La olla del Pumarejo: “Urge amar con un plato de lentejas”
Este proyecto, impulsado por mujeres supervivientes de Sevilla, busca acompañar a otras en los procesos de sanación de violencias machistas, no sólo en el ámbito de la pareja, sino en la violencia como estructura. Su apuesta es un feminismo de barrio, comunitario e interseccional.
Comer y comunidad comparten el prefijo com-(juntas). El término “comer”, en su origen latino, fue concebido como un acto que se comparte con otras personas. Que se hace junto a otras y con otras. El comedor social de la Plaza del Pumarejo (Sevilla) tiene clara esta acepción de compartir, pero desde la significación que ha dado el bagaje y la experiencia de quienes lo hacen posible: Mujeres supervivientes de violencia machista -en su mayoría migrantes- que forman el colectivo del mismo nombre y que amplían los lazos a todo el barrio como eje estructural para habitar una vida libre de violencias.
“¡Mi barrio es mi trinchera!”. Así decía una pancarta sostenida por quienes forman parte de este espacio comedor, que antes se llevaba a cabo al interior de la Casa Palacio, calificada de Bien de Interés Cultural, pero que ahora, por cuestiones de la Covid-19, se desarrolla cada miércoles en plena calle.
“¡El barrio nos rebanca!”
Mujeres supervivientes es una entidad de largo recorrido en Sevilla fundada por personas tan queridas en el barrio como la historiadora mexicana Antonia Ávalos. Ella, junto con otras supervivientes de violencia de género, hacen un trabajo inmenso de acompañamiento a mujeres que se encuentran en las situaciones que ellas mismas vivieron. Sin esta experiencia compartida no se podrían entender ni el modelo de intervención ni la filosofía sostén comunitario de la entidad. Perspectiva integral y humana, generación de red y un constante poner el cuerpo son parte de su forma de estar en el mundo. El comedor del Pumarejo lo llevan a cabo mujeres supervivientes con años de experiencia que se organizaron para acompañar a otras mujeres en los procesos tanto de violencia ejercida dentro de la pareja como en la estructural. Su enfoque es interseccional y su mirada está fuertemente atravesada por sus propias experiencias migratorias y por la violencia institucional que se ejerce desde leyes como la de extranjería. Su concepto de supervivencia es amplio y no se reduce a la violencia de género dentro de una relación sexo afectiva. El comedor es también una de las patas indispensables de esa realidad que, no solo persiguen, sino que generan. Además del asesoramiento y del comedor, un proyecto de huerto ecológico y talleres de apoyo son parte de sus acciones.
2012, fecha de mucha incertidumbre vital, fue el año en que el comedor social echó a andar. “Estaba la crisis económica muy fuerte y también por eso surge el comedor. No teníamos para comer y entonces una llevó un puñadito de lentejas, otra de arroz, otra los culitos de aceite de oliva… Y empezamos a hacer nuestras ollas comunitarias como se hace en Latinoamérica”, recuerda Ávalos.
En un espacio de la Plaza Nueva se reunieron. Y decidieron cubrir las necesidades no desde el “sálvese quien pueda”, sino desde la apuesta comunitaria: “Creo que tiene que ver con esto de que somos migrantes y entendíamos la violencia no solo de pareja sino la violencia estructural. Imagínate cómo vamos a los servicios sociales, a los servicios públicos o a los sanitarios. El comedor siempre tuvo esa vocación pero se ha desarrollado como un espacio de cuidados, de encuentros, de activismo comunitario. También de cambio de roles. Procuramos que los hombres vayan a cocinar, a limpiar, a desmontar también ahí sus privilegios”, cuenta Ávalos.
Hoy el comedor reúne a unas 120 personas cada miércoles. Antes de la Covid-19, el acto político de comer en conjunto se hacía tres días por semana y dentro de la Casa del Pumarejo. Ahora, solo es posible abrir una vez a la semana y haciendo reparto en la calle. Sin embargo, el interior de la casa sigue estando abierto para apoyar cualquier proceso o gestión, como ha sido habitual en la organización.
