Tatuaje, más allá de legionarios y machotes
Un acercamiento respetuoso y situado al mundo del tatuaje debe dejar de lado las definiciones reduccionistas y eurocéntricas para dar cabida a multitud de experiencias distintas.
En la novena película de los hermanos Marx comercializada en el Estado español como Una tarde en el circo (1939), Groucho Marx protagoniza uno de sus números más emblemáticos, el de Lydia, the tattooed lady. En la actuación musical, que se puede ver con subtítulos en español aquí, Groucho hace referencia al cuerpo profusamente tatuado de Lydia, compañera del entorno circense, describiendo con detalle muchos de sus tatuajes y estableciendo abundantes conexiones entre su corporalidad y su sexualidad -algunas explícitas, otras sutilmente propuestas mediante movimientos de cadera y pelvis-, cosificando su cuerpo hasta convertirlo en, según palabras de él, una enciclopedia.
Aunque el retrato de Lydia que realiza Groucho es criticable, es interesante el cariz narrativo que aporta a sus tatuajes, al referirse a ellos como pequeñas historias esperando a ser descubiertas si se les presta la debida atención. La censura no reaccionó demasiado bien ante Lydia y obligó a Groucho a añadir una estrofa final en que se casaba con un marine, forzando así un final “respetable” para ella. En los países europeos en guerra, la cinta se distribuyó con una frase que hacía referencia a un tatuaje del líder nazi y que decía así: “When she stands the world grows littler; When she sits, she sits on Hitler”.
Aunque esta no es más que una anécdota cultural en el inabarcable mundo del tatuaje y sus representaciones populares condensa gran cantidad de referencias y estereotipos que atañen a los cuerpos tatuados en países occidentales y que tienen que ver con la sexualización, la desviación o el desprestigio. Lydia, como una suerte de Marylin Monroe tatuada, es una rara avis en el universo de la feminidad plástica de los años 40. Su cuerpo lleno de tinta narra historias, anima a soldados y agita los sueños eróticos de unas mentes encerradas en concepciones estéticas muy estrechas que, al observar a una mujer haciendo uso de su cuerpo en modo altamente subversivo, quedan pasmadas y excitadas.
Una -necesaria- historia crítica del tatuaje
En países occidentales, los clichés en torno a los cuerpos tatuados, sobre todo si lo están profusamente, siguen vigentes. Aunque como señala Matt Lodder, historiador del arte británico, el tatuaje se ha visto parcialmente absorbido por las lógicas del mercado, el consumo y la moda, esto no significa que se haya desmantelado su carácter subcultural y transgresor. Siendo el tatuaje un fenómeno tan complejo a escala sociocultural, la agitación y subversión que en muchas ocasiones acompañan a un cuerpo muy tatuado permanecen latentes, más aún si ese cuerpo es el de una mujer.
El tatuaje como práctica de modificación corporal consistente en la introducción de tinta bajo la piel mediante diversas herramientas, tanto manuales como eléctricas, es universal. Como explica Jane Caplan en la introducción de Written on the body. The tattoo in european and american culture, pueden encontrarse referencias y restos relacionados con el tatuaje en cualquier parte del mundo. La historia del tatuaje en occidente es, por tanto, tan solo una ínfima parte de la totalidad.
Aunque se repita hasta la saciedad ese lugar común de que el tatuaje pertenece a un mundo altamente masculinizado, vinculado al bravo mar, las polvorientas carreteras o los cuarteles de legionarios, lo cierto es que estas generalizaciones son del todo erróneas al referirse a expresiones de la práctica localizadas geográfica y sociohistóricamente. Debido a estas generalizaciones, muchos acercamientos al fenómeno se han realizado desde ópticas eurocéntricas y machistas, silenciando así gran parte de la historia y contribuyendo a popularizar una historia del tatuaje contada con un uso de un lenguaje colonialista y patriarcal.
