Esto era la pobreza energética

Esto era la pobreza energética

Todas las personas de mi red, dignas representantes del precariado, viven de alguna u otra forma pobreza energética.

20/01/2021

Ayer por la tarde volví a casa después de 10 días fuera, lo primero que vi al salir del metro fue a una familia llevando una estufa de llama azul recién comprada, seguido por una mujer mayor que iba a tirar la basura, andaba despacio para no caerse; le dije que me diera la bolsa que se la tiraba yo, me miró y con los ojos aguados me dijo que era casi un milagro no haberse caído ya cuando fue a hacer la compra. Vive sola aunque su hija viene a ayudarle alguna vez entre semana. Se dio la media vuelta y volvió con el mismo paso cansado a su casa.

Las temperaturas parecen que por fin se estabilizan en Madrid en el lado positivo del termómetro, aunque por las mañanas todavía alcanzamos los cuatro grados bajo cero y hay que salir de la cama con gorro, bufanda y guantes. Los calcetines dobles son ya algo cotidiano en esta vivienda de Carabanchel construida para la clase trabajadora en los años 50, una reluciente placa del Instituto Nacional de la Vivienda (esas que tienen el yugo y las flechas de falange) confirma su procedencia “vivienda de protección oficial”. En esta casa de 75 metros cuadrados en un quinto piso y con orientación norte, no hay calefacción, las ventanas son de madera y los tambores de las persianas están casi abiertos por arriba, es decir, no hay más aislamiento que el de las paredes, paredes a las que después de la nevada se les incrustó una capa de hielo y que en mi imaginación y optimismo servían de alguna forma para aislarnos del frío. No hay forma ya a estas alturas del invierno de calentarla. Compramos una estufa de parafina que no va mal, pero después de la nevada en Madrid está agotada la parafina, igualmente no habríamos podido desplazarnos antes a recogerla, las calles de esta ciudad son una enorme pista de hielo, como dijo la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso. Una pista de hielo en la que muchas personas viven y mueren a la intemperie o en pisos como este, sin calefacción, sin combustible para las estufas y sin dinero para pagar ese combustible. Este inmenso Palacio de Hielo en el centro de una helada meseta es el escenario en el que la borrasca Filomena ha desatado toda su furia, furia que nace del cambio climático provocado por nosotrxs mismxs y que ha dejado en evidencia, por un lado, la nefasta gestión pública de las crisis y, por el otro, que todas las personas de mi red, dignas representantes del precariado, viven de alguna u otra forma pobreza energética.

Justo después de la nevada el termómetro marcaba en el salón de casa tres grados, mientras yo veía en las redes sociales artículos sobre La Cañada Real, sin electricidad desde hace tres meses y en donde vive Lina, una niña de tres años que debe estar conectada permanentemente a un respirador que posiblemente deje de funcionar porque se ha escarchado. No soy capaz de imaginar lo que es vivir a menos 13 grados día y noche en casas sin ningún tipo de aislamiento y sin electricidad ni carburantes. Sin embargo, mientras leía artículos con los dedos del pie derecho con ampollas por el frío y los de las manos helados, pensaba que, con todo y los privilegios que indudablemente tengo yo y mi compañero de piso, desde noviembre y hasta marzo estar en casa es insoportable y poco podemos hacer por hacerla más habitable. No podemos permitirnos ni la compra ni el pago de más radiadores eléctricos y la parafina, aunque efectiva, tampoco es barata. El butano de la catalítica humedece el ambiente y yo, asmática, no puedo vivir en ambientes con frío húmedo, es más, simplemente no puedo vivir en ambientes fríos, me duele el pecho constantemente.

J. mi compañero de piso es teleoperadora de El Corte Inglés, tiene un ordenador en su habitación y durante siete horas consecutivas, con una pausa de 15 minutos, responde llamadas de señoras que a veces preguntan cosas tan absurdas como aquella que en plena primera ola de la Covid-19 estaba preocupada porque la sección gourmet no estaba abierta y ella solo comía el solomillo que comparaba ahí (evidentemente esa mujer no se pregunta ni por un momento las condiciones de vida y de trabajo de la persona que intenta atender sus supuestas necesidades básicas). Esas siete horas en la misma posición le dejan el cuerpo entumecido y helado, los músculos tensos y una sensación de ansiedad que ambas compartimos. Antes de salir huyendo de casa me dijo que tenía sabañones en los pies, yo tenía los dedos morados y de repente me soltó una de esas verdades que calan en lo más profundo: “Las señoras a las que atiendo por teléfono no imaginan que esa mal llamada generación mejor preparada del país tiene sabañones es los pies como su abuela cuando llegó del pueblo a Madrid a vivir en un piso de exactamente las mismas condiciones”. Sí, vivimos y teletrabajamos en condiciones de hace 50 años. “Esto era la pobreza energética”, me repetía a mí misma una y otra vez mientras empacaba mis cosas con la poca cabeza que en condiciones extremas se puede tener. No sabía ni qué meter en la mochila, porque en lo único que podía pensar en ese momento, sin sensibilidad en los dedos de las manos y echando vaho por la boca en mi habitación, era en dejar de sentir frío. Gracias a las redes, esas que siguen siendo nuestra salvación y sostén, esas que nos ofrecen su casa para resguardarnos un poco, que nos cuidan y nos meten a la bañera para quitarnos el frío agarrado de los huesos y las tripas, gracias a ellas este año puede ser que me salve de la bronquitis de cada invierno.

Hoy, mientras escribo con menos frío que hace una semana pienso también en la reflexión de R. una amiga que, como yo salió corriendo de casa porque no tiene calefacción y la bomba de calor es ya más un objeto decorativo que funcional: “En mi casa de pequeña hacía frío, me salían sabañones, no teníamos ni calefacción ni podíamos enchufar estufas porque no daba (saltaban los plomos en cuanto encendíamos demasiadas luces)… Yo miro a mi gente (la de mi barrio de siempre) y miro mi vida y contado así parece que he tenido un ‘ascenso social’, pero, a la hora de la verdad, vivo en un piso sin calefacción porque era barato y ni mis sueldos (ni la temporalidad de mis empleos) me permiten más (también nos saltan los plomos si intentamos calentar más de una habita a la vez), tengo amigas que les da miedo que a su apartamento de 20 metros se le caiga el techo, que no se pueden permitir cambiar de casa por la fianza, o que directamente no les alquilan. Materialmente y en cuestión de acceso a bienes seguimos inmersas en la misma mierda”. Efectivamente, tenemos una calidad de vida, por lo menos en el invierno, muy parecida a la de la clase trabajadora de hace 50 años, solo que nos han contado el cuento del ascenso social. Hemos ido a la universidad, tenemos másteres, algunas doctorados, pero a la hora de cubrir nuestras necesidades básicas durante una ola de frío, poca diferencia hay entre el brasero de la mesa camilla y nuestras irrisorias estufas de butano o llama azul. Y sé también que muchas de las afortunadas que tienen calefacción en casa no saben cómo van a pagar la factura del mes que viene, o como M. se han gastado ya en solo tres semanas el 40 por ciento de los metros cúbicos de gas que puede gastar al año en su tarifa plana, “como sigamos así mis hijas se ducharán con agua fría de junio a septiembre”, me dice. Si a esto agregamos la cantidad de personas que no han recibido el paro desde el otoño pasado, los ERTEs no pagados y las que se han quedado sin trabajo a raíz de la pandemia, somos una inmensa multitud de precarizadas. Y por si fuera poco, en medio de esta terrible ola de frío el gas y la electricidad aumentan un 35 por ciento porque el llamado Gobierno progresista no ha sido capaz de regular aún los precios de los insumos básicos para la vida; aprovecho este espacio para preguntarle al señor ministro de Consumo, Alberto Garzón, cuándo pondrá el bienestar de las clases trabajadoras por delante, porque sí, sus campañas contra las casas de apuestas están muy bien, pero mientras tanto aquí estamos, intentando pensar, vivir y trabajar a tres grados dentro de casa. Por todo esto pienso que no hay un “ellos pobres y nosotras privilegiadas”, no; somos todas parte de lo mismo: pobres. Por mucho que nos pese y por mucho que tengamos tanta aporofobia y delirios de grandeza y de movilidad social metidos en la cabeza, somos como las abuelas que hace 50 años vinieron del pueblo a la ciudad a buscarse una vida mejor. Unas con mayor o menor poder adquisitivo, pero las mismas: vidas que finalmente no importan.

Nacionalización de las eléctricas ¡YA!

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