La iniciativa es totalmente autogestionada y se lleva a cabo bajo las posibilidades del momento. Eso sí, la argentina Marcela Hernán, acompañante terapéutica y una de las personas que hacen el comedor posible, afirma que el barrio ayuda: “La verdad es que tenemos apoyo de gente bonita. Un día trajeron doce cajones de calabacines orgánicos. No sabés lo que fue… Tenemos ese tipo de donaciones. El otro día vino una señora, puso una camioneta… Gente bonita que, más que te cree, te ve”.
El equipo de cocina, limpieza y reparto varía cada semana. Se respetan los tiempos y las circunstancias, pero no parecen faltar manos, más limitadas -eso sí- con las situaciones de pandemia. El menú se establece en función de lo que se tenga, se consiga o se haya donado, pero siempre se procura que sea una comida que nutra.
Los martes se reúnen en la Casa Pumarejo para pelar y dejar listo todo lo que sea viable ese día. El miércoles todo a fogones, primero, y luego se establece el reparto en tuppers y a la fila de personas que aguardan fuera.
La andaluza Marisa Delgado es otra de las componentes del equipo. Reticente de participar en otros espacios activistas, se decidió por el comedor, entre otras cuestiones, por su forma de entender el trabajo equipo: “Cuando fui hace ya más de un año me llamó mucho la atención la organización, el reparto del trabajo, el hecho de que entre mucha gente se hicieran muchas cosas. En las organizaciones políticas o sindicales son dos o tres quienes van moviendo todo y esto te deja muy poco margen de participación. Aquí la carga de trabajo es más repartida y es verdad que la organización es diferente. A mí me enamoró la diversidad. Hay gente de lugares muy diferentes, de profesiones muy diferentes, de edades muy diferentes. Es el espacio más diverso que yo he conocido en Sevilla. Esa mezcla es supernutritiva para todo el mundo”.
La disposición del espacio en plaza de Sevilla, emblema de la lucha social en la capital andaluza, se caracteriza por poner una mesa en la puerta del edificio a la que se le ha sumado una mampara. A todo el mundo se le pide cumplir las medidas de seguridad y hacer uso del hidrogel. Se intenta, según Delgado, entregar una cantidad suficientemente de comida como para cubrir almuerzo y cena.
“Todo circula, no queda nada en el comedor. Todo lo que llega sale y confiamos en eso. Yo confío en eso totalmente. A veces no te digo que no me da la angustia cuando veo la fila esa y digo ‘¡Dios mío! ¿alcanza esto?, ¿no alcanza?, ¿qué hacemos…?’. Me pasa, claro que me pasa. Y hemos llorando, ¿eh? Pero alcanza. Nadie se queda sin comer y eso es reimportante”, cuenta Marcela Hernán. “¡El barrio nos rebanca! -sigue- el barrio nos quiere. ¿Cómo no va a querer al comedor?”.
Mamparas transparentes para mirar a los ojos
En Sevilla coexisten diferentes comedores. La mayoría están gestionadas por organizaciones católicas y tienen un corte bastante asistencialista. Marcela Hernán cuenta lo qué les ocurrió cuando adquirieron la primera mampara que se les exigía como medida preventiva para la olla comunitaria del Pumarejo, algo que describe muy bien su modus operandi: “Compramos una mampara y no se veía al otro lado y dijimos ‘¡No! ¿Viste?’. E invertimos en una transparente que nos salió nuestro buen dinerito. Pero es muy importante verle la cara a la persona con quien estás compartiendo la comida, que es de todo el mundo”.