Las percepciones sociales sobre el tatuaje y las personas tatuadas han fluctuado a lo largo de los años y siempre dependiendo de los territorios, no habiendo existido ni un solo momento en la historia en que el tatuaje fuese patrimonio de una clase social determinada. Aunque se tiende a afirmar que en Occidente el tatuaje siempre ha sido considerado como una práctica subcultural y desviada, las percepciones no han sido estáticas ni homogéneas. Encontramos trazas de tatuaje en los cristianos del imperio romano o en los celtas, que utilizaban sus tatuajes como señal de servidumbre a Cristo. Esta práctica era parte del peregrinaje religioso que estos pueblos realizaban a lugares sagrados como Jerusalén, y estudiosos como Matt Lodder defienden que en ellos se encuentra la base del tatuaje occidental. La complejidad histórica del fenómeno, que tiene componentes culturales, religiosos, artísticos, estéticos y espirituales, ha sido objeto de muchas investigaciones, como las llevadas a cabo por Jane Caplan, el mismo Lodder o Anne Felicity Friedman.
Teniendo en cuenta que las primeras trazas de tatuajes se remontan al 4000 antes de la era actual, cabe preguntarse dónde se encontraban las mujeres: ¿tatuaban sus cuerpos?, ¿tatuaban a otras mujeres?, ¿con qué motivaciones lo hacían? Lo cierto es que las mujeres siempre estuvieron ahí; en determinados momentos en menor proporción, en otras sociedades, como ejes centrales de la tradición. Tan solo debemos rescatarlas y colocarlas juntas para comprenderlo.
En un ejercicio de rescate caprichoso y deliberado, vamos a reconstruir algunos hitos de la historia del tatuaje, para demostrar de una manera práctica que las mujeres, desde los márgenes o desde el centro, siempre han estado vinculadas a esta práctica, a lo largo y ancho del planeta y a través de océanos de tiempo, llegando hasta nuestros días. Quizás rescatando sus experiencias logremos crear una genealogía alternativa del fenómeno, poniendo en su justo lugar a aquellas encargadas de darle vida, a través de sangre y tinta, durante mucho, mucho tiempo.
Restos más antiguos: figurillas de mujeres tatuadas
Los hallazgos arqueológicos más antiguos relacionados con la modificación corporal permanente son figuras de arcilla de Egipto y Nubia. Estas figuras representan a mujeres cuyos cuerpos aparecen marcados por tatuajes y escarificaciones (marcas o cicatrices resultantes de incisiones controladas en la piel, sin utilización de tinta, generalmente con resultados ornamentales).
Resulta curioso que el tatuaje estuviera tan vinculado a las mujeres en sus inicios, como atestiguan estos hallazgos. Este tipo de figuras se han encontrado también en zonas de Japón o China, datando de épocas similares, lo demuestra la universalidad de estas prácticas. Las investigaciones antropológicas sugieren que estas modificaciones tenían motivaciones estéticas, pero también relacionadas con la sexualidad y la fertilidad. La colocación de las marcas en zonas como el vientre, los pechos o los muslos así lo indicarían.
Momias tatuadas: sacerdotisas y chamanas
La momia tatuada más célebre es, probablemente, la momia de Otzi, conocido como el hombre de hielo. Sus restos fueron hallados en 1991 en un glaciar en Los Alpes italianos y constituyen el cuerpo tatuado más antiguo conservado momificado (data del 3.300 antes de la era actual). Sus tatuajes son líneas paralelas, delgadas, repartidas por la espalda, la rodilla derecha y los tobillos. Investigaciones posteriores determinaron que la finalidad de estas marcas podría ser terapéutica, señalando, por ejemplo, lugares para la incisión de agujas de acupuntura.
