La violencia contra las madres es violencia machista

La violencia contra las madres es violencia machista

Las mujeres sufrimos violencias en prácticamente todos los ámbitos de nuestra vida, escribe la autora, que se centra en este texto en el caso de las violencias que sufren las madres.

09/12/2020

Fotograma del documental web ‘Parir en el siglo XXI’.

El pasado 25N, a pesar de las inclemencias de la pandemia, casi todos los colectivos feministas han desarrollado acciones y leído manifiestos que visibilizan la violencia machista, demandando derechos para exterminar este problema. Sin embargo, ¿puede la violencia de género, igual que otros temas del feminismo, institucionalizarse? ¿Está el 25N siendo utilizado por las instituciones, a través de asociaciones feministas hegemónicas y de los mismos partidos políticos, como una parte más de su agenda, pero sin contenido crítico? ¿Se está convirtiendo en un acto institucional más? Nos encontramos cómo, a través de algunos Consejos de la Mujer (u organismos similares), se realizan campañas con mensajes bastante suaves y que varían poco a lo largo de los años. Las pocas y extrañas excepciones, como la campaña del Ayuntamiento de Córdoba de este año “De mayor no quiero ser como mi padre”, son retiradas inmediatamente con absoluto consenso de todos los partidos, por si acaso violentaran a la sociedad. Prefieren usar eslóganes del tipo “la vacuna contra la violencia de género la tienes tú” (en varios municipios), para aunar coronavirus y violencia machista, todo un alarde de creatividad. Además del marketing, estos mensajes suelen centrarse en los aspectos más trágicos y a la vez visuales de la violencia machista: la violencia física. Una violencia cuya erradicación está ampliamente consensuada por la sociedad, aunque existan partidos y colectivos fascistas que siguen negando su carácter de género. Por supuesto, a las mujeres nos siguen matando. Las estadísticas así lo demuestran, desde 2010 han sido 1.126 mujeres asesinadas en España (feminicidio.net), que deberían haberse evitado a través de leyes que realmente nos protejan y una educación feminista desde la base. Sin embargo, cuando entramos en otro tipo de violencias hacia las mujeres, encontramos un menor consenso. Sabemos que el patriarcado tiene muchas patas y se adentra en todos los resquicios de nuestra cultura y de nuestra sociedad, por lo tanto, las mujeres sufrimos violencias en prácticamente todos los ámbitos de nuestra vida.

Asociaciones como PETRA Maternidades Feministas y otros colectivos de madres están llevando su voz y experiencia sobre diversos tipos de violencias que sufrimos las mujeres por nuestra maternidad. Sin embargo, al intentar ponerlas en común y crear manifiestos conjuntos, nos encontramos en ocasiones con un muro frente a algunas coordinadoras feministas, otros colectivos feministas (generalmente del feminismo no autónomo) y, por supuesto, frente a las instituciones. Nuestras violencias no siempre son reconocidas.

En la lucha por unas maternidades feministas somos conscientes de que, a lo largo de la historia, la maternidad quedó secuestrada (Sau, 1995), dando lugar a maternidades patriarcales. De esta forma, una madre patriarcal asumía su rol dentro de la familia y de la sociedad y, por lo tanto, las violencias que se generaban eran consideradas parte de ese papel que les había tocado vivir como madres. A pesar de que las feministas radicales de los 70 impulsaron el famoso lema “lo personal es político”, este lema no hacía referencia a que las madres pudiéramos ser sujeto político, más bien se tendió a abandonar la maternidad para poder jugar al mismo nivel que los hombres (y que algunas mujeres de clase media/alta sin cargas familiares) en la arena política. Por lo tanto, la mayoría del activismo político feminista se ha centrado en una crítica a la institución de la maternidad (Rich, 1976 ), cuya deconstrucción ha ido unida a la desaparición de la madre, más que a su conversión en sujeto de derechos. No es de extrañar, por lo tanto, que, en este trajín, las violencias ejercidas sobre las madres hayan quedado ocultas y que ni siquiera muchas de las activistas actuales -aun habiendo sido madres- las reconozcan. Tenemos que tener en cuenta que al mandato de la maternidad de una generación, se le sumó el mandato capitalista de otra, obligando a muchas mujeres a elegir entre empleo o crianza. Por supuesto, para la mayoría de feministas, la elección era evidente: aquella que las sacaría de la institución del hogar. Así, la maternidad se sigue considerando un asunto privado y, por este motivo, cuando colectivos de madres mencionan la existencia de violencias específicas hacia ellas, algunas activistas no las incluyen dentro del carácter estructural de la violencia machista, sino como parte de nuestra vida personal, un capricho, que además, elegimos libremente. Apelar a la libertad de elección culpabiliza y revictimiza a las madres, así “las relaciones patriarcales entre hombre y mujer, un entorno social hostil hacia la infancia, la incompatibilidad de un empleo remunerado con la maternidad, el utilitarismo y el materialismo despiadados de la sociedad moderna, la obsesión por el crecimiento de la sociedad, quedan absueltos de toda responsabilidad” (Shiva, 1997: 262). Incluso aunque la decisión de ser o no madre pudiera ser libre, en el “cómo serlo” comienzan a surgir todas las violencias.

