Sanación afrocaribeña
¿Qué significa oscurecer o ennegrecer nuestra mente o alma? ¿De qué forma la descolonización constituye un proceso de sanación? ¿Cómo opera la ontología caribeña en ese proceso de curar la herida colonial?
Punto de partida
La reflexión que propongo es un trenzado construido en el vaivén de una «mecedora» con un café o roncito en mano. Ese olor a café, tabaco, caña y Yemayá conforman mis entrañas caribeñas. Propongo una conversa para ir sanando en el Reino, desde la paradoja de la renovación sistemática de la herida y la generación simultánea de cobijo por fuera del ego conquiro. Este concepto de Enrique Dussel, relaciona la configuración “yo” europeo, dentro del proceso de colonización, como una entidad cuya posición civilizatoria determina la deificación de la razón, contrapuesta al universo sensitivo, lo que facilita el sometimiento de los territorios y subjetividades conquistadas.
Estamos creando sanación desde pieles en (des)territorio y desamparo, a ratos con deseos de Europa. Dicho deseo constituye un horizonte lineal u orificio que cuela, mediante la visión evolutiva, «etapista» o progresiva, una cartografía de emociones ajustada a la colonialidad. En este sentido, voy a referirme a tres preguntas reburujadas como nuestros mundos oscuros, negros o racializados:
¿Qué significa oscurecer o ennegrecer nuestra mente o alma? ¿De qué forma la descolonización constituye un proceso de sanación? ¿Cómo opera la ontología caribeña en ese proceso de curar la herida colonial?
Antes de ir a las preguntas, me sitúo dentro de las terapias feministas antirracistas o de la sanación colectiva. Fui formada ortodoxamente en una escuela freudiana. Sin detenerme en mi recorrido con el psicoanálisis, diré que cada parte de mí habla de un habitus analizante. También que provengo de una cultura afectiva campesina y barrial, oral, es decir, vinculante del sabor y su razón. Soy lo que se conoce como una «jojota», «bembuda» o «greñuda». Refiere a posiciones de clasificación racial que desde la colonia funcionan en la isla, determinando grados de semejanza o distancia con la blanquitud/negritud. Mi historia (in)consciente, es una posición en la que mi otredad nunca fue, hasta que transité del campo a la ciudad, a la urbe de la blanquitud dominicana (Santiago), a la posición «costeña» en los Andes y de ahí aquí. A Madrid, a este lugar en Vallecas intersectado por «África, Europa, Asia y América», por la historia oscura borrada. Por eso, sanación en mí equivale a una bachata apretadita, como contrarelato a las barreras del silenciamiento blanco, como dice la activista y académica chicana Anzaldúa para «suavizar la dualidad» que genera la fantasía blanca en la raíz.
Oscurecer nuestras emociones
Utilizo la idea de oscurecer las emociones, en el sentido de Sueli Carneiro, respecto de las políticas de ennegrecer el feminismo. Lo destacado en psicología es en extremo occidental. Tanto las vertientes conductuales, como las psicoanalíticas, aunque con métodos distintivos, sostienen un ideario que aúpa la conciencia afectiva blanca, masculina, (cis)heterosexual. Además, la práctica psicoterapéutica es clasista, en tanto los precios están fuera de las «economías oscuras». Sin embargo, en cada una de las tradiciones psicológicas persisten ejemplos de disenso que han determinado formulaciones terapéuticas distanciadas de los supuestos modernos coloniales.
Vertientes actuales de las políticas de autoayuda, del modo mindfulness o coaching son un reflejo de la posición consumista que determina el capital colonial psicológico. Sin detenerme demasiado en la cuestión «light» o posmoderna de la psicología blanqueadora, apunto que asistimos a un «giro descolonial», respecto de la psicoterapia en los movimientos antirracistas. Una posición que desde los años 70 sostiene la psicología de la liberación. Esta propuesta encarnada en Abya Yala, teje una acción de largo recorrido para la sanación. Esta tradición terapéutica está conectada a los procesos de defensa del territorio, en los términos de la comunalidad que señala Gladys Tzul, teórica k’iche’, desde las epistemologías en espiral que destaca la antropóloga Carmen Cariño.
No voy a detenerme en la genealogía crítica en psicología, pero definitivamente tenemos un gran acervo, derivado de las filosofías del sur; de las «pedagogías del oprimido», de la afrodiáspora, la interculturalidad, el indigenismo particularmente la cosmovisión maya, andina, caribeña, entre otras ontologías. Desde estas vertientes se generan prácticas de memoria para la coexistencia imbricado a las políticas de «salud mental». Dicho de manera sucinta, tenemos una entrañable tradición indígena y afro para la sanación «con», «desde» y «para» nuestro territorio. Esta propuesta es circular en torno a la vida-muerte y va más allá de que se consideren tecnologías reconocibles en el arsenal epistémico de la psicoterapia.
Las conversaciones por la sanación en mi caminar tienen un entretejido ligado a los movimientos anticoloniales; contra las dictaduras, la violencia política, la desaparición forzada; las guerras, las migraciones; los feminismos, entre otros. También con los múltiples movimientos de espiritualidad ancestral que amparan la memoria indígena y negra en nuestro devenir como «América». Estos movimientos están ligados a las estrategias transfronterizas que amparan nuestro camino, como mulas, tortugas o serpientes emplumadas como diría Anzaldúa.
Las posiciones de sanación dentro de la que se inscribe mi trabajo se relacionan con los movimientos del sur global con las corrientes narrativas de la justicia sanadora teorizada y practicada por personas trans, feministas negras, chicanas; «coaliciones marrones»; movimientos queer o disidentes sexuales que seguimos las metodologías de autoconciencia colectiva de los «feminismos de color» en los años 70, procurando, en palabras de Anzaldúa, una «arquitectura feminista otra» para transformar el peso de la colonialidad del género en la cotidianidad. Es decir, reparar la herida colonial pasa por recuperar el aliento quitando de nuestra alma la carga proyectiva de los «imaginarios de la blanquitud».
Descolonización es sanación
El trauma ancestral, infringido por la violencia colonial nos dejó una profunda herida que sangra. La formación de esa herida nunca cerró. El duelo que convivimos está ligado a la normativa de la «máscara blanca» y representa nuestro malestar. Estamos en el movimiento que crea huidas para descorrer «las zonas de no ser» que impone dicho trauma, sin embargo, es continuamente renovado, porque la memoria de la plantación, como dice la psicóloga y artista portuguesa Grada Kilomba, persiste en el orden simbólico material, sobre todo para les cuerpes de la disidencia del género y las sexualidades.
La sanación es un movimiento «casa adentro», como dicen las comunidades negras en Esmeraldas Ecuador. Este recorrido trata del desprendimiento del excesivo significante blanco. Es así como la oscuridad brota y no buscamos luminosidad (visibilidad), pureza o equilibrio psíquico, si no que abrazamos la sombra. Habitar lo salvaje que ennegrece a Europa que no llora sus muertos. La Covid-19 así lo demuestra. Este es UN mundo creado por fases ficticias de sanidad que excreta «lo inútil», esa necropolítica es profundamente disociadora. Europa no llora, es racional. Es fuerte, erecta, invencible e «igualitaria». Europa es tan perfecta que su imperfección nos la comemos, diariamente, los cuerpos oscuros. Por eso, estar aquí para sanar significa reinventar las pócimas para no sucumbir al designio europeizante.
Extraño «lo mío», pero necesito desmantelar lo que mi propia cultura, la dominicana, me impone sobre la fantasía europea. En ese movimiento de despojo se crea un reencuentro y las partecitas rotas, van encontrando su forma, por el calor o color que nos damos en esta frialdad europea. Efectivamente somos muy calientes las caribeñas, las latinas, pero esa calentura no es solo para el ello o superyó blanco, sino para el nosotres, no exento de conflictividad, porque sanar implica una disputa con las corrientes liberales que nos empuja a su alegato de lo veloz, progresivo, limpio y pulcro.
Tenemos un miedo atávico a ir por la sombra. Nos enseñaron a temer, domar o silenciar todo cuanto no fuese una espiritualidad virginal y monoteísta. Así nos colonizaron «a su imagen y semejanza», al menos eso querían, pero pese a ello «por los siglos de los siglos», corrimos y registramos nuestros altares o puntos de protección. Nuestra capacidad de transcender en lo oculto y la sincronía, siendo «todo a la vez» es nuestra fuerza. Metresilí y La Altagracia nos ayudan una y otra, porque no son binarias.
Sanamos con el tambor, la marimba o quena; con un dembow, reggaetón, salsa, cumbia, vallenato o una bachata; con las velas y los elementos que dignifican nuestra existencia. Así suavizamos «aquí y allá» cualquier dolor. Nuestra pena, nuestro espíritu yolero se alivia con «música de amargue» o «de plancha»; es parte de nuestra intensidad no domesticada. Transitamos el dolor acunando nuestra memoria con melodías que retumban.
La sanación acuerpa para afrontar los guiones, las represiones y otros mecanismos defensivos impuestos por la blanquitud. Es un viaje «hacia adentro», para ir a la raíz, desterrando la cosmética de autoayuda liberal blanca. Aquí y allá hay un porvenir pasado que escrudiñamos en ñañitud; de ahí surge una conciencia otra. No trata de una vindicación individualista identitaria, sino de cruce de caminos para remendar, calmar y trenzar la fuga en el modo Anzaldúa: “Soy tortuga por donde voy cargo mi hogar en la espalda […] sobre esa base me alejé llevando la tierra conmigo”.
Cuando expreso que estoy sanando en Madrid, quiero decir que el camino de liberación ocurre también en el (des)territorio, en los espacios que inventamos para destejer la impronta blanca. No es simple, ni fácil, diría la poeta Audre Lorde, pero sí interpelante de la moratoria colonial. Lo que menos quiere el sistema es nuestra oscuridad restaurada a nuestro antojo. Porque así seguimos adorando sus dioses: la visibilidad, inclusión y respetabilidad del «buen migrante». Sanar aquí significa también, despojar todo cuanto hiere de la imposición «dominicana», al mismo tiempo, recoger, limpiar y acariciar esa raíz, por más contradicción que engendra en mi (no) negritud.
La izquierda blanca, metida en nuestros movimientos, nos enseñó que lo emocional no cuenta en la lucha por el bien vivir. Pareciera que el movimiento trata, de una disputa por la razón o verdad, mediante la neutralidad afectiva que niega y entorpece cualquier giro hacia el pálpito de nuestro corazón. Nuestro coraje se mide no por cuanto lloramos, si no por el número de reuniones, asambleas, seminarios, etcétera, a los que asistimos, incluso por la jerga de corrección política que utilizamos. La disputa por los conceptos es algo muy encallado en el activismo que renueva la herida colonial. No quiero decir que la discusión no sea parte de nuestro aprendizaje vital pero, tal y cómo se define en los términos hegemónicos de la academia o los movimientos conocidos, pareciera que «tenemos que matarnos entre nosotres» para determinar quién tiene la razón pura. Esa compulsión impide la sanación colectiva.
Metafóricamente necesitamos recoger los pedacitos rotos de la fuente que somos. Ese proceso lo logramos en un diván colectivo, para restaurar lo pluriverso. El oro que nos quitaron y la abundancia de nuestro movimiento emerge justo cuando expulsamos la rabia, bailamos y sazonamos nuestros dolores: siendo salvajes, festejando y descansando. Necesitamos dejar que el alma vaya despacito y se confunda intensamente, porque somos ese devenir dramático. Hoy, como ayer, ese movimiento trata de cimarronaje, quilombo o palenque afectivo. Estamos creando un territorio emocional para poder anclar nuestro origen y ocurre cuando no solo nos ocupamos de reivindicar afuera, si no de olfatear o saborear el adentro, porque nuestro dolor tiene curación, nuestras pócimas no fueron colonizadas.
Para sanar buscamos recursos en la ficción visionara, como diría la artista brasileña Jota Monbaça, para sentipensar que “los taínos no fueron extintos”, que no es “quítate tú pa’ ponerme yo”, “que África me sabe suya”, que Europa nos pide perdón, se arrodilla con euros o libras esterlinas y silencia su razón para que nuestra memoria vaya encontrando su sitio. Necesitamos un abrazo profundo entre bárbares. Despojando, limpiando y colocando los puntos donde van con la tierra, el agua, aire y fuego. Toda esta evocación es para, como diría el escritor keniano Thiong’o, “reforzar los cimientos”, tanto aquí como allá.
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