras de sí mismas que se comunicaban con frases preparadas de antemano. La pulsión masculina a favor de la rendición femenina llenó las ondas. Violencias contra la violencia. Arrepentimientos afeminados, rencores viriles.

¿Hasta qué punto tiene derecho a defender su territorio? ¿Con qué medios, hasta cuándo?

Los ritmos marcados por ETA, la densidad del aire, los ciclos y las pausas: las sístoles-diástoles de las emociones colectivas dirigidas por ETA quedaron en silencio. El cuerpo estaba aún caliente. Alrededor, sus viudos y viudas, sus enemistades y amistades, sus sucesores, plañideros y buitres. La alegría no era limpia. La tristeza estaba sucia.

¿Cuándo se debe dejar de luchar?

Afuera estaba oscuro.

¿Quién está seguro del instante adecuado?

De camino a casa, un rezo silencioso, agnóstico.

Una mañana de la primavera siguiente, mientras desayunaba, alguien empezó a aporrear la puerta. Dejé lo que estaba comiendo sobre la mesa y de modo reflejo examiné por un momento las posibilidades de huir. Tras una parálisis de un par de segundos, una especie de irritación escéptica se apoderó de mí: ¿por qué carajo iban a detenerme? Con firmeza, me preparé para abrir la puerta.

Mi padre entró como un perro rabioso. Después de estar pegando patadas y puñetazos contra la puerta, se paró en seco en el pasillo, con los ojos rojos de cólera. Apoyó las manos en los muslos.

—Tú, tú, tú… —parecía que la ira no le dejaba avanzar.
—¿Qué pasa? —¿Hace cuánto que no vas a los controles?
—¿Has estado vigilándome?
—¿A qué hostias juegas? Hace más de un año que no apareces por el hospital.
—No me lo puedo creer. Di media vuelta, pero me detuvo agarrándome de la camiseta.
—No sé por qué me sorprendo —le dije enfurecida—. Me has espiado. Muy elegante, ¡sí señor!
—No te vayas por las ramas.
—¿Y dónde queda el derecho a la intimidad de los pacientes? ¿Quién te crees que eres?
Me soltó.
—Tu padre, y una cosa te voy a decir: si no vas a ir a los controles, olvídate de mí.
—Lo que tú digas.
Estaba tan fuera de sí que por un instante creí que me iba a pegar.
—¡Dame un motivo! ¡Un puto motivo! ¿Por qué coño no vas?
Me dirigí a la sala por el pasillo y de ahí a la cocina. Le hablé de manera tan sosegada como pude:
—Soy disidente.

Era la primera vez que me definía a mí misma como tal. Aita me siguió por detrás. Le salió una risa chirriante, histérica. Casi encima de mí, su barbilla contra mi parietal, me preguntó con desprecio:
—¿Disidente? ¿Disidente de qué? No le contesté.
—¿Tú sabes cuánta gente muere por no tener acceso al tratamiento antirretroviral? ¿Vas a empezar a dar leccioncitas desde tu posición de europea privilegiada, pija y mimada?

Posé la palma de mi mano en su pecho y, sin hacer apenas fuerza, lo aparté de mí. Las palabras temblaban al salir:
—Respeta mi espacio.

Me causó pánico pedirle a mi padre lo que nunca jamás le había pedido.

Y pasó lo que más miedo me daba: se quedó en silencio. Respiró hondo, se giró y sin amenazas ni portazos, desapareció.

Nagore Vargas o Jenisjoplin, que es como la llama su padre, nace en un pueblo industrial vasco en los ochenta, y a sus 28 años se ha curtido a base de encarar condiciones adversas. Está acostumbrada a luchar con pasión contra la autoridad, impulsada por desafíos y pulsiones internas. Siempre amando con prisas, llamando al peligro, dispuesta a todo. Cuando llega a Bilbao, se encuentra con una ciudad en conflicto, con revoluciones con las que comprometerse y un contexto en el que cada cual aviva su rabia en nombre de la clase, la patria y el sexo. Hasta que descubre que es seropositiva y tiene sida. Ha vivido sintiéndose inmune y deberá no solo negociar consigo misma, sino también con el mundo, para determinar dónde empieza y dónde termina la lucha y entender el placer desde su vulnerabilidad. Ganadora del Premio 111 Akademia 2017, Jenisjoplin recibió una cálida acogida por parte del público lector y de las librerías y cosechó muy buenas críticas tras su publicación en euskera.
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