“Si nos ponemos a buscar, a ver quién tiene ocho apellidos vascos”

“Si nos ponemos a buscar, a ver quién tiene ocho apellidos vascos”

Qué es el racismo, cómo combatirlo y qué podemos o tenemos que hacer las feministas blancas son cuestiones que parece que están superadas pero cuyas respuestas no terminan de permear. Escuchamos a Jeanne-Rolande Dacougna Minkette y a Cony Carranza

Texto: Andrea Liba
30/12/2020
Jeanne-Rolande Dacougna Minkette y Cony Carranza Castro durante el conversatorio.- Foto: Ecuador Etxea

Jeanne-Rolande Dacougna Minkette y Cony Carranza Castro durante el conversatorio.- Foto: Ecuador Etxea

 

–¿Tú de dónde eres?

–¿Yo? De Donosti

[Se le desfigura la cara]

– ¿De Donosti? ¿Y tus padres?

–También. ¿Y tú de dónde?

–Yo de aquí

–De aquí… ¿de la parada de bus?

–No, de aquí de toda la vida.

–Yo también soy de aquí de toda la vida

Es la respuesta que la investigadora Jeanne-Rolande Dacougna Minkette da cuando alguien la cuestiona preguntándole de dónde es. Es la conversación que se ve obligada a tener decenas de veces. Una forma sarcástica de conseguir dos cosas: no sentirse tan cuestionada y desplazada, y hacer que se le desencaje la cara por momentos a su interlocutor racista. Lo contaba en la mesa redonda ‘Vascas de pata negra o mestizas. Conversatorio sobre feminismo decolonial y prácticas antirracistas’, celebrada en diciembre en el Hika Ateneo de Bilbao, en el marco del proyecto ‘Cine de sensibilización hacia una sociedad intercultural’.

Hacía frío, pero, a medida que hablaban, una sentía la calidez de quien tiene privilegios, el calorcito de la culpa. La educadora popular salvadoreña Cony Carranza, su compañera en la mesa, aseguraba que esa famosa pregunta (¿De dónde eres?) significa “no eres de aquí”. Las dos activistas antirracistas comenzaron la conversación acordándose de todas las veces que han sido preguntadas por su origen, por su situación administrativa, cuestionadas por ello, violentadas por ser. “Nos dicen ‘sin papeles’ –recordaba Carranza– y tenemos los cajones llenos de ellos”. “Todas hemos sido llamadas putas, pobres, nos han puesto 50 euros encima de la mesa en una entrevista de trabajo. Después de diez, quince y veinte años, te das cuenta de que sigues igual”.

Jeanne-Rolande Dacougna pasó sus primeros años en el Estado español en una burbuja universitaria. Cuenta que no era muy consciente de lo que era ‘no tener papeles’, de lo que significaba ser inmigrante, pero recuerda que era la palabra que, por excelencia, utilizaban para referirse a ella, para describirla, para etiquetarla. “Y tenía que combatirla, resignificarla, reivindicarla”, relataba. A las personas migradas en general y a las mujeres en particular se les dan tres categorías muy concretas, según la investigadora: pobre, carente y amenaza. Las  son, por defecto para las occidentales, pobres económica y espiritualmente. También con respecto a sus capacidades. Son tildadas de carentes de recursos intelectuales y materiales y, a partir de ahí, se les quita toda agencia. Son para el capital cultural occidental una amenaza porque “vienen a destruir lo construido aquí”. Dacougna lo explicaba como quien cuenta que ayer fue a comprar el pan, lo contaba como quien tiene la espalda y la cara llena de las cicatrices que dejan los insultos. Le ha pasado: “Voy a un centro de innovación educativa y me dicen “Cáritas no es aquí. Se da por hecho que soy pobre y me tutelan, me quitan toda agencia”. A la pregunta de la moderadora “¿qué lugares están reservados para las mujeres migradas aquí?” le faltan respuestas. O, al menos, respuestas en clave positiva. La ‘otredad’ es el lugar más habitado por las mujeres migrantes en ese ‘aquí’ que las hace a ellas de tan ‘por ahí fuera’. Dacougna no necesitaba el apoyo del micrófono para que se la oyera bien recordar que “la ley de Extranjería lo que hace es legalizar la discriminación”. Estar sin papeles no es delito, recordaba, “solo es una infracción administrativa, como aparcar mal el coche. Imagina que te meten en la cárcel por ello”, como ocurre con las personas migrantes encerradas en Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE). La investigadora hacía hincapié en la desproporción que siempre hay entre la infracción (estar en situación administrativa irregular) y la pena (privación de libertad, malos tratos, vulneración de derechos básicos).

Que la ‘nuestra’ es una sociedad racista se puede ver claramente en las calles, pero también en la mayoría de contenidos culturales y académicos. Toda la literatura y también el material escolar no es más que la reproducción de un “discurso asimilacionista racista” a través del cuál se les enseña a los y las estudiantes que “si estás aquí tienes que ser como la gente de aquí”. Todo ese contenido, junto con “los discursos racistas de personajes públicos y representantes institucionales, legitiman la violencia racista en las calles”, la discriminación, las espaldas agrietadas. Y nadie sabe qué es exactamente “ser como la gente de aquí” ni quién es esa gente concretamente. Dacougna se reivindica donostiarra, porque ahí es donde vive, donde trabaja, donde paga impuestos, y, por tanto, ella también es parte de la gente de allí. “Si nos ponemos a buscar, a ver quién tiene ocho apellidos vascos”, bromeaba muy en serio. Cony Carranza también recordaba a sus sobrinas, de ocho y tres años. Hicieron el Modelo D en la enseñanza pública vasca. Eso significa que hablan euskera y que han crecido en Euskal Herria. Aunque no, nunca, son dos vascas más. “El paso de primaria al instituto fue lo peor –relataba Carranza–. Se sentían completamente invisibilizadas en el instituto. El patio parece una jaula, es sálvese quien pueda”. Le decían que, si no estudiaba, iba a acabar trabajando en el campo. Otro de los lugares reservados a las personas migrantes.

El racismo, para Jeanne-Rolande Dacougna, es una ideología de superioridad, cuyos cimientos se forjaron en torno a la construcción de la supremacía de unas personas (las blancas y occidentales) sobre otras (las racializadas): “Para justificar su proyecto colonial y subyugar a otros seres humanos había que decir que eran menos humanos”. Pero ese proyecto no es como el discurso institucional de la integración social que criticaba al principio Cony Carranza. El proyecto colonial sí permea clara y profundamente en el día a día. Se puede ver, por ejemplo, en el lenguaje, como destacaba Dacougna. Decir “trabajar como un negro” o hacer rular la foto del “negro del WhatsApp” es “participar en la estructura de dominación”, aunque pueda sonar grandilocuente. El mensaje a la población blanca en general y a las mujeres blancas heterosexuales en concreto es nítido: “Cuidado con el negro, con ese tamaño de pene será insaciable”, explicaba la investigadora. Es parte de la “construcción de la imagen del violador negro”. Parte, asimismo, de la construcción de las personas migrantes como amenaza contra el orden occidental establecido, y de las múltiples estrategias de discriminación y de exclusión y expulsión de las personas migrantes de lo que ‘aquí’ consideramos ‘nuestro’ territorio.

Llegó la pregunta del millón: “¿Cómo podemos construir puentes?” y me acordé de una conferencia a la que asistí en la que a Yuderkys Espinosa una asistente blanca le preguntó lo mismo. Espinosa criticó contundente lo que ella considera que no es más que “universalismo” y, de nuevo, colonización: “Ir con la cooperación y decirle a todas las mujeres que están oprimidas, que ‘ustedes los negros no saben nada, les vamos a traer la salvación, vamos a salvar su alma’ es lo mismito que hizo Colón”. “La tarea de la construcción del puente recae sobre la gente que está jodida. No hay una sola charla en que una persona blanca no me pregunte cómo vamos a construir puentes y a crear sororidad entre mujeres”, recordaba. Y resumió que no, “las mujeres no tenemos tantas cosas en común como nos ha dicho el feminismo blanco” y que “ese es el problema. Ustedes han construido herramientas para contar su historia. ¿Cómo es que lo que ha creado un grupito de mujeres es la verdad? Eso es universalismo, el mismo que criticaban con la ciencia”. Para enfrentar ese reto, el de la construcción de puentes, Yuderkys Espinosa dijo que las blancas tienen –tenemos– que balbucear mucho primero, porque es síntoma de estar aprendiendo. Y después, pueden –podemos– ser aliadas de la lucha antirracista, sí, pero tiene que ser de forma estructural: “No es que ustedes nos traigan a su mundo, es que el mundo occidental se derrumbe. Eso es un trabajo a largo plazo de compromiso, que no se resuelve teniendo amigas negras o acostándose con gente negra”, sentenciaba. Jeanne-Rolande Dacougna, también desde la crítica al paternalismo del feminismo blanco sobre las compañeras migrantes y racializadas, lanzaba un mensaje que podría parecer de esperanza, pero que espetó más bien con un tono de exigencia de compromiso: el camino es construir una sociedad a través de una “utopía en la que estemos todas y en la que, como en todas las utopías, nos permitamos soñar horizontes libertarios de justicia para todas y todos”. Era 10 de diciembre, el Día de los Derechos Humanos, y la senegalesa de Donostia concluyó que era posible “ampliar esos derechos y su reconocimiento”.

El público era más blanco de lo que yo pude esperar. Aunque la palidez no es solo cosa de pieles claras y acentos del norte global, claro. Sería el frío cantábrico, la excesiva ventilación por razones coronavíricas o las ganas de aprender de las feministas blancas ese día. Pero éramos muchas. “¿Cómo trabajar por visibilizar la diferencia sin caer en paternalismos?”, se preguntaba una. Otra compañera asiática se hacía otra pregunta que le tocaba a ella más la piel: “¿Cuándo se empieza a ser de aquí? ¿Cuándo se deja de ser de allí?”. Una vasca de las de “pata negra”, aunque no le pedimos que enumerara todos sus apellidos, contaba que muchas veces había visto cómo, en el supermercado, el segurata seguía a personas racializadas y a ella no y se preguntaba cómo actuar en situaciones así o parecidas. ¿Qué hacer mientras tanto? ¿Cómo construir la utopía antirracista y feminista? No hay conversatorios, mesas redondas, conferencias, talleres, charlas o encuentros con compañeras antirracistas y feministas decoloniales en los que no acaben las asistentes blancas preguntándose y preguntando: “¿Y qué podemos hacer nosotras?”. Quizá nunca nos parece encontrar respuesta, quizá nunca nos sacian las palabras posteriores a nuestras preguntas, quizá nunca nos sirve como contestación válida lo que nos devuelven con nuestras cuestiones porque tal vez nunca terminamos de aceptar el dictamen: “Cállate un poco y solo escucha. Y después de escuchar, sigue escuchando” y de entender que nuestro primer paso en la lucha antirracista tiene que ser hacia atrás.


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