A pesar del renombre de Otzi, las dos momias tatuadas que me resultan más impactantes son las de dos mujeres. Por un lado la momia de la sacerdotisa egipcia Amunet, adoradora de Hathor, diosa del amor y la fertilidad, que antes del hallazgo de Otzi era considerada el cuerpo tatuado más antiguo conservado, datando del 2000 antes de la era actual. Sus tatuajes eran muy similares a los de Otzi, lineales y simples con diseños de puntos y rayas, aunque al parecer los patrones fuesen de mayor complejidad estilística.
En segundo lugar, la momia conocida como la doncella de hielo de Siberia, encontrada en Rusia en 1993. Sus tatuajes, en ambos brazos, abarcando desde los hombros hasta las manos, estaban muy bien conservados y pudieron de hecho ser reconstruidos digitalmente con resultados sorprendentes. El cuerpo es el de una mujer que debió haber fallecido cuando tenía unos 25 años y que, al haber sido encontrada junto con varios caballos, podría haberse tratado de una chamana perteneciente a las clases altas. Su cuerpo permaneció más de 2500 años protegido bajo el permafrost siberiano, lo que explica que se conservara tan bien, vestido con fina seda china y descansando en posición fetal.
Los tatuajes de la doncella, también conocida como princesa de Ukok o de Altai, son muchos más intrincados y artísticos que aquellos de Otzi y de Amunet. La tinta ya no dibuja simples líneas o puntos sino que representa motivos mucho más complejos, como animales mitológicos. Hasta la fecha no se han encontrado restos humanos tan antiguos con tatuajes tan elaborados y preciosistas como los suyos.
Tatuaje inuit: una tradición de mujeres, ahora rescatada
El aire helado de la estepa rusa nos transporta ahora a territorios de los pueblos inuit -actualmente repartidos entre Groenlandia, Canadá y Alaska-, donde nació una de las tradiciones de tatuaje más fascinantes de todos los tiempos. En este caso, además, son las mujeres las principales portadoras y encargadas de mantener la tradición viva.
Prohibido por los colonizadores cristianos llegados de Europa a principios del siglo XX, el tatuaje tradicional inuit se viene rescatando desde hace unos años como parte de una lucha indígena admirable. Alethea Arnaquq-Baril, cineasta, está realizando un gran trabajo para salvaguardar esta tradición, y parte de este trabajo se puede disfrutar en su documental de 2010 Tunniit: retracing the lines of inuit tattoos.
El caso inuit es uno de los más asombrosos en la historia reciente del tatuaje tradicional. Tras casi un siglo de silencio, son las propias mujeres las que están recuperando la práctica, muy vinculada a las tradiciones orales. Las mujeres se tatuaban como parte de un rito de paso de la infancia a la edad adulta, coincidiendo generalmente con la primera menstruación, y posteriormente para demarcar momentos de variada relevancia vital. Los tatuajes se realizan principalmente en cara, muñecas, manos y pecho.
La ubicación de los tatuajes inuit en el cuerpo de las mujeres supone otra demostración de que las valoraciones occidentales sobre los cuerpos tatuados no aplicarían en la mayoría de tradiciones del tatuaje tribal. Lo que un occidental podría considerar como modificación extrema, una mujer inuk lo enmarca dentro de las tradiciones de su comunidad, esas que se remontan a tiempos de sus tatarabuelas. En todo caso, las abuelas inuit no se escandalizarían ante el nuevo tatuaje facial de una de sus nietas, sino que, probablemente, lo celebrarían. Otras tradiciones que incluyen tatuaje facial entre sus prácticas se dan en el norte de África, entre las mujeres beréber, o en Papúa Nueva Guinea, entre las mujeres waima, hula o mailu.
Burguesas sí; tatuadas también
Otro caso que merece la atención de este breve recorrido es el que coloca las diferencias de clase en el centro. Aunque en el imaginario colectivo solamos vincular el tatuaje con esferas criminales, entornos carcelarios y comunidades cerradas como las de legionarios, lo cierto es que en Europa, durante la época victoriana, el tatuaje era común entre las clases altas. Y en especial, fueron las mujeres las que se rindieron ante una moda que llegó a encandilar incluso a miembros de las monarquías europeas.
