‘The Undoing’: ¿Por qué ya sabemos quién es el asesino?

‘The Undoing’: ¿Por qué ya sabemos quién es el asesino?

No se trata de llegar primera a la meta, sino de poner a prueba, aún a riesgo de equivocarnos, nuestro olfato para detectar depredadores y, a la vez, bucear por los subterráneos narrativos que demuestran la riqueza creativa que se esconde tras esta gran serie.

Fotograma de la serie ‘The Undoing’.

Nunca había cobrado tanto sentido la periodicidad semanal impuesta por HBO. Con The Undoing se ha hecho la luz. La espera hasta un nuevo episodio aporta al buen suspense el placer voluptuoso de regodearnos en sus profundidades que, este caso, no solo son psicológicas y sociológicas, sino argumentales, narrativas y hasta léxicas. La maquinaria de esta magnífica serie dirigida por Susanne Bier se despliega al completo, tanto para engañarnos, en el sentido de provocar la intriga y que su final nos provoque un mayor impacto, como para indicarnos subrepticiamente la diana correcta de nuestras pesquisas.

Toda investigación debe partir de una hipótesis y la nuestra es que el asesino de la desdichada Elena Valdés es el marido de Grace, Jonathan Fraser. Y os voy a contar cuáles son las razones:

1. Durante la primera parte de la serie, los argumentos sobre la culpabilidad del doctor Fraser son demasiado explícitos: su relación íntima con la víctima, su desaparición tras el asesinato, su motivación, las pruebas que existen en su contra, los argumentos de todos los que lo conocen, como su mejor amigo o su suegro (todos a los que Grace no quiere escuchar) y de los expertos como su propia y brillante abogada o la policía, indican en la misma dirección. La debilidad de partida del encausado es notoria además por la agresiva fiscal encargada del caso, la opinión pública en contra y la mediocridad señalada del abogado de oficio que lleva su caso. Todos los ingredientes en su contra están tan meticulosamente dispuestos, que el efecto provocado es precisamente el contrario: generar un estado de laxitud en el público paralelo al letargo que sufre su protagonista, empeñada en defender como sea su confortable burbuja. Un estado que adormece nuestras defensas y permite acercarnos a nuestro sospechoso hasta puntos hilarantes pasando por encima de todas la evidencias, cuando no, incluso, identificarnos con él y compadecerlo. Es decir, la trama nos lleva al lugar propicio para que al final suframos con una mayor intensidad la experiencia del engaño atroz que es capaz de perpetrar un psicópata narcisista modélico.

2. El modelo masculino y de pareja en el que ha crecido la protagonista, evidenciado por la declaración de su padre en el episodio 4, establece una estructura engañosa que la incapacita para distinguir la realidad en lo que respecta a su marido, por muy buena profesional del psicoanálisis que sea. Una idea que nos advierte de lo intrincado y nebuloso que puede llegar a ser la identificación de este tipo de personas en el mundo real, cuando el contexto en el que hemos nacido es parte del problema.

3. Las similitudes de Franklin Renner, el padre de Grace, y Jonathan Fraser no se remiten solo a la infidelidad conyugal mantenida durante años y en parte consentida de una y otra manera por sus esposas. El guión destaca una repetición nada inocente al poner en boca de los dos hombres adultos más importantes de Grace la expresión “es un gilipollas” para referirse a distintas figuras de autoridad de su hijo Henri, cuando actúan como tal. Seguramente se os ha pasado por alto, nos caen bien cuando hablan así de un jefe, es parte de su encanto. Pero esta petulancia es un indicador claro de la incapacidad de los depredadores para asumir límites: negar el poder de cualquier agente que no pueden controlar, sin cuestionar en ningún momento que existan razones reales para establecer esos límites y aún cuando esta prepotencia opera en contra de la educación de sus propios vástagos.

4. Los diagnósticos que Grace da a sus pacientes en el primer capítulo recibieron un énfasis narrativo innegable aunque la protagonista sea tan incapaz de aplicárselos a sí misma, como nosotras de recordarlos a estas alturas de la serie. A la Rebeca Hitchcockriana [referencia al complejo Rebeca, la mujer que atrae la desgracia por dejarse llevar por su deseo], como si de una alter ego se tratara, le recuerda que, a pesar de ser una mujer selectiva y cuidadosa en grado sumo, en lo que concierne a la pareja no pone filtro alguno, hasta el punto de impedirle “ver lo que tiene delante”. Al paciente 2 le descubre que su infidelidad no se debe al deseo sino a la necesidad de saltarse los límites: de nuevo referencia al síntoma de la perversión narcisista de su marido. Estos dos mensajes, además, familiarizan al público con la reacción propia de quien es confrontado con una realidad inconsciente y que volveremos a ver más tarde en la propia Grace: negar la mayor.

5. La determinación de un psicópata es tan absoluta que no duda en demandar apoyos que ni siquiera un inocente se hubiera atrevido a pedir nunca: sin escrúpulo alguno, acude a su mujer para pedirle ayuda; se mete en el hospital para verla pasando por encima del poderoso Franklin, crispado e indefenso ahora ante su osadía; se mete con igual desvergüenza en el domicilio del marido de su víctima defendiendo su inocencia. Lo hace con tal ligereza que nos convence y ahí de nuevo el gran poder de seducción de este tipo de especímenes. Una persona así podría ser capaz de darnos por culo a traición y que le diéramos las gracias.

6. Luego hay todo tipo de elementos estéticos que ayudan a ilustrar lo que la cineasta quiere contarnos. Detalles visuales la mayoría, repetitivos, claros avisos que están dando toques subliminales a nuestro cerebro desde el mismo momento que comienza la historia para acabar demostrando que no los hemos querido ver a pesar de que estaban ahí desde el principio. Los planos fijos al número 8 de la casa de los Fraser, signo fatídico que solo puede indicar la guarida del maléfico en cuanto que el crimen se ha producido en otro lugar.

El vestuario siniestro que gasta Grace en todo momento, como el de una trágica heroína decimonónica: terciopelos color sangre o verde, tonos granates, violetas y púrpuras. Podemos constatar que no se trata de meros apoyos estilísticos, cuando el paso de Grace por la calle coincide en múltiples ocasiones con letreros comerciales del mismo color que potencian su visibilidad. Su atuendo, unido a la pesada decoración de la vivienda, más propia de una mansión de misterio que de una vivienda coetánea de Manhattan, nos enmarcan a una protagonista sobre la que se cierne la desgracia, que no tiene nada que envidiar a las mujeres caídas de siglos atrás, atrapadas en sus circunstancias. Todas estas señales nos alertan de que, a pesar de la embaucadora red que su marido irá tejiendo sobre ella en los próximos capítulos, es víctima de las circunstancias.

Y, por último, una imagen impresionante del episodio 1×1 que tiene lugar en la escena previa al suceso espeluznante cuya autoría nos tiene en vilo. Grace sola mirando a través de la ventana en la fiesta del colegio: el recurrido símbolo iconográfico de la mujer tras la ventana, ante una barrera que la separa de la realidad, pasiva y no ejecutora de ella. La cámara se va alejando hasta observarla diminuta y débil dentro del colosal edificio inclinado como un gran buque hundiéndose. Sonido de profundidades submarinas. Una sirena grita.

 


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