Antes era antifa… ahora soy antirracista
El antifascismo organizado no se movilizó cuando los internos del CIE de Aluche se amotinaron denunciando las condiciones en las que vivían la pandemia. Nadie llamó entonces a cuatro noches de protestas y disturbios en solidaridad con los internos.
Cuando hago memoria sobre mis militancias políticas siempre tengo que reconocer que hay una, además de la zapatista, que ha marcado mi pensamiento, crítica y praxis política: durante siete años aproximadamente pertenecí a un grupo de Acción Antifascista en Berlín. La ALB (Antifaschistische Linke Berlin) es una de las partes escindidas de AAB, Acción Antifascista Berlín. Formada en 2003, se definía como un grupo enfocado a la praxis y ciertamente intentábamos mantener los pies en la tierra. Se conformaba de varios grupos de trabajo, uno de ellos enfocado a la lucha directa contra la extrema derecha y otro, en el que yo estaba, llamado “grupo de trabajo social”. Nos devanábamos el cerebro pensando en la forma de tejer alianzas con los movimientos de base, el sindicato de inquilinos de Berlín Kreuzberg por ejemplo, en su mayoría formado por migrantes que llegaron a Alemania en los años 50 y 60 trayendo a sus familias y quienes a causa de la gentrificación estaban perdiendo sus casas. También participamos con entusiasmo en las protestas de algunos foros económicos, como la cumbre del G8 en Heilligendam, Alemania. Hicimos contra-movilizaciones en Dresden, en donde cada año se da cita la extrema derecha para “conmemorar” el bombardeo de los aliados el 13 de febrero de 1945. Nos empleamos de lleno en el movimiento Ocuppy, con sus asambleas multitudinarias a las puertas del Reichstag. Muchos años y muchas movilizaciones, tantas que no me caben en estas líneas.
Aprendí mucho de memoria antifascista. Aprendí cuáles eran las tácticas de lucha en los años 50 en Gran Bretaña cuando el antisemitismo amenazaba con renacer; aprendí que en los años 70 en Francia había grupos de migrantes negros antifascistas que patrullaban los barrios para defenderse de los ataques xenófobos y racistas. Aprendí que incluso había habido grupos no mixtos de mujeres antifa. Tuve el gusto y el honor de conocer a excombatientes de las Brigadas Internacionales que en 1937 vinieron a España a luchar al lado del Ejército de la República. Aprendí, sobre todas las cosas, a ir sin miedo por la calle. Aprendí boxeo, aprendí a contener el pánico frente a un nazi y a actuar para no morir en el intento. Mi militancia antifascista me ayudó a mantenerme viva y sana en un país donde la extrema derecha está tan bien organizada que matar migrantes a golpes es un juego de niños, allá ponen bombas y se montan células terroristas para “defender la pureza de la raza aria”. Toda mi vida adulta he estado orgullosa de haber pertenecido a la izquierda antifascista, sin embargo también es verdad que en los últimos años mi praxis política no puede ser más lejana de la escena antifa. He llegado al momento en que soy incapaz de entenderlos y lo digo así en masculino porque la antifa es una escena de hombres. Machista, misógina y autoritaria.
Con 20 años no era capaz de darme cuenta qué pocas mujeres que formábamos parte de Acción Antifascista; tampoco podía ver que era un espacio completamente heteronormativo: no había maricas, ni bolleras, ni gordas, ni discas, eran todo hombres cis heteros y blancos. Eso es la antifa, ese es el militante antifa por antonomasia. Mucho menos cuestionaba que, durante años, yo fuera la única racializada del grupo. El halo de rebeldía y honor representado por una corona de laurel bien colocada en mi cabeza me impedía ver que, por mucho que yo me partiera la cara junto con mis compañeros en las calles, la que invariablemente siempre saldría perdiendo más era yo: sudaka, racializada, bollera.
He visto mucho más en mi vida de militante antifascista que en estos últimos días en las protestas por el encarcelamiento de Pablo Hasél, todo esto me lo sé de memoria. Rifirrafes con la policía, contenedores incendiados, barricadas… Emoción y testosterona en vena, porque sí, a nosotras también nos pone calientes todo ese despliegue de virilidad militante, porque nosotras también quemamos, también rompemos y si es necesario también saltamos por los aires. Pero hay algo que nunca he visto: al antifascismo organizado salir a quemar contenedores por la violación de temporeras marroquíes. Tampoco he visto la Puerta del Sol llena de antifas en las manifestaciones del 12N, por no verlos es que ni tan siquiera los he visto en esas manifestaciones, codo con codo con las racializadas. No los he visto fuera de los CIEs, incendiándolo todo por las políticas racistas del Estado español. No los he visto hacer barricadas contra la ley de extranjería.
La Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, llamada Ley Mordaza, ha sido aplicada a muchas personas además de a raperos que insultan a una institución caduca y antidemocrática como la corona. La ley Mordaza ha sido aplicada a compañeras que han intervenido en identificaciones por perfil racial. También ha sido aplicada a miles de familias migrantes durante el pasado estado de alarma. Lo que muchas buscamos es la derogación de esta ley, que en 2020 cumplió cinco años sin ningún tipo de modificación, a pesar de que el PSOE, durante la moción de censura a Rajoy en 2018, planteó como urgente reformarla. En ese sentido nos solidarizamos y condenamos el encarcelamiento de cualquier persona y la censura a la libertad de expresión. Pero, compañeros, hay muchas cosas que no entiendo, como no les entiendo a ustedes mismos.
No entiendo que no estén en las movilizaciones antirracistas impulsadas por personas racializadas. No entiendo ese afán por contraprogramar manifestaciones y actos en noviembre, por mucho que el dictador muriera el 20 de noviembre, hoy me parece mucho más urgente sumar fuerzas en una manifestación antirracista unitaria, que hacerse un paseíto a Cuelgamuros para gritar “aquí están los antifascistas”. Porque no se puede ser antifascista sin ser antirracista y no se puede mirar hacia otro lado, la ley de extranjería mata, las migrantes, las temporeras son violadas en sus puestos de trabajo (por llamar trabajo a algo que roza la esclavitud). No entiendo que, en marzo del año pasado, cuando los internos del CIE de Aluche se amotinaron denunciando las condiciones en las que vivían la pandemia, no llamaran también, queridos compañeros antifa, a cuatro noches de protestas y disturbios en solidaridad con los internos. No entiendo su antifascismo de autoconsumo. Su endogamia, que más recuerda a las deformidades físicas de los Austrias que a la digna rebeldía de otros territorios. No entiendo la que se lía cuando encarcelan a un rapero cis blanco, hetero (con un pasado ciertamente machista) y que no la líen igualmente por todas las vidas migrantes que se han quedado por el camino. Yo animo a liarla siempre, todo el rato. A no darles paz mientras no haya justicia, pero, por favor, compañeros antifascistas, no reproduzcan el axioma de que hay vidas que importan más que otras, y que esas son siempre las blancas. Dejar de ser antifascistas para ser antirracistas.