Desde que nos quedamos embarazadas se ejerce control sobre nuestro cuerpo, debemos ser incubadoras perfectas. Para el sistema sanitario, el centro de atención ya no son las mujeres, sino el producto fetal (Shiva, 1997). Pero no se trata de defender la libertad de la madre obviando el bienestar del bebé. Desde el momento en que la madre ha decidido continuar con su embarazo, es responsable de su criatura como parte de la díada. Pero una persona responsable debe tomar sus propias decisiones (contando con apoyo externo, una vida digna y acceso a la información) y no deben ser los médicos quienes ejerzan un paternalismo atroz sobre las mujeres gestantes. Un poder que incluso puede, a través de una orden judicial, obligar a una madre a inducir su parto en contra de su voluntad, como sucedió en Oviedo en 2019. Estos mismos argumentos son utilizados para los vientres de alquiler, donde directamente las madres desaparecemos de la ecuación y queda exclusivamente nuestro vientre y el producto que sale de él, que no es nada más y nada menos, que nuestro bebé. No solo debemos cuestionar la mercantilización de seres humanos, la desigualdad, la excesiva medicalización, las técnicas invasivas de reproducción y la explotación del cuerpo de la mujer. Además, separar a una mujer del proceso sexual que está experimentando es altamente violento. En ocasiones las clínicas deben ejercer terapias de desapego para intentar desconectar a la madre de su criatura y, por lo tanto, de ella misma.

El momento del parto es donde la violencia se vuelve más visible, por eso quizás la violencia obstétrica tiene más aceptación dentro del movimiento feminista. En nuestro país hay muchísimo trabajo realizado de activistas, colectivos como EPEN o Dona Llum o incluso dentro del ámbito académico. Durante la pandemia hemos visto cómo se han establecido protocolos que atentan contra los derechos de las madres y que han supuesto, entre otras cosas, no permitir que estén acompañadas en las ecografías, separaciones de sus bebés e incluso, en ocasiones, verse obligadas a parir solas. La violencia obstétrica por fin comienza a catalogarse como violencia machista, incluso ya disponemos de sentencias al respecto. Gracias a la abogada Francisca Fernandez Guillén, el Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) condenó en febrero de 2020 al Estado español por los malos tratos recibidos a una madre y su criatura, catalogándolo como una forma de violencia de género. La violencia obstétrica puede además derivar en dificultades para la instauración de la lactancia materna, para establecer el vínculo, depresiones posparto, etc. Comienza así una larga cadena de violencias sexuales hacia las mujeres en esta etapa al ignorar, invisibilizar y dificultar sus procesos (lactancia materna, puerperio y exterogestación de sus criaturas). Suprimir el deseo materno también es violencia, ya que obliga a las madres a disociarse de su cuerpo y adaptarse cuanto antes a una sexualidad “normativa” dentro de una sociedad falocéntrica que es incompatible con la existencia de una líbido maternal. La represión del deseo materno, como expone Casilda Rodrigáñez, es necesaria para destruir a la madre entrañable y para construir criaturas sumisas a las leyes paternas. “El reconocimiento de que hay una líbido femenina maternal que se orienta hacia la criatura que la mujer alumbra, socaba los cimientos del discurso patriarcal” (Rodrigáñez, 2007: 79).

Una vez que hemos pasado por esa ronda de violencias, aún nos queda la crianza. En esta etapa las madres sufrimos una mezcla de violencia institucional y económica. En nuestro país, las leyes no protegen a las madres ni a nuestras criaturas, generando maternidades precarias y unas altas tasas de pobreza infantil. Así, la ausencia de un permiso de maternidad digno nos obliga a estar preparadas para la incorporación temprana al empleo, aunque en muchas ocasiones ni siquiera nos hemos recuperado del parto, sobre todo en caso de cirugía mayor, como es la cesárea. Algunas madres no pueden soportar esta separación y piden excedencias sin remunerar o abandonan el empleo, viéndose obligadas a vivir en precariedad y dependientes de la economía de otros miembros de la familia. Otras ni siquiera tienen esa posibilidad, como es el caso de las familias monomarentales, que dependen de su empleo como única fuente de ingresos, o de madres con empleos precarios o inestables. La violencia económica ejercida hacia las madres, en una sociedad donde solo se puede subsistir a base de un empleo remunerado que es incompatible con la crianza, es atroz. De hecho, como la base de esta sociedad es el mercado, las madres desempleadas no tendrán opción a nada, a pesar de estar desarrollando uno de los trabajos más importantes de la vida, como es la crianza.