Mirar a los ojos y saber de las personas que vienen a compartir el espacio también es fundamental. Para Antonia Ávalos esto es una manera de estar atenta al ejercicio de poder: “No son ellos los pobrecitos a los que nosotras salvamos. Cocinamos también para nosotras, compartiendo con la gente del barrio, con las gente sin hogar, con las chicas y los chicos jóvenes de las casas okupas, las feministas… Somos una trinchera de no dejar de hablar, de mirarnos… Es estar atenta a toda esta biopolítica, al control de los cuerpos a través del miedo al contagio y también al control político que nos lleva a no reunirnos, a no reivindicar derechos. La política de la criminalización de los besos y de los abrazos. Los abrimos porque no solo nos alimentamos de lentejas y de gazpacho también de abrazos y de ternura”.
Mujeres Supervivientes no van al barrio porque ellas son de barrio y se reconocen en esa identidad. Marisa Delgado considera transversal a esta forma de hacer el quiénes la hacen posible. Gente que ha asistido a otros comedores o que ha acudido a los servicios sociales. “Nosotras no usamos la palabra usuaria”, comenta. “Quienes hemos pasado por los servicios sociales sabemos que son un mal rato y un maltrato. Todas hemos estado en esas situaciones y hoy muchas estamos en situación de pobreza o precariedad. Compañeras sin papeles, sin trabajo, cobrando miseria o con trabajos de mierda. Eso marca la diferencia del comedor. No es un comedor al uso y la gente lo dice. La comida está mucho más rica. La que damos para la calle nos la comemos también nosotras. La misma comida para todo el mundo y se hace con mucho amor para todo el mundo. Cuando estás en esas circunstancias, estos gestos te salvan la vida”, narra.
Asimismo, rescatan la importancia de que no establecer condiciones para acercarse al espacio. De no exigir ningún papel. Se trata de una diferencia estructural y rompe la mezquindad de la desconfianza por sistema que fomentan las instituciones.
La metodología de la olla
Además de la experiencia en primera persona de las mujeres que ponen en marcha el espacio del comedor, detrás de su pensamiento-acción hay toda una metodología feminista encaminada a romper con las formas hegemónicas de hacer activismo. Consideran que, además de machistas, estas maneras no tienen en cuenta la interseccionalidad y las circunstancias particulares de todas las mujeres. Ni siquiera en espacios feministas han encontrado esta contención.
Mujeres supervivientes se reconoce en un feminismo que sienta sus bases en la larga historia política de Abya Yala. Concretamente, en la presencia de las ollas populares como estrategia de resiliencia colectiva donde las mujeres desempeñan un papel protagonista.
“La olla popular en mi país es una institución”, explica Hernán. “En Argentina es un emblema de resistencia total. No es poner el plato, que también, obvio, sino resistir juntos. Aparte de lo real del alimento concreto, te alimenta el alma. Tiene una jerarquía social para mí muy contundente. ¡Aguanten las ollas populares!”.
Todas destacan la importancia de reconocer las propias limitaciones y huir de heroicidades, de hacer lo que se puede, de no buscar la perfección, de proyectar mientras se hace, de cuidar primero dentro antes de establecer una agenda hacia fuera, de no dar lugar a feministómetros y saberse reconocidas en sus orígenes y formas de caminar. Como explica Marcela Hernán, evocan la magia de permanecer juntas: “La otra me enriquece y, si me confronta, me enriquece más. Somos hiperdiversas. Es buenísimo porque no nos define algo en concreto. Nos reímos a veces con eso: negras, putas, gordas, latinas, lesbianas… Un show”.
“Hay espacios que revientan a la gente, reconocer mi debilidad me hace fuerte”, subraya Marisa Delgado. Para Antonia Ávalos, la revolución no es algo que se reproduce desde modelos importados de activismos que reconoce como hegemónicos: “Nosotras estamos. Ponemos el cuerpo, los afectos y la creatividad. Eso rompe con inercias y con formas de percibir el activismo. Rompe con dinámicas de muchos años y realmente no es que nosotras seamos tan revolucionarias. Es que el hambre y la necesidad nos hace ser revolucionarias”.
“Urge amar con un plato de lentejas”, cierra.
Otras ollas que salvan vidas: