Faldas para papá
"A muchas de mis amigas les apena ver a sus hijos pedir que les corten el pelo, o ver cómo dejan de llevar prendas y colores que les gustan solamente porque en el cole el pelo largo, las faldas y el rosa no son aceptados si los llevan los chicos", escribe la autora.
En las familias que tengo alrededor, es muy habitual dejar que las criaturas se expresen libremente. Son hogares donde se respeta y se escucha, y es común ver a personas de dos o tres años experimentando con la expresión de género. Pero, así como las niñas suelen tener la suerte de poder vestirse como quieran sin mayores dificultades, por lo menos hasta la pubertad, con los niños es otro cantar. A pesar de que en casa no se censure que elijan la ropa que quieran, la mayoría no siguen experimentando con la ropa después de los cuatro o cinco años. Es lo que tardan en sucumbir a la presión de sus compañeros e, incluso a veces, de los adultos de más allá del núcleo familiar, que dejan muy claro lo que es de niños y lo que es de niñas.
Cuando empiezan a saber expresar lo que quieren y se respetan sus gustos, la sensación de libertad es contagiosa. La pescadera confunde al niño que va con coletas con una niña, pero no importa. El tío insiste regalándole pistolas cuando al niño le gustan las muñecas, pero da lo mismo. Él elije y sus padres lo respetan, y sienten que le están haciendo lugar para crecer siendo él mismo.
Pero esa época dura poco. A muchas de mis amigas les apena ver a sus hijos pedir que les corten el pelo, o ver cómo dejan de llevar prendas y colores que les gustan solamente porque en el cole el pelo largo, las faldas y el rosa no son aceptados si los llevan los chicos. Algunas se sienten hasta decepcionadas al ver que, a pesar de todo el apoyo que reciben en casa, sus hijos se van “normalizando” cada vez más, y pronto no queda ni rastro de nada que no sea normativamente masculino en su aspecto. Como mucho, conservan en la intimidad como disfraces lo que antes era su ropa preferida. Empieza entonces el trabajo de insistirles en casa: no tiene nada malo vestirse distinto a los demás, los colores no son de niño ni de niña, si te apetece llevar falda, hazlo.
Pero, queriendo darles a los niños la libertad que deseamos que tengan, ¿no les estamos pidiendo una seguridad y una autoestima que pocos adultos exhiben? ¿Hasta qué punto los adultos que dan esos sabios consejos a las criaturas se los aplican a sí mismos? ¿A cuántos hombres tienen cerca que no tengan una expresión de género normativa?
En muchas casas los niños pueden ponerse faldas porque tienen hermanas, no porque sea una prenda que se les ofrece a ellos. O sea, se las “permitimos” si muestran interés, pero no son la primera opción. Y en algunos casos es algo que se permite dentro de casa, pero no fuera. Por miedo a la violencia que podrían sufrir, o porque nos remueve algo muy adentro, les hacemos saber que los chicos no llevan falda en la calle, “aunque no tiene nada de malo que te la pongas en casa”, añadimos. Pero, si no tiene nada de malo, ¿por qué no usarla en la calle? Y ¿por qué nunca la llevan papá o el abuelo?
El discurso a favor de una expresión de género más libre debe ir acompañado de ejemplo. Como en todo, se educa más con lo que se hace que con lo que se dice. Decir a las criaturas que pueden vestirse como quieran mientras los adultos seguimos todas las normas de lo que es socialmente aceptable es hacer trampa: es pedirles que creen el espacio de la libertad que nos gustaría que existiera, pero sin exponernos nosotros a transgredir las normas.
Si de verdad queremos que se expresen libremente, hay que ofrecerles opciones posibles no solo como pioneros, sino también como seguidores. Si a papá no le gusta el rosa, lleva el pelo corto, nunca se pinta las uñas y no se pondría una falda más que por carnaval, ¿qué otros modelos puedo enseñarle a mi hijo? ¿Qué hombres tengo cerca que no vayan vestidos con el uniforme de lo considerado masculino? ¿Qué estrellas de cine? ¿Qué futbolistas?
Mientras todos los adultos que tienen como referentes (en su vida diaria o en las pantallas) sean normativos, pedirles a los niños que conserven la curiosidad por experimentar más allá de sus primeros años es poco realista. Aprenden pronto que vestidos de azul reciben menos insultos, menos miradas de desaprobación, menos comentarios jocosos. Ellos sucumben y el mundo continua estrecho, binario, dividido.
Me gusta imaginar un presente (porque vete tú a saber si va a existir futuro) donde, en el parque, se vea de todo. El padre de María con falda, la madre de Ilham compartiendo laca de uñas con el tío de Paquito. El abuelo de los gemelos con diadema de mariposas, y el jardinero que poda los setos con sombra de ojos turquesa. Porque, para que todos los niños puedan vestirse como quieran, antes tiene que llegar el día en que algunos padres se pongan falda de vez en cuando. Y anda que no sería bonito.