Las madres no tendrán derecho a recursos y además vivirán su maternidad desde lo invisible. Al igual que sucede con la lactancia materna, cuyos beneficios son difundidos y promocionados por el sistema sanitario, pero no hay formación, recursos, apoyo, etc. para poder llevarla a cabo. Con la maternidad sucede lo mismo. Cuando llegamos a una cierta edad, somos instadas a ser madres como destino indiscutible de cualquier mujer, así que cuando nos quedamos embarazadas dejamos de sentir la presión del entorno. Sin embargo, una vez que somos madres, nos meten en un cajón con nuestras criaturas. Así, las ciudades no están preparadas para la infancia y muchas de las actividades que se realizan no son aptas para maternar. Desaparecemos en el hogar y solo aparecemos en los parques infantiles (en la pandemia ni eso, como nos recuerda la iniciativa #DesprecintaLaInfancia). Esta violencia simbólica hacia las madres es invisible pero genera una amarga soledad, pudiendo llegar a la depresión. Algunas madres sienten que solo tras la vuelta al empleo vuelven a considerarlas útiles, ya que es lo único que nos identifica en esta sociedad neoliberal. La crianza no se incluye en los curriculum, no cotiza, no genera contenidos avalados socialmente, no es nada. Y no hacer nada cuando haces tanto genera mucha frustración. No podemos dejar atrás la necesidad de apoyo y sostén que se necesita durante la crianza (corresponsabilidad no solo de la pareja, sino de toda la sociedad). La reclusión de las madres no es una violencia nueva, a eso se refería Betty Friedan (1963) cuando hablaba del malestar que no tiene nombre (de madres en casas aisladas de barrios residenciales), aunque la solución de los feminismos de la época fue salir de los hogares, pero dejando la maternidad dentro, con doble vuelta de llave.

Por otro lado, las instituciones más conservadoras, como es el sistema judicial, tienen una estructura abiertamente patriarcal y adultocéntrica. Por este motivo, las custodias compartidas impuestas, los falsos síndromes como el SAP, la concesión de derechos a padres maltratadores, las estancias largas y pernoctas de niñas y niños lactantes, etc. son otra forma de violencia hacia las madres y sus criaturas. Cuando se separan los derechos de las criaturas de los derechos de sus madres y cuando la infancia no es escuchada encontramos cómo se multiplican los casos de violencia vicaria, donde maltratadores que no pueden ejercer violencia directa hacia sus parejas utilizan a sus hijas e hijos. Así, muchas madres sienten que las medidas de protección hacia ellas no son reales si no protegen al mismo tiempo a sus criaturas. Algunas prefieren no reclamar el impago de pensiones, permitir visitas no estipuladas, no avisar si se salta la orden de alejamiento, etc. Prefieren tener contento al maltratador para que no reclame a sus hijas e hijos, aunque deba vivir constantemente con miedo a que pueda aparecer. En otras ocasiones, a muchas madres desesperadas solo les queda huir con sus criaturas, con el riesgo de enfrentarse a la justicia, una retirada de custodia e incluso pena de cárcel por sustracción de menores.

Todo esto no son casos aislados, responden a una misma lógica de eliminación de la madre dentro de una sociedad profundamente patriarcal. Por este motivo, como activistas feministas, es altamente frustrante sentir la falta de apoyo de compañeras de lucha. Hay que reconocer que la diversidad de feminismos unida a una historia personal -no siempre fácil- y la pertenencia a una época histórica concreta dificultan la aceptación de la existencia de maternidades feministas libremente elegidas. Sin embargo, es necesaria la renovación y la escucha. Algunas teóricas sí se han dado cuenta del error. Por ejemplo, Nancy Chorodow reconoció en el prólogo de una edición posterior de su libro cómo en un inicio apostó por una parentalidad igualitaria, movida por el periodo feminista al que pertenecía y por su ubicación generacional, pero que al hacerlo estaba obviando las necesidades de las madres y la diada madre-criatura. La feminista Germaine Greer también hace un giro radical entre sus obras La mujer eunuco (1970) y La mujer completa (1999) pasando de una postura casi antimaternalista a una defensa absoluta de la maternidad. Dice, entre otras cosas:

“En La mujer eunuco sostuve que la maternidad no debería considerarse como una carrera alternativa; hoy en día, defendería que la maternidad debería considerarse como una auténtica carrera, es decir, como un trabajo remunerado y, como tal, una alternativa a cualquier otro trabajo remunerado. Ello significaría que toda mujer que decidiese tener una criatura recibiría el dinero suficiente para criar a esa criatura en condiciones dignas. La elección entre continuar con su empleo fuera de casa y utilizar el dinero para pagar una ayuda profesional a fin de criar a su hijo o hija, o quedarse en casa dedicando todo su tiempo a hacerlo ella misma, debería ser suya (…) Es una cuestión de prioridades. Una maternidad dignificada es una prioridad feminista. Un escaño permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no lo es” (Greer, 1999: 318).

El 8M unió a muchos colectivos feministas autónomos, incluidas las madres. Es el momento de que pueda existir el diálogo con todas las generaciones de feministas, desde el entendimiento y la unidad dentro de la siempre necesaria diferencia. Porque las violencias que sufrimos las madres son violencias machistas.

 


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