Matt Lodder hace referencia, por ejemplo, a la princesa Valdemar de Dinamarca, quien llevaba tatuada en el brazo un ancla, que habría adquirido como recuerdo en un viaje a Oriente. La madre de Winston Churchill se tatuó un dragón en un viaje a Japón, y según expone Lodder, incluso los periódicos de años posteriores, ya en los años 20 del siglo XX, se hacían eco de estas nuevas percepciones en torno al tatuaje, que se presentaba como respetable y de moda. Desde mediados del siglo XIX en Inglaterra comenzaron a publicarse decenas de artículos que rezaban que “tatuarse ya no es solo cosa de marineros”. Este concreto momento y lugar ilustra de un modo claro el modo en que las percepciones han variado a lo largo de los siglos, sobre todo en el contexto occidental.
Whang Od, la tatuadora centenaria
Para terminar este humilde recorrido por algunos grandes momentos y tradiciones de la historia del tatuaje y las mujeres, no podíamos dejar de hacer referencia a Whang-Od Oggay, una de las tatuadoras vivas más geniales. Con 104 años, Od sigue tatuando en su aldea natal: Buscalan, en Filipinas. Whang-Od (en la imagen) trabaja usando la técnica manual milenaria de la tradición del tatuaje kalinga, ornamental y cargado de simbolismos. Aunque su imagen podría convertirse en un recurso para la venta fácil como ha ocurrido, por ejemplo, con Frida Kahlo, no deja de ser fascinante observarla, menuda, de profundos ojos y brazos, piernas y pecho abundantemente tatuados.
Como denuncia Lars Krutak en su libro The tattooing arts of tribal women, el tatuaje tribal realizado por mujeres durante miles de años ha pasado desapercibido para la historia y su casi total desaparición en la actualidad hace aún más necesario que rescatemos a estas mujeres que representaban, y en ocasiones aún representan, como hemos comprobado en el caso inuit, la tradición artística de sus comunidades.
Norte de África, Irak, Sudamérica, California, Japón, Borneo o Isla de Pascua son algunos de los lugares donde las mujeres representaron y afianzaron las tradiciones de tatuaje que definieron y cohesionaron sus cuerpos y culturas. Estas tradiciones relacionan el tatuaje -entendido como ritual, proceso y arte- con la fertilidad, el amor, la salud, la enfermedad o la muerte. Aunque la mirada colonial y la fotografía antropológica las retratase estáticas, estas mujeres encarnaban -y en muchos casos aún encarnan- el movimiento, el culto al pasado y la celebración del cuerpo más allá de las obtusas consideraciones occidentales sobre los cuerpos tatuados y sus significados.
Si bien estos no son más que algunos ejemplos puestos en conversación de manera ficticia, juntos dan forma a una imagen del tatuaje que pretende reflejar su riqueza y complejidad. Un acercamiento respetuoso y situado al mundo del tatuaje debe dejar de lado las definiciones reduccionistas y eurocéntricas para dar cabida a multitud de experiencias distintas, tan variadas como las tradiciones que lo conforman, más aún si nos referimos al tatuaje occidental contemporáneo, al ser este una amalgama densa producto de la transculturación y experimentación artística.
Desde sus inicios, las mujeres estuvieron allí, tatuándose y tatuando, como lienzos y como artistas, como testigos y como creadoras. Como bellamente expresa Lars Krutak: “Durante milenios, el cuerpo de la mujer tatuada ha servido como mediador entre elementos ancestrales, humanos y ambientales, trascendiendo así el absoluto cartesiano de una división entre mente y cuerpo. Cuerpos inscritos se extendían en el espacio y el lugar, en la cultura material y en los cuerpos tatuados de otras mujeres, tanto vivas como muertas”.