‘Las niñas’: las hijas de la vergüenza reclaman su voz
La ópera prima de Pilar Palomero sobre la educación sexual de las niñas de principios de los años 90 parte como película favorita en los Premios Goya.
La boca de Celia se abre y solo deja escapar el aire. Los labios se mueven, la niña gesticula y vocaliza, pero no emite ningún sonido. Debe fingir que canta, pero sin cantar, porque le han dicho que su voz no vale. Y Celia -postura erguida y forzada, manos a la espalda, falda gris de uniforme de colegio de monjas- es una cantante de coro condenada al silencio.
En el arranque de la película Las niñas, de Pilar Palomero, están ya condensados los elementos que irá desplegando a lo largo de 97 minutos de metraje. Están el silencio, la represión y el señalamiento. Está el clima opresivo de una escuela religiosa en la España de comienzos de los años 90. Y están las ansias de voz propia de una niña, Celia, que está dejando de serlo.
Con estos ingredientes, la cinta se ha convertido en una de las favoritas de esta edición de los Premios Goya, con un total de nueve nominaciones que incluyen las de mejor película, y de mejor dirección novel y mejor guion original para Pilar Palomero. Todas las categorías a las que está nominada están capitaneadas por mujeres, a excepción de la de mejor canción original, la que se escucha en el film durante los ensayos del coro.
‘Las niñas’ ya se ha llevado la Biznaga de Oro a la Mejor Película Española del Festival de Málaga, y tres Premios Feroz: mejor película dramática y mejor dirección y mejor guion original para Pilar Palomero.
Aunque a priori podría enmarcarse como una película de coming-of-age, con guiños a algunos ritos iniciáticos y clandestinos de la adolescencia -cigarrillo, alcohol, labios rojos, discoteca, paseo en moto-, el filme trasciende para retratar a una sociedad que todavía batallaba por liberarse de la rígida moral católica, herencia del franquismo para encorsetar los cuerpos y los deseos de las mujeres.
El control social y religioso de los cuerpos
En la pizarra de la clase, aparece escrita una fecha con tiza: estamos en 1992. Para entonces, la transición a la democracia se ha dado por concluida y las mujeres han conseguido que se despenalicen el divorcio, el adulterio o el aborto en tres supuestos.
El control sobre sus cuerpos y su sexualidad, sin embargo, sigue vigente a través de la religión católica, instrumento del franquismo para la censura y la represión en el ámbito privado, que enmarca la conducta de las mujeres en dos parámetros opuestos: virtud y pecado.
En la película, el control de los cuerpos se expresa, primero, desde las monjas hacia las niñas. Se ataca su forma de moverse: “¡No seas marimacho!”, grita la profesora de Educación Física. Se censura su forma de vestirse: “¿Cómo se te ocurre venir así? Dile a la mamá que te compre un sujetador”, susurra la monja ante el escándalo de un pecho preadolescente sin ropa interior. Se las instruye en que la sexualidad debe circunscribirse solo al matrimonio. Se las obliga a rezar y a confesarse.
Si la educación sexual que las niñas reciben en el colegio busca la represión, los medios de comunicación vienen a rellenar los huecos de su curiosidad con informaciones inconexas, cuando no contrapuestas. De una parte, se promociona el imperativo de ser sexualmente activa y atractiva para los chicos. De la otra, se promueve el miedo a las enfermedades de transmisión sexual, que se presentan casi como un “castigo” por tener relaciones sexuales, lo que se relaciona, también, con la noción cristiana de culpa y pecado.
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En una de las escenas, las niñas están sentadas en una parada de autobús, leyendo a escondidas una revista para adolescentes que detalla diferentes opciones de acercamiento erótico al “chico-que-te-gusta”. El texto da indicaciones específicas para convertirse en una “sexperta”, con el mandato de ser seductoras y deseables desde un punto de vista heterosexual. Mientras las niñas ríen y comentan el contenido, aparece una monja y ellas esconden la revista. La monja las saluda y dirige una mirada de desaprobación al cartel de la parada de autobús, donde se leen en letras gigantes los nombres de diferentes enfermedades de transmisión sexual, y un mensaje machacón sobre el uso del preservativo.
Es el mismo mensaje que se repite en el programa que Celia y su madre ven después de cenar. En imágenes de archivo insertadas en la pantalla de la televisión, el escritor Francisco Umbral está rodeado de colegialas, y la presentadora, Raffaella Carrà, pide que el literato les dé un consejo. Él, después de comentar que las niñas le dan un calor terrible, les repite el famoso eslogan de “póntelo, pónselo” de las campañas de prevención de ETS (enfermedades de transmisión sexual) de los años 90, y provoca risas y aplausos.
La educación sexual basada únicamente en prevenir las ETS, y, en concreto, en difundir un miedo visceral al VIH, aparece también en las leyendas urbanas que las niñas intercambian, donde el sexo con personas desconocidas y la amenaza de muerte por el SIDA se relacionan como si se tratara de causas y consecuencias.
En todo este entramado de silencios, contradicciones, temores, dudas, imposiciones de género y tabúes, hay dos grandes ausentes: nadie habla a las niñas de deseo, y mucho menos de placer.
El placer bajo sospecha
Además de hacia las niñas, el control de la sexualidad se dirige también hacia las mujeres adultas, a partir de comentarios, juicios, rumores y también silencios. Para la madre de Celia, el hecho de haber tenido sexo sin estar casada, quedarse embarazada y criar a su hija sola condiciona toda su vida: la ruptura con la familia del pueblo, las horas dedicadas a trabajar todos los días, la soledad de la niña y los secretos y reproches: “¡Eres una mentirosa!”, replica Celia a su madre.
La ausencia de figura paterna provoca los recelos de las monjas que, desde un paradigma machista, la ven como una falta de autoridad, y le imponen a la niña los castigos más severos. La bofetada que la madre da a Celia delante de la monja busca reafirmar esa autoridad que ha quedado en entredicho, recordar que ella es madre, pero también ejerce de padre.
El estigma de la madre soltera motiva, también, los comentarios entre las niñas. “En el cole van diciendo que tu madre es una guarra, porque te tuvo muy joven, sin estar casada, y no se sabe quién es tu padre”, le confiesa a Celia su amiga Brisa. El arquetipo de la “guarra”, de la “puta”, aparece en las conversaciones de las niñas para indicar una línea roja que no puede traspasarse, un patrón de conducta que convierte a una persona en indeseable. Es el insulto que Clara, una de las amigas de Celia, esgrime contra su madre divorciada cuando esta trae una pareja a casa.
En estas situaciones se hace evidente la paradoja entre las libertades formales alcanzadas por las mujeres, y la represión que el contexto les impone si intentan la libertad en el plano sexual. Entre los personajes de la madre de Clara y la de Celia, sin embargo, es significativa la diferencia de clase, que se expresa en su forma de vestir o en el aspecto de la casa.
Si en casa de Clara y de su hermana Cris hay ventanales grandes, salones amplios y una cama doble en el dormitorio de la madre, en la de Celia los pasillos son sombríos y la cocina estrechísima. La niña duerme en una de esas camas abatibles típicas de los pisos pequeños desde la década de los 90, mientras su madre usa una cama individual, bajo un crucifijo, en una representación de las llamadas “habitaciones de soltera”.
Cuando la madre sale de casa, la clase también marca una diferencia. Su ausencia, en casa de las dos hermanas, implica reunión con las amigas para jugar a las confesiones, beber, fumar y hacer todo lo que les está prohibido. Hacerse mayor, para ellas, significa riesgo, fiesta y juego.
En la casa de Celia, en cambio, el hecho de que no esté la madre se traduce en la soledad, el aburrimiento y el silencio de una niña que empieza a hacerse preguntas sobre su madre y sobre ella misma. Llega a casa cuando no hay nadie y acarrea ollas, prepara cenas, resuelve sola problemas de matemáticas. Para ella, crecer supone asumir las responsabilidades de las tareas de cuidados en la casa, ante una madre que pasa casi todo su tiempo trabajando fuera.
Y desde su pupitre, Celia observa las trenzas, moños y coletas tirantes de sus compañeras de clase, mientras se retuerce el pelo: hoy, como cada día, su madre tenía demasiada prisa como para peinarla por la mañana.
Hijas de la vergüenza
La clase socioeconómica y la ausencia de padre se vuelven los puntos comunes de la amistad entre Celia y el personaje de Brisa, cuyos padres fallecen y se traslada a vivir con sus abuelos. Si Celia ayuda a Brisa a enhebrar la aguja para las labores de costura en las que las instruyen las monjas, Brisa le graba a su amiga su primera cinta de casete con canciones de rock. El intercambio y la sororidad entre ambas las protege del rechazo que proyectan sobre ellas las monjas y algunas de sus compañeras del colegio.
El peso del estigma se ve también con claridad en las escenas en que la madre de Celia regresa con ella al pueblo y la presenta a su familia. A la mesa de la casa familiar, en penumbra y en silencio, se expresan todas las distancias, los reproches y la vergüenza impuesta desde afuera, que atraviesa a las diferentes generaciones de mujeres.
Es el mismo silencio que arrastran Celia y su madre en el coche de regreso a casa, y una vez de vuelta, cuando la madre inicia una conversación que no llega a suceder. “Sé que ya no eres una niña, y que tienes muchas preguntas…”, empieza, pero la frase desemboca en un sollozo. Acabará siendo Celia quien retome la palabra al final de la película, y exija su derecho a usar su propia voz.
La primera vez que vi el cartel de la película, reconocí el uniforme que había llevado los dos últimos años de la primaria en el colegio de monjas en el que estudié hasta los 16. Me hacía gracia la idea de que la película me devolviera algunos recuerdos infantiles, y me senté a verla sin tener demasiada información previa. No sabía hasta qué punto me estaba poniendo delante de un espejo.
Me vi en esos pasillos siempre entre sombras, en esa capilla a oscuras, en la rigidez de las filas y de las contestaciones a coro. Me vi como la niña huérfana que he sido, a la que las monjas decían que le hacía falta “mano dura”, a la que las otras niñas y sus madres rechazaban por estar bajo la sospecha de “andar muy suelta”. Me vi poniendo el agua a hervir al llegar del colegio. Me vi peleándome con las compañeras de clase que decían que mi madre era una puta porque tuvo un novio después de que mi padre hubiese muerto. Me vi en la casa vacía, buscando pistas de la conducta de mi madre: espiando, dudando, teniendo miedo. Me vi escarbando entre los condones del cajón de la mesilla de noche. Me vi preguntando por qué el sexo era un pecado, y por qué no nos dejaban en paz.
Recordé también cuando, a mediados de los 2000, ya sin uniforme, regresé a casa con una nota en la que las monjas le exigían a mi madre que yo me vistiera con “decoro” para proteger “la honra y la virtud”. Vi a mi madre, educada en la escuela pública en pleno franquismo, soltar una carcajada. “Son más retrógradas que en mi época”, comentó.
Creo que el mérito de Las niñas es precisamente el de reflejar no a una, sino a varias generaciones de mujeres crecidas entre silencios: las de principios de los años 90, pero también las que fuimos a escuelas de monjas diez años después, y las que estudiaron antes, durante la dictadura. Nos lleva a recordar de dónde viene nuestra educación sexual e identificar cuánto llevamos arrastrando quienes fuimos preadolescentes bajo el parasol de la educación católica, el tabú o la desinformación.
La película permite un vistazo a ese pasado compartido de pasillos sombríos, en el que leíamos muchas más revistas “para chicas” que teoría feminista, cuando el sexo era misterio o culpa, y no nos atrevíamos a pensar en el goce. Nos habilita a reconocer una herida común desde la que germinan batallas que hoy muchas hemos convertido en reivindicaciones políticas.
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