Permisos parentales: entre la redistribución y el reconocimiento

Permisos parentales: entre la redistribución y el reconocimiento

Los permisos que acaban de entrar en vigor deben ser una pieza más en un cambio de modelo socioeconómico que se haga cargo de la fragilidad de la vida, empezando por los primeros meses, y que sitúe el cuidado como una responsabilidad social fundamental.

13/01/2021

Ilustración de Señora Milton

Este 1 de enero se ha completado la equiparación definitiva de los permisos parentales. Los padres o madres no gestantes de criaturas nacidas este año tendrán las mismas 16 semanas de permiso retribuido que tenían hasta ahora las madres. Esta es una gesta histórica para el movimiento feminista, o como mínimo para una parte de este, que organizado alrededor de la PPiNA (Pertmisos Iguales e Intransferibles) ha impulsado y logrado una reforma que cumple con la mayor parte de sus demandas. Su objetivo principal es la corresponsabilidad de los hombres con la crianza, así como acabar con la discriminación en el ámbito laboral hacia las mujeres en edad de ser madres. Sin embargo, otras voces feministas representadas en PETRA (PErmisos TRAnsferibles) han estado a la contra durante todo el proceso. Defienden la dimensión biológica de la maternidad, la incongruencia de querer “igualar lo que es diferente” y abogan por el derecho de madres y criaturas a unos permisos largos que permitan una exterogestación digna.

Hay múltiples artículos que exponen ambas posturas y un debate que ha estado marcado por las acusaciones mutuas de “antifeminismo”. Desde posturas pro PiiNA se denuncia un supuesto esencialismo de PETRA que situaría a las mujeres de nuevo al espacio de la domesticidad, deificando la maternidad intensiva y alimentando las desigualdades por razón de género que se derivan. Por su parte, PETRA tacha abiertamente la reforma patriarcal, por ampliar los derechos de los padres, unos derechos que hay que recordar que ni siquiera han pedido; mientras se desprecia la maternidad y la importancia bio-psico-social de la díada madre-bebé, manteniendo unos permisos cortos, insuficientes ni siquiera para cumplir con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de seis meses de lactancia exclusiva, e impidiendo la transferibilidad por parte del otro progenitor.

Este debate continúa levantando polvareda y parece reabrir la tensión en las agendas feministas entre las demandas de redistribución y las de reconocimiento. Las tesis desarrolladas por Nancy Fraser sobre la justicia social y de género son el referente de todas las políticas de cuidados en clave feminista (como la medida de Democratización del Cuidado, del Ayuntamiento de Barcelona): la redistribución y el reconocimiento son igualmente irrenunciables, aunque a menudo sean difíciles de conjugar. Sin embargo, en el debate sobre los permisos parentales dentro del feminismo la polarización sigue pareciendo insuperable, como mínimo escuchando estas dos voces. Las demandas de la PPiNA beben claramente de la tradición de las luchas por la redistribución y la abolición de la división sexual del trabajo. La asignación de los trabajos domésticos y de cuidados a las mujeres estaría en la raíz de su empobrecimiento y de su subordinación a los hombres, que tiene primeramente una razón económica. Es el patriarcado del salario, nos dice Silvia Federici. Mientras que PETRA apuesta claramente por el reconocimiento de los trabajos de reproducción y sostenimiento de la vida, entre los que la maternidad, tanto biológica como social, tiene un papel fundamental. El origen de la desigualdad no sería la feminización de los cuidados, sino los patrones culturales que desprecian y desvalorizan estas tareas. Obviar la importancia de la maternidad es una estrategia fundamental del patriarcado para reducir al mínimo el “privilegio” biológico de las mujeres, dice Patricia Merino.

Retomando la propuesta de Fraser se hace evidente que para acabar con la injusticia de género se requiere cambiar la estructura económica y el reparto de los trabajos, tal como ha luchado PPiNA, pero también alterar el estatus que ocupan los trabajos de cuidados y las personas que los realizan, como defiende PETRA. Es decir, aunque en la concreción las propuestas sean antagónicas (especialmente en la defensa o no de la transferibilidad), las demandas de fondo son, o podrían ser, dos caras de una misma moneda: una agenda feminista capaz de reorganizar los cuidados de forma que no (re)produzca desigualdades por razón a de género, clase, raza u otros ejes de opresión. La economía feminista puede ser el lugar de encuentro, un terreno abonado capaz de facilitar un objetivo más amplio que supere la pretendida incompatibilidad entre redistribución y reconocimiento. Desde las premisas de la economía feminista unos permisos parentales capaces de reconciliar las dos dimensiones deberían perseguir los objetivos de poner cuidado en el centro del sistema socioeconómico, descentrar los mercados como ordenadores de la organización social y universalizar la responsabilidad con el cuidado. Materializando las propuestas deberían primar las necesidades de los bebés, su derecho a un cuidado digno y, consecuentemente, reconocer el papel fundamental de las personas que lo asumen (es decir, alargar los permisos); adaptarse en función de estas necesidades de cuidado y no de las necesidades de organización del tiempo laboral ni de los intereses capitalistas (es decir, que ninguna persona tenga que pactar su permiso con la empresa como prevé el texto actual); y responsabilizándose en la misma medida a todos los progenitores (es decir, que los permisos no distingan por razón de sexo y que tampoco lo hagan de forma encubierta mediante la transferiblidad). Que la maternidad tenga una dimensión biológica no quita la gran cantidad de trabajo de cuidados que no la tiene y que, por tanto, pueden y deben asumir padres y madres no gestantes. Y sobre todo, reconocer el poder de nuestros cuerpos no puede servir para continuar distribuyendo de forma desigual e injusta las responsabilidades de cuidado que tenemos todas las personas. Por otra parte, habría que pensar cómo se blindan estos derechos a las personas que no están activas en el mercado laboral, a fin de que todos los bebés tengan garantizado el derecho al cuidado en igualdad de condiciones, como apunta Ibone Olza; y que no sea el mercado quien cribe el derecho al cuidado y las condiciones en que puede darse.

Por último, los permisos parentales deben ser una pieza más en un cambio de modelo socioeconómico que se haga cargo de la fragilidad de la vida, empezando por los primeros meses, y que sitúe el cuidado como una responsabilidad social fundamental. En este sentido, aunque gran parte de las necesidades en la primera crianza deban resolverse en los hogares, avanzar en la redistribución y el reconocimiento de las agendas feministas va mucho más allá de los permisos parentales, implica también darle una centralidad social y una respuesta colectiva, generando espacios donde compartir y construir la tan anhelada tribu que clamaba Carolina del Olmo, y también transformando las instituciones públicas para que pongan en el centro el cuidado de los bebés y no criterios economicistas. La reforma de los permisos parentales debería verse como un triunfo, aunque parcial, del feminismo y como una oportunidad de transformación hacia un sistema que ponga realmente los cuidados en el centro. Y una oportunidad, también, para tejer alianzas feministas y coger fuerzas para recorrer un camino que es todavía muy largo